El Arca de la Redención (20 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

Así que Galiana había pasado a la siguiente fase. Los primitivos ingenieros informáticos habían descubierto que ciertas clases de problemas se podían abordar mejor mediante ejércitos de ordenadores unidos en paralelo, que compartieran datos entre nodos. Galiana persiguió este objetivo con sus sujetos potenciados neuronalmente y estableció corredores de datos entre sus mentes. Les permitió compartir sus recuerdos, experiencias e incluso el procesado de ciertas tareas mentales como el reconocimiento de patrones.

Fue este experimento, fuera de control (corría desbocado de mente en mente y subvertía las máquinas neuronales que ya estaban en funcionamiento) el que condujo al suceso conocido como Transiluminación y, no sin cierta lógica, a la primera guerra contra los combinados. La Coalición por la Pureza Neuronal había acabado con los aliados de Galiana y la obligó a recluirse en un pequeño corrillo de laboratorios fortificados dentro de la Gran Muralla Marciana.

Fue allí, en 2190, cuando conoció a Clavain, que en aquel momento era su prisionero. Fue allí donde nació Felka, algunos años después. Y fue allí donde Galiana pasó a la tercera fase de sus experimentos. Siguiendo aún el ejemplo de los primitivos ingenieros informáticos, quería explorar lo que se podía obtener de una aproximación a la mecánica cuántica.

Los ingenieros informáticos de finales del siglo XX y comienzos del XXI (apenas salidos de la era de los engranajes, en lo que a Galiana concernía) habían recurrido a principios cuánticos para romper problemas que, de lo contrario, hubiesen sido irresolubles, como por ejemplo la tarea de hallar los factores primos de números muy grandes. Un ordenador convencional, e incluso una tropa de computadoras que compartieran la tarea, no tenían posibilidad realista de hallar los números primos antes del final eficaz del universo. Y aun así, con el equipo adecuado (una torpe improvisación de prismas, lentes, láseres y procesadores ópticos sobre una mesa de laboratorio) era posible lograrlo en cuestión de milisegundos.

Se produjeron fieros debates sobre qué estaba ocurriendo con exactitud, pero nadie ponía en duda que realmente se estaban localizando los números primos. La explicación más simple, y para la que Galiana nunca había encontrado motivos de duda, era que los ordenadores cuánticos estaban repartiendo la tarea entre infinitas copias de sí mismos, repartidas por universos paralelos. Conceptualmente lo dejaba a uno pasmado, pero era la única explicación razonable. Y no se trataba de algo que se hubieran sacado de la manga para justificar un resultado desconcertante; la idea de los mundos paralelos había sido, cuando menos, un concepto fundamental de la teoría cuántica desde hacía mucho tiempo.

Así que Galiana había tratado de hacer algo similar con las mentes humanas. La cámara del Exordio era un artilugio diseñado para acoplar uno o más cerebros mejorados en un sistema cuántico coherente: una barra de rubidio levitada magnéticamente que era empujada sin cesar a ciclos de coherencia y colapso cuántico. Durante cada episodio de coherencia, la barra alcanzaba un estado de superposición de infinitas contrapartidas de sí misma, y en ese momento se trataba de alcanzar un acoplamiento neuronal. El intento siempre obligaba a la barra a colapsar a un estado macroscópico, pero no era algo instantáneo. Había un instante en el que parte de la coherencia de la barra se colaba en las mentes conectadas, colocándolas en superposición débil con sus propias contrapartidas de un mundo paralelo.

Galiana confiaba en que en ese momento se produjese algún cambio perceptible del estado de consciencia que experimentaban los participantes. Sin embargo, sus teorías no predecían qué cambio sería ese.

Y, al final, resultó no parecerse a nada de lo que ella esperaba.

Galiana nunca había hablado con Felka en detalle sobre sus impresiones, pero esta había descubierto lo suficiente como para saber que su propia experiencia debía de haber sido similar, a grandes rasgos. Cuando el experimento comenzaba, con el sujeto o sujetos tumbados sobre sofás en la cámara y sus cabezas succionadas en las fauces abiertas de unas dragas de interfaz neuronal de alta resolución, aparecía un presentimiento, como el aura que precede a un inminente ataque epiléptico.

Después asomaba una sensación que Felka nunca había sido capaz de describir de forma adecuada lejos del experimento. Todo lo que podía decir era que, de pronto, sus pensamientos se hacían plurales, como si detrás de toda idea detectara el débil eco coral de otras, casi idénticas, que la seguían de cerca. No notó una infinidad de tales pensamientos, pero sí, tenuemente, que convergían en... algo... y al mismo tiempo que divergían. Estaba, en ese instante, en contacto con otras contrapartidas de sí misma.

Entonces empezaba a suceder algo mucho más extraño. Las impresiones se unían y se solidificaban, como los fantasmas que surgen tras horas de privación sensorial. Fue consciente de algo que se extendía por delante de ella, en una dimensión que no lograba visualizar del todo pero que, no obstante, englobaba una tremenda sensación de distancia y lejanía.

Su mente podía captar vagas pistas sensoriales y arrojar una especie de esquema familiar sobre ellas. Veía un largo pasillo blanco que se extendía hacia el infinito, bañado por una débil luz incolora, y sabía, sin poder expresar por qué motivo, que lo que estaba viendo era un paso al futuro. Había numerosas puertas o aberturas de color pálido, cada una de las cuales se abría a una época más remota en el futuro y que recorrían el pasillo. Galiana nunca había pretendido abrir una puerta a ese corredor, pero parecía que lo había hecho posible.

Felka sentía que no era posible atravesar el pasillo, que uno solo podía quedarse en el extremo y escuchar los mensajes que llegasen por él.

Porque había mensajes.

Al igual que el pasillo, se veían filtrados por sus propias percepciones. Era imposible decir de cuánta distancia en el tiempo provenían, o qué aspecto exacto tenía el futuro que los había enviado. ¿Era posible que un futuro en particular se comunicara con el pasado sin provocar paradojas? Al tratar de responder a eso, Felka se había topado con el trabajo casi olvidado de un físico llamado Deutsch, que había publicado sus pensamientos doscientos años antes de los experimentos de Galiana. Deutsch había planteado el modo de ver el tiempo no como un río que fluye, sino como una serie de instantáneas estáticas y dispuestas una detrás de otra para formar espacio-tiempos en los que el flujo del tiempo solo era una ilusión subjetiva. El esquema de Deutsch permitía de modo explícito el viaje hacia atrás en el tiempo, con la conservación del libre albedrío y sin paradojas. La clave era que un «futuro» en particular solo se podía comunicar con el «pasado» de otro universo. Vinieran de donde vinieran esos mensajes, no pertenecían al futuro de Galiana. Podían llegar de uno muy parecido, pero nunca al que alcanzarían con el tiempo. Tanto daba. La naturaleza exacta del futuro tenía poca importancia comparada con el contenido de los propios mensajes.

Felka nunca había sabido cuál era el texto preciso de los mensajes recibidos por Galiana, pero podía imaginarlo. Probablemente eran del mismo estilo de los que habían llegado durante el breve período en el que ella misma había participado.

Eran instrucciones para hacer cosas pero, más que planos detallados, pistas o señales que los empujaban en la dirección correcta. A veces órdenes o advertencias. Pero para cuando esas distantes transmisiones alcanzaban a los participantes de los experimentos del Exordio, se habían reducido a ecos apenas comprensibles, corruptos como jugar a una cadena de susurros, entremezclados y cosidos a decenas de mensajes interpuestos. Era como si solo existiera un conducto abierto entre el presente y el futuro, con un ancho de banda limitado. Cada mensaje enviado reducía la capacidad potencial para los demás. Pero lo realmente alarmante no era el contenido de los mensajes en sí, sino lo que Felka había atisbado detrás de ellos. Había sentido una mente.

—Contactamos con algo —le dijo a Remontoire—. O más bien algo contactó con nosotros. Bajó por el pasillo y rozó nuestras mentes. Llegó a la vez que recibíamos las instrucciones.

—¿Y esa era la cosa malvada?

—No se me ocurre otro modo de describirlo. Solo por encontrarla, meramente por compartir sus pensamientos durante un instante, casi todos nos volvimos locos o acabamos muertos. —Miró su reflejo en la pared de cristal—. Pero yo sobreviví.

—Fuiste afortunada.

—No, no fue por suerte. No del todo. Yo había reconocido a la cosa, de modo que el impacto de encontrarla no fue tan absoluto. Y aquello también me reconoció a mí. Me retiré en cuanto tocó mi mente, y se concentró en los demás.

—¿Qué era? —preguntó Remontoire—. Si lo reconociste...

—Ojalá no lo hubiera hecho. Desde entonces he tenido que vivir con ese instante de revelación, y no ha sido fácil.

—¿Entonces qué era? —insistió.

—Creo que era Galiana —dijo Felka—. Creo que era su mente. —¿En el futuro?

—En un futuro. No el nuestro, o al menos no del todo. Remontoire sonrió incómodo.

—Galiana está muerta. Los dos sabemos eso. ¿Cómo podría su mente haber hablado contigo desde el futuro, aunque fuese un futuro algo diferente del nuestro? No podría ser tan distinto.

—Lo ignoro. ¿Quién sabe? Y sigo preguntándome cómo se volvió así.

—¿Y por eso lo dejaste?

—Tú hubieras hecho lo mismo. —Felka observó cómo el ratón tomaba un desvío erróneo, no el que ella confiaba que tomase—. Estás enfadado conmigo, ¿verdad? Crees que la traicioné.

—Independientemente de lo que acabas de decirme, sí. Supongo que lo pienso. —Su tono se había suavizado.

—No te culpo. Pero tenía que hacerlo, Remontoire. Tuve que hacerlo una vez. No me arrepiento en absoluto, aunque desearía no haber aprendido aquello.

Remontoire susurró:

—¿Y Clavain... sabe algo de esto?

—Por supuesto que no. Sería fatal para él.

Hubo un golpe de nudillos contra la madera. Clavain se abrió paso hasta la cámara y echó un vistazo al laberinto antes de dirigirse a ellos. —Así que hablando de mí a mis espaldas otra vez, ¿eh? —En realidad no estábamos hablando de ti para nada —dijo Felka. —Qué desilusión.

—Sírvete algo de té, Clavain. Todavía debe de estar caliente.

Clavain aceptó la taza que ella le ofrecía.

—¿Hay algo que queráis comentarme de lo acaecido en la reunión del Consejo Cerrado?

—No podemos mencionar los detalles —explicó Remontoire—. Todo lo que puedo decir es que hay considerables presiones para que te unas al consejo. Algunas de esas presiones provienen de combinados que creen que tu lealtad al Nido Madre estará siempre en tela de juicio hasta que dejes de ir por tu cuenta.

—Qué cara más dura.

Remontoire y Felka intercambiaron miradas.

—Quizá... —dijo Remontoire—. También están aquellos, tus aliados, imagino, que creen que has demostrado más que sobradamente tu lealtad a lo largo de los años. —Eso está mejor.

—Pero a ellos también les gustaría tenerte en el Consejo Cerrado —intervino Felka—. Tal como lo ven, una vez estés en el consejo no podrás ir por ahí lanzándote a situaciones peligrosas. Lo ven como un modo de salvaguardar un valioso recurso.

Clavain se rascó la barba.

—Entonces, lo que decís es que no puedo ganar de ninguna forma, ¿es eso?

—Hay una minoría que se sentiría bastante feliz de seguir viéndote fuera del Consejo Cerrado —explicó Remontoire—. Algunos son tus firmes aliados. Otros, por el contrario, creen que dejar que continúes jugando a los soldaditos es el modo más sencillo de que acabes muerto.

—Es bonito ver cuánto se me aprecia. ¿Y qué pensáis vosotros?

Remontoire habló en voz baja:

—El Consejo Cerrado te necesita, Clavain. Ahora más que nunca.

Felka notó que algo mudo se transmitía entre ellos. No era comunicación neuronal, sino algo mucho más antiguo, algo que solo podían comprender los amigos que se conocían y que confiaban el uno en el otro desde hacía mucho tiempo.

Clavain asintió con seriedad y entonces miró a Felka.

—Ya conoces mi postura —dijo ella—. Os conozco a Remontoire y a ti desde mi infancia en Marte. Estabas allí por mí, Clavain. Regresaste al nido de Galiana y me salvaste cuando ella creía que no quedaba esperanza. Nunca me diste por perdida durante todos los años posteriores. Me convertiste en algo distinto a lo que era. Me hiciste persona.

—¿Y ahora?

—Galiana ya no está aquí —dijo ella—. Ese es un vínculo menos con mi pasado, Clavain. No creo que pudiera soportar la pérdida de otro.

En un atracadero de reparaciones del borde del Carrusel Nueva Copenhague, en la línea de hábitat más externa del Cinturón Oxidado alrededor de Yellowstone, Xavier Liu estaba teniendo considerables problemas con los monos. El encargado de la tienda, que no era ningún mono sino un orangután mejorado, había sacado del taller a todos los monos ardilla de Xavier sin apenas avisar. No tenía problemas con Xavier (sus relaciones laborales siempre habían sido buenas), pero había ordenado a los operarios que no trabajaran en solidaridad con un grupo de monos colobos que hacía huelga en una lejana sección del borde. Por lo que Xavier se había enterado, la disputa guardaba relación con unos lémures que estaban trabajando por sueldos inferiores a los que marcaba el sindicato y, por lo tanto, robando trabajo a los primates superiores.

Era la clase de cosas que podían resultar medianamente interesantes, incluso divertidas, si no fuera porque afectaban a su último trabajo. Pero eso era algo que venía dado con la zona, reflexionó Xavier. Si no le gustaba trabajar con monos, simios o prosimios, o incluso un ocasional grupo de perezosos enanos, no debería haber elegido montar su negocio en el Carrusel Nueva Copenhague.

La línea exterior de hábitat era un multitudinario toro gris que giraba dentro del Cinturón Oxidado, la destartalada procesión de hábitat y restos destripados que, a pesar de todo lo sucedido, seguía orbitando Yellowstone. Los hábitat eran ya de todas las formas y tamaños incluso antes de comenzar a padecer la antigüedad, el sabotaje y las colisiones. Algunos eran enormes cilindros o esferas llenos de aire, adornados con espejos y delicados toldos dorados. Otros habían sido construidos sobre pequeños asteroides o fragmentos de cometas que ejércitos de skyjacks habían situado en órbita alrededor de Yellowstone. A veces los hábitats se adentraban profundamente en esos cimientos sólidos, y transformaban sus núcleos rocosos en una confusión de vertiginosas plazas y espacios públicos llenos de aire. Otros estaban construidos principalmente en la superficie, para facilitar el acceso al espacio local en ambos sentidos. Esas comunidades de cúpulas de baja gravedad se amontonaban juntas como huevos de rana, salpicadas por las luces iridiscentes, verdes y azules de las biomas en miniatura. Por lo general, las cúpulas mostraban signos de reparaciones apresuradas: cicatrices y telarañas de sellante epoxídico de urgencia, o de espuma de diamante. Algunos no habían vuelto a ser sellados y su interior estaba oscuro y desprovisto de vida, como las cenizas de un incendio.

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