El Arca de la Redención (47 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

—No te va a gustar.

Le mostró el resto y le explicó cómo los tres ríos de materia individuales habían seguido trayectorias casi balísticas desde sus puntos de origen, como hileras de guijarros arrojados en precisa formación. Pero cerca del gigante gaseoso eran reorganizados de manera escrupulosa, conducidos y frenados por máquinas demasiado pequeñas como para poder verlas, pero que los obligaban a curvarse de manera brusca y dirigirse hacia el centro de construcción que les correspondiera. Un hilo se derramaba sobre la boca de la luna que estaba extrudiendo los bigotes, mientras que los otros dos se zambullían en estructuras similares, también con forma de fauces y situadas en otras dos lunas. Ambas habían descendido hasta órbitas situadas justo por encima de la capa de nubes, muy por debajo del radio en el cual ya deberían haberse hecho pedazos por efecto de las fuerzas de marea.

—¿Qué están haciendo en las otras dos lunas? —preguntó Thorn.

—Pues parece que otra cosa —dijo Irina—. Mira, echa un vistazo. A ver si tú eres capaz de sacar una interpretación mejor que la nuestra.

Era difícil adivinar qué estaba pasando con exactitud. Había un hilo de materia que emergía de cada una de las dos lunas bajas, eyectado hacia popa, en sentido contrario al movimiento orbital. Los bigotes parecían tener aproximadamente el mismo tamaño que el arco que construían desde la luna superior, pero estos seguían cada uno su propia curva sinuosa y serpenteante, que partía de una tangente al movimiento orbital y que los conducían hasta la propia atmósfera, como enormes cables de telégrafo que un barco fuera desenrollando sobre el fondo del mar. Justo detrás de cada punto de impacto de los tubos surgía una estela, de muchos miles de kilómetros de largo, en la que la atmósfera aparecía agitada y arremolinada.

—Por lo que hemos podido ver, no vuelven a salir —dijo Vuilleumier.

—¿A qué velocidad se hunden?

—No nos es posible saberlo. No existen puntos de referencia en los tubos en sí, por lo que no podemos calcular la velocidad a la que surgen de las lunas. Y no hay modo de obtener una medición Doppler, al menos no sin revelar nuestras intenciones. Pero sabemos que el flujo de materia que cae a cada una de las tres lunas es prácticamente el mismo, y que todos los tubos tienen más o menos el mismo grosor.

—Entonces es plausible pensar que lo están introduciendo en la atmósfera a la misma velocidad que crece el arco, ¿no es eso? Doscientos ochenta kilómetros por hora, o algo parecido. —Thorn miró a las dos mujeres, buscando pistas en sus rostros—. Y ahora, ¿alguna idea?

—No sabemos ni por dónde empezar a adivinarlo —dijo Irina.

—Pero no creéis que sean buenas noticias, ¿verdad?

—No, Thorn, no lo creemos. Lo que yo supongo, sinceramente, es que lo que está sucediendo ahí abajo es parte de algo aún más grande. —¿Y ese algo implica que hemos de evacuar Resurgam? Ella asintió.

—Todavía tenemos tiempo, Thorn. El arco exterior no estará terminado hasta dentro de ochenta días, y parece poco probable que suceda algo catastrófico inmediatamente después. Lo más seguro es que dé comienzo otro proceso, algo que podría tardar en completarse tanto como la construcción de los arcos. Puede que dispongamos de muchos meses antes de eso.

—Pero hablamos de meses, no de años.

—Solo necesitamos seis meses para evacuar Resurgam.

Thorn recordó los cálculos que le habían presentado, la árida aritmética de los vuelos en lanzadera y su capacidad de pasajeros. Se podía hacer en seis meses, sí, pero solo si se sacaba el factor humano de las ecuaciones. La gente no se comportaba como la carga de mercancías. En especial, no la gente que había sido intimidada y amenazada por un régimen opresor durante las cinco décadas previas.

—¿No me dijisteis antes que podíamos disponer de unos cuantos años para lograrlo?

Vuilleumier sonrió.

—Hemos contado unas cuantas mentiras piadosas, eso es todo.

Luego, tras lo que le pareció una ruta innecesariamente tortuosa para atravesar la nave, las mujeres condujeron a Thorn para que viera una profunda y oscura bodega de carga donde aguardaban numerosas naves de menor tamaño. Se trataba de lanzaderas transatmosféricas y de transportes internaves que colgaban de sus rejas de estacionamiento, similares a tiburones de piel muy lisa o a hinchados chiribicos con espinas. La mayor parte de las naves eran demasiado pequeñas para ser de utilidad alguna en el plan de evacuación propuesto, pero Thorn no podía negar que la vista era impresionante.

Hasta lo ayudaron a colocarse un traje espacial con un propulsor a la espalda para que pudiera acompañarlas en una visita guiada por la propia cámara, para inspeccionar las naves que sacarían a la gente de Resurgam y la trasladarían a través del espacio hasta la propia Nostalgia por el Infinito. Si albergaba aún alguna sospecha de que algo de todo aquello era una farsa, en esos momentos terminó de descartarla. La cruda vastedad de la sala y la imponente realidad de las naves aplastaba cualquier posible recelo que pudiera rondarle todavía, al menos en lo concerniente a la existencia de la Infinito.

Y pese a todo... Había visto la nave con sus propios ojos, había caminado por ella y había percibido la sutil diferencia de su gravedad artificial, generada por la rotación, respecto al peso que había conocido toda su vida sobre Resurgam. La nave no podía ser un engaño, y les hubiera supuesto un esfuerzo increíble fingir que la bodega estaba llena de naves más pequeñas. Pero, ¿y la amenaza en sí? Ahí se venía todo abajo. Le habían enseñado mucho, pero no lo suficiente. Todo lo concerniente a la amenaza sobre Resurgam se lo habían mostrado de segunda mano. No había visto nada con sus propios ojos.

Thorn era un hombre que necesitaba ver las cosas por sí mismo. Podría pedirle a cualquiera de las dos mujeres que le proporcionara más pruebas, pero eso no resolvería nada. Aunque lo sacaran de la nave y le permitieran mirar a través de un telescopio apuntado al gigante gaseoso, no tenía modo de estar seguro de que la escena no estuviera amañada de alguna forma. Aunque le dejaran mirar el gigante con sus propios ojos y le dijeran que el punto de luz que veía era de algún modo diferente por culpa de las actividades de las máquinas, seguiría teniendo que aceptarlo.

Y no era un hombre que aceptara las cosas tal como se las presentaban.

—¿Y bien, Thorn? —Dijo Vuilleumier, mientras lo ayudaba a quitarse el traje—. Supongo que ya has visto lo bastante como para aceptar que no estamos mintiendo. Cuanto antes te devolvamos a Resurgam, antes podremos poner en marcha el éxodo. El tiempo es oro, como ya dijimos.

Él asintió en dirección a aquella mujer pequeña y de aspecto peligroso, con ojos de color humo.

—Tienes razón, admito que me habéis mostrado muchas cosas. Lo suficiente para estar seguro de que no me mentís en todo esto. —Estupendo, pues. —Pero eso no es suficiente. —¿No?

—Me pedís que arriesgue demasiado como para aceptar una parte de palabra, inquisidora.

Había hielo en su voz cuando respondió:

—Ya has visto tu dossier, Thorn. Hay bastante para enviarte a los amarantinos.

—No lo dudo. Y os daré más si queréis. Pero eso no cambia nada. No voy a conducir a la gente a algo que se parezca a una trampa del Gobierno.

—¿Todavía sigues pensando que esto es una conspiración? —preguntó Irina, que concluyó su comentario con un extraño sonido de burla.

—No puedo descartarlo, y eso es todo lo que importa.

—Pero te hemos mostrado lo que están haciendo los inhibidores.

—No —replicó él—. Lo que me habéis mostrado son algunos datos en un aparato de proyección. Sigo sin tener pruebas objetivas de que las máquinas existan de verdad.

Vuilleumier lo contempló implorante.

—Por Dios, Thorn, ¿qué más tenemos que enseñarte? —Lo necesario —respondió él—. Lo necesario para que pueda creerlo por completo. Cómo lo consigáis es enteramente vuestro problema. —No hay tiempo para esto, Thorn.

En ese momento él dudó. Lo había dicho con tanta pasión que casi disipó sus dudas. Pudo notar el temor en su voz. Fuese lo que fuese, estaba realmente asustada por algo... Thorn volvió su mirada en dirección a la bodega de carga.

—¿Podría llevarnos alguna de esas naves más cerca del gigante?

La Guerra del Amanecer fue por el metal.

Casi todos los elementos pesados del universo observable se habían creado en los núcleos de las estrellas. El Big Bang propiamente dicho había fabricado poca cosa más aparte de hidrógeno, helio y litio, pero cada sucesiva generación de estrellas había enriquecido la paleta de elementos disponibles en el cosmos. Enormes soles ensamblaron los elementos más ligeros que el hierro en reacciones de fusión delicadamente equilibradas, pieza a pieza, recorriendo en cascada fusiones cada vez más desesperadas según se agotaban los elementos más ligeros. Pero cuando las estrellas comenzaban a quemar silicio, el fin estaba a la vista. El estado final de la fusión del silicio era una capa de hierro que aprisionaba el núcleo del a estrella, pero el hierro ya no podía ser fusionado. Apenas un día después de la aparición de la fusión de silicio, la estrella se volvía catastrófica y repentinamente inestable, y se colapsaba bajo su propia gravedad. Las ondas de choque que rebotaban de este colapso empujaban la carcasa de la estrella hacia el espacio, sobrepasando en brillo a todos los demás astros de la galaxia. La propia supernova crearía entonces nuevos elementos, bombeando cobalto, níquel, hierro y un guiso de productos radiactivos de desintegración, de vuelta a las tenues nubes de gas que vagaban entre todas las estrellas. Era ese medio interestelar el que proporcionaría la materia prima para la siguiente generación de estrellas y planetas. En algún punto cercano, una masa de gas que hasta ese momento había sido estable frente al colapso, se vería recorrida por la onda de choque de la supernova, lo que formaría acumulaciones y volutas de densidad superior. La nube, que ya estaba enriquecida en metales gracias a otras supernovas anteriores, comenzaría a colapsarse bajo su propia tenue gravedad y daría lugar a densos y calientes semilleros estelares, regiones de nacimiento de voraces estrellas jóvenes. Algunas serían enanas frías que consumirían su combustible estelar tan lentamente que sobrevivirían a la propia galaxia. Pero otras lo quemaban con rapidez, eran soles supermasivos que vivían y morían en un parpadeo galáctico. En la agonía de su muerte, liberaban más metales al vacío y desencadenaban nuevos ciclos de nacimiento estelar.

El proceso proseguía hasta desembocar en el nacimiento de la propia vida. Ardientes explosiones de estrellas moribundas echaban pimienta a la galaxia y, con cada estallido, las materias primas para la construcción de planetas (y de la propia vida) crecían en abundancia. Pero el enriquecimiento sostenido de metales no tenía lugar de manera uniforme a lo largo del disco de la galaxia. En las regiones distantes de esta, los ciclos de nacimiento y muerte estelar ocurrían a una escala temporal mucho más lenta que en las frenéticas zonas del núcleo.

Así que las primeras estrellas que cobijaban planetas rocosos se formaron cerca del núcleo, donde los metales alcanzaron antes el nivel crítico. Fue de esas regiones, a menos de mil kilopársecs del centro galáctico, donde emergieron las primeras culturas que viajaron por el espacio. Se asomaron al desierto galáctico, lanzaron enviados a través de miles de años luz y se creyeron solos, únicos y en cierto sentido privilegiados. Fue una época triste, pero a la vez con un escalofríante potencial cósmico. Se imaginaron los dueños de la creación.

Pero nada en la galaxia era tan sencillo. No solo había otras culturas que emergían más órnenos en la misma época galáctica y en la misma banda de estrellas habitables, sino que también había bolsas de alta metalicidad en la zona fría, fluctuaciones estadísticas que permitían la aparición de vida fabricante de máquinas donde, por lo general, no hubiese sido posible. No iba a existir ningún imperio galáctico que lo abarcara todo, pues ninguna de esas culturas nacientes logró extenderse porta galaxia antes de toparse con la onda expansiva de otro rival. En cuanto las condiciones iniciales fueron las adecuadas, todo sucedió a una velocidad cegadora.

Y, pese a todo, las condiciones iniciales estaban cambiando. Los grandes hornos estelares no se estaban quietos y, varias veces por siglo, algunas estrellas pesadas morían como supernovas, eclipsando todas las demás. Normalmente lo hacían detrás de oscuras nubes de polvo y sus muertes no quedaban registradas salvo por un chirrido de neutrinos o un temblor sísmico de ondas gravitacionales. Pero los metales que fabricaban seguían abriéndose paso hasta el medio interestelar. Nuevos soles y mundos se condensaban a partir de las nubes que habían sido enriquecidas por cada ciclo estelar previo. Esta factoría cósmica incesante seguía retumbando, ajena a la inteligencia que permitía florecer.

Pero cerca del núcleo, la metalicidad estaba empezando a ser más alta de lo ideal. Los nuevos mundos que se formaban alrededor de las estrellas jóvenes eran realmente densos, y sus entrañas estaban cargadas de elementos pesados. Sus campos gravitacionales eran así más fuertes, y su química más volátil que la de los mundos ya existentes. La tectónica de placas ya no funcionaba, puesto que los mantos ya no podían sostener el peso de rígidas cortezas flotantes. Sin la tectónica, la orografía (y con ella las diferencias de elevación) se hizo menos pronunciada. Los cometas se veían atraídos hasta colisionar con esos mundos, anegándolos de agua. Enormes océanos abarcaban todo el planeta, dormitaban bajo cielos opresivos. La vida compleja rara vez evolucionaba en esos mundos, ya que había pocos nichos adecuados y escasa variación climática. Y las culturas que ya habían alcanzado el vuelo estelar consideraron que estos nuevos mundos del núcleo carecían de utilidad o diversidad. Cuando una nube de la metalicidad adecuada amenazaba con condensarse y formar un sistema solar con perspectivas de resultar atractivo, las antiguas culturas solían pelearse por los derechos de propiedad. Las riñas subsiguientes fueron las demostraciones de energía más asombrosas que la galaxia había presenciado, salvo por sus propios procesos ciegos de evolución estelar. Pero no era nada comparado con lo que aún había de llegar.

Así, las culturas antiguas volvieron su mirada hacia el exterior, evitando el conflicto en la medida de lo posible. Pero incluso allí se vieron frustradas. En quinientos millones de años, la zona de habitabilidad óptima se había alejado ligeramente del núcleo galáctico. La onda de la vida era una única ola que se extendía desde el centro de la galaxia hacia sus bordes. Las zonas de formación estelar que antaño eran demasiado pobres en metales como para formar sistemas solares viables, ya estaban lo bastante enriquecidas. De nuevo estallaron las luchas. Algunas duraron diez millones de años y dejaron cicatrices en la galaxia que tardaron otros cincuenta millones en curar.

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