El Arca de la Redención (22 page)

Read El Arca de la Redención Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

—Antoinette —dijo Xavier en voz alta y de modo involuntario, sonriendo como un tonto.

—Todo lo que necesitas saber es lo que estoy a punto de contarte. Del resto ya nos ocuparemos más adelante, en persona. Voy de regreso, pero he acumulado demasiado delta uve como para quedarme en el Cinturón Oxidado. Tendrás que poner a un remolcador de rescate a mi velocidad, y cuanto antes. ¿No había un par de Taurus IV por el muelle de Lazlo? Uno de esos podría encargarse del Ave sin problemas. Estoy segura de que nos deben una por aquel trabajo hasta Dax-Autrichiem del año pasado.

Le pasó unas coordenadas y un vector, y le dijo que estuviera atento a actividad banshee en el sector que le había indicado. Antoinette estaba en lo cierto, se estaba moviendo realmente rápido. Xavier se preguntó qué había sucedido, pero imaginó que ya lo descubriría a no mucho tardar. Tampoco sobraba el tiempo. Antoinette había esperado hasta el último minuto para trasmitir el mensaje, lo que solo le dejaba un estrecho margen para cerrar el trato de los Taurus IV. No más de medio día, o los remolcadores no serían capaces de alcanzarla. Y en ese caso, sería diez veces más difícil resolver el problema y haría falta gastar favores que quedaban más allá del alcance de Xavier.

Pensó una vez más que a Antoinette le gustaba el riesgo.

Devolvió su atención al carguero. No había hecho progresos para resolver el problema del sistema de navegación, pero lo cierto era que ya no provocaba en su mente la misma sensación de tremenda urgencia.

Xavier volvió a teclear en su manga y se reconectó a la subpersona. De inmediato la voz zumbó en su oído. Era como si hubiese estado hablándole todo el rato, incluso cuando ya no la escuchaba.

—¿... fallo que tengo? Insisto de modo enérgico en que solucione el problema dentro del período de tiempo acordado. De incumplir los términos del contrato de reparación, tendrá que afrontar multas de penalización de no más de sesenta mil unidades de Ferris, o de no más de ciento veinte mil si la incapacidad de cumplimiento se debe...

Volvió a desconectar la manga y cayó sobre él un bendito silencio.

Con agilidad, trepó hasta abandonar el chasis del carguero. Salvó de un brinco la corta distancia que lo separaba de uno de los salientes de la plataforma de reparaciones y aterrizó entre herramientas y carretes de cable. Apagó la presilla de sus palmas y se sujetó por sus propios medios, echando un último vistazo al carguero para asegurarse de que no se había dejado encima alguna herramienta importante. No había ninguna.

Xavier abrió un panel de la pared, manchada de aceite, de la dársena. Detrás aparecieron numerosos mandos, enormes botones y sucias palancas que parecían de juguete. Unos controlaban la energía eléctrica y la luz, y otros servían para manejar la presurización y la temperatura. Pero no prestó atención a ninguno de ellos y su palma acabó por posarse sobre una palanca muy prominente marcada de color escarlata: el control que soltaba las abrazaderas de amarre.

Xavier dirigió su mirada hacia el transporte. Lo que iba a hacer resultaba increíblemente estúpido. Un poco de trabajo adicional (una hora o así, quizá) y tendría muy buenas posibilidades de dar con el fallo. Entonces el carguero podría seguir su camino, no habría ninguna penalización y la caída en la insolvencia de la tienda de reparaciones se detendría, al menos durante un par de semanas más.

Sin embargo, había que enfrentarse a la posibilidad de que siguiera trabajando durante las cinco horas que le quedaban, y que aun así no hallase el problema. Entonces vendrían las penalizaciones, no superiores a ciento veinte mil ferris, como le había informado amablemente el propio carguero, como si conocer el límite superior suavizara de algún modo el palo. Y tendría cinco horas menos para preparar el rescate de Antoinette.

Realmente, no había color.

Xavier bajó la palanca escarlata. Notó cómo entraba en su nueva posición con un chasquido metálico anticuado y muy satisfactorio. De inmediato, comenzaron a destellar por todo el muelle unas luces naranjas de advertencia. En su casco sonó una alarma para recordarle que se mantuviera bien apartado del metal en movimiento.

Las abrazaderas se plegaron en veloz ráfaga, como relés telegráficos. Durante un instante el carguero quedó mágicamente suspendido en el aire. Entonces la fuerza centrífuga se impuso y, con algo similar a la majestuosidad, la esquelética nave espacial emergió del muelle de reparaciones con tanta suavidad y elegancia como una lámpara de araña en descenso. Pero Xavier no pudo disfrutar de la imagen del carguero perdiéndose en la distancia, ya que la rotación del carrusel lo apartó de su campo de visión. Podía esperar hasta la siguiente órbita, pero tenía cosas que hacer.

Sabía que el carguero estaba indemne. Cuando se alejara de Copenhague, sin duda otro especialista en reparaciones se encargaría de él y probablemente en pocas horas retomara su camino hacia la Casa Correctiva con su carga de pasajeros con mutaciones pasadas de moda.

Desde luego, sería un auténtico infierno tener que indemnizar a las numerosas partes implicadas: los propios pasajeros, si llegaban a enterarse de lo ocurrido; Swift-Augustine, el hábitat que los había enviado; el cártel dueño de la nave; puede que incluso la propia Casa Correctiva, por poner el peligro a sus clientes.

Que se fueran todos a la mierda. Había recibido un mensaje de Antoinette, y eso era lo único que importaba.

8

Clavain contempló las estrellas.

Se encontraba en el exterior del Nido Madre, solo, posado cabeza arriba o cabeza abajo (no podía decidirse en uno u otro sentido) sobre la superficie prácticamente ingrávida del cometa ahuecado. No había ningún otro ser humano a la vista en cualquier dirección y, de hecho, ni tan siquiera pruebas de alguna presencia humana. Un observador casual que espiara a Clavain se vería obligado a suponer que lo habían abandonado cruelmente en la superficie del cometa, sin nave, alimentos ni refugio. No había evidencia alguna del enorme mecanismo de relojería que giraba en el corazón del cometa.

El cuerpo celeste rotaba lentamente, de modo que la pálida gema que era Épsilon Eridani se alzaba sobre el horizonte de Clavain. Era el astro más brillante del firmamento, pero seguía pareciéndose más a una estrella que a un sol. Sintió el inmenso frío del espacio que se extendía entre la estrella y él. Estaba apenas a 100 unidades astronómicas, una minucia comparada con las distancias interestelares, pero aun así le producía escalofríos. Nunca había perdido esa mezcla confusa de admiración y terror que surgía en él cuando se enfrentaba a las distancias típicamente descomunales del espacio.

Una luz llamó su atención. Era un parpadeo casi imperceptible en un punto del plano de la eclíptica, a una mano de distancia de Eridani. Ahí estaba de nuevo: una nítida y repentina chispa en el límite de sensibilidad; no se lo estaba imaginando. A continuación llegó otro destello, a poca distancia de los dos primeros. Clavain ordenó a la visera de su casco que apantallara la luz del sol, para que sus ojos no tuvieran que lidiar con un rango dinámico de brillo tan amplio. El visor obedeció y tapó la estrella con una precisa máscara negra, igual que si se hubiese quedado mirando fijamente al sol durante demasiado tiempo.

Sabía lo que estaba contemplando. Era una batalla espacial a decenas de horas luz de distancia. Las naves implicadas debían de estar repartidas por un volumen de espacio de varios minutos luz de un extremo a otro, disparándose las unas a las otras con pesadas armas relativistas. De encontrarse en el Nido Madre, podría haberse conectado a la base de datos táctica general para recabar información sobre los activos que estuvieran patrullando ese sector del sistema solar. Pero no le revelaría nada que no pudiera deducir por sí mismo.

Los destellos procedían en su mayoría de naves agonizantes. De vez en cuando alguno podía corresponder al disparo pulsante de un fusil de raíles demarquista, torpes cañones de aceleración lineal de mil kilómetros de largo. Había que darles energía mediante la detonación de una sucesión de bombas de fusión de cobalto. El estallido hacía átomos el fusil de raíles, pero no antes de que hubiese acelerado hasta el setenta por ciento de la velocidad de la luz una bala de hidrógeno metálico estabilizado del tamaño de un tanque, que navegaba justo por delante de la onda de aniquilación.

Los combinados disponían de armas de similar eficacia, pero que extraían su pulso de alimentación del propio espacio-tiempo. Se podían disparar más de una vez y se apuntaban a mayor velocidad. Y no soltaban destellos al disparar.

Clavain sabía que un análisis espectroscópico de la luz de cada una de esas chispas hubiese revelado su origen, pero no le hubiera sorprendido descubrir que la mayoría era producida por impactos directos contra los cruceros demarquistas.

El enemigo moría ahí fuera. Moría de modo instantáneo, en explosiones tan rápidas y brillantes que no cabía el dolor ni la comprensión de que había sobrevenido la muerte. Pero un final indoloro era un triste consuelo. Había muchas naves en ese escuadrón; los supervivientes debían de estar contemplando la destrucción de las naves de sus compatriotas y se preguntaban quién sería el próximo. No podían saber cuándo partía un proyectil en su dirección, y nunca se enterarían de su llegada.

Desde donde se encontraba Clavain, era como ver fuegos artificiales sobre una ciudad lejana. De los colores de Agincourt a las llamas de Guernica, pasando por la pura luz brillante de Nagasaki, como una espada purificadora que refleja el sol, y las estelas de condensación de la elevación de Tarsis, hasta llegar al destello distante de pesadas armas relativistas contra un fondo estelar de color negro azabache, a principios del siglo XXVII: Clavain no necesitaba que le recordaran que la guerra era atroz, pero de lejos también podía poseer una terrible belleza cauterizadora.

La batalla se hundió en el horizonte. Pronto desaparecería, dejando un firmamento que los problemas humanos aún no habían ensuciado.

Pensó en lo que había descubierto sobre el Consejo Cerrado. Remontoire (con la aprobación tácita de Skade, imaginaba Clavain) le había revelado parte del cometido que se esperaba de él. No lo querían dentro del Consejo Cerrado solo para poder mantenerlo apartado del peligro, no. Necesitaban que Clavain colaborara en una operación delicada. Se trataría de una acción militar que tendría lugar más allá del sistema de Épsilon Eridani, y estaba relacionada con la recuperación de cierto número de objetos que habían caído en las manos equivocadas.

Remontoire no podía explicarle de qué objetos se trataba, solo que su recuperación (y eso implicaba que en algún momento se habían perdido) era vital para la seguridad futura del Nido Madre. Si quería enterarse de más (y tenía que hacerlo para ser de utilidad al Nido Madre), tendría que unirse al Consejo Cerrado. Sonaba demasiado sencillo. Ahora que reflexionaba en ello, solo sobre la superficie del planeta, tenía que admitir que probablemente lo fuera. Sus reparos no guardaban proporción con los hechos.

Y aun así, no pudo convencerse de confiar del todo en Skade. Sabía más que él y así seguirían las cosas aunque aceptara unirse al Consejo Cerrado. Sí que estaría una capa más cerca del Sanctasanctórum, pero continuaría sin estar dentro... ¿y quién decía que no había capas adicionales detrás de esa?

La batalla rugió de nuevo, esta vez sobre el horizonte opuesto. Clavain la observó diligentemente, y se fijó en que los destellos eran ya mucho menos frecuentes. El enfrentamiento tocaba a su fin, y era casi seguro que los demarquistas habían sufrido las peores pérdidas. Incluso era posible que el bando de Clavain no hubiera tenido bajas. Los supervivientes enemigos pronto se arrastrarían de regreso a sus respectivas bases, esforzándose por evitar nuevos enfrentamientos en el camino. No pasaría mucho tiempo antes de que la batalla figurase en una transmisión de propaganda, con la realidad tergiversada para extraer una gotita de optimismo de aquella abrumadora derrota demarquista. Ya había visto miles de veces cómo sucedía; habría más batallas como aquella, pero no muchas. El enemigo estaba perdiendo. Llevaban años en el lado equivocado de la balanza. Entonces, ¿por qué había de preocuparse nadie por la seguridad futura del Nido Madre?

Sabía que solo tenía un modo de averiguarlo.

La gabarra encontró su hueco en el borde y se aproximó a él con infalible precisión mecánica. Clavain desembarcó bajo gravedad estándar, y tuvo la respiración entrecortada durante unos minutos, hasta que se acostumbró al esfuerzo.

Se abrió paso por una tortuosa ruta de pasillos y desniveles. Había por allí otros combinados, pero no le prestaron una especial atención. Cuando notó la estela de sus pensamientos y tanteó la impresión que les producía, solo detectó un discreto respeto y admiración, quizá levemente atemperados por la compasión. La población en general no sabía nada de los esfuerzos de Skade por atraerlo al Consejo Cerrado.

Los pasillos eran cada vez más oscuros y estrechos. Sus espartanas paredes grises estaban recubiertas de conductos, paneles y, de vez en cuando, un tubo de rejilla por el que rugía un aire cálido. Las máquinas retumbaban bajo sus pies y por detrás de los muros. La iluminación era escasa e intermitente. Clavain no atravesó en ningún momento una puerta restringida o similar, pero la impresión general para cualquiera poco familiarizado con aquella parte de la rueda sería la de haberse extraviado en alguna sección de mantenimiento un tanto intimidatoria. Algunos podían llegar tan lejos, pero la mayoría hubiese dado media vuelta y seguiría caminando hasta que se encontrara en una zona más acogedora.

Clavain siguió adelante. Había llegado a una parte de la rueda que no aparecía registrada en ningún plano o mapa. La mayor parte de los ciudadanos del Nido Madre no sabían nada sobre su existencia. Se acercó a un mamparo de color bronce verdoso donde no había vigilancia ni marcas especiales. Cerca tenía una gruesa rueda de metal con tres radios. Clavain sujetó la rueda por dos de los radios y tiró de ella. Durante un momento se resistió (nadie había pasado por allí en un tiempo), pero al fin cedió y recobró su movilidad. Clavain la empujó hasta que giró sola. La puerta del mamparo se liberó como un tapón, goteando condensación y lubricante. Cuando Clavain volteó más la rueda, el tapón se hizo a un lado sobre su bisagra para permitir el paso. El tapón era como un gigantesco émbolo achaparrado, con los laterales pulidos hasta alcanzar un brillante reflejo hermético.

Other books

Crescent Dawn by Cussler, Clive; Dirk Cussler
The Military Mistress by Melody Prince
The Taming of the Queen by Philippa Gregory
Groomless - Part 3 by Sierra Rose
Seven Years by Peter Stamm
Where the Heart Belongs by Sheila Spencer-Smith
The Man with the Iron Heart by Harry Turtledove
Ice Rift by Ben Hammott