El Arca de la Redención (23 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

Detrás, la oscuridad era aún mayor. Clavain superó el borde de medio metro del mamparo, agachándose para evitar rasparse el cuero cabelludo contra el dintel. El metal se notaba frío al tacto. Se sopló los dedos hasta notarlos menos entumecidos.

Una vez dentro, Clavain se cubrió los dedos con la manga e hizo girar una segunda rueda hasta que el mamparo volvió a quedar firmemente sellado. Después dio unos cuantos pasos más en la penumbra. Unas débiles luces verdes surgieron por fases, vacilando en las tinieblas.

La cámara era inmensa, baja y alargada como un almacén de pólvora. Resultaba discernible la curva del borde del anillo: las paredes se arqueaban hacia arriba y el suelo se doblaba con ellas. En la distancia se extendían hilera tras hilera de arquetas de sueño frigorífico.

Clavain sabía cuántos había exactamente: ciento diecisiete. Ciento diecisiete personas habían regresado del espacio profundo a bordo de la nave de Galiana, pero todos estaban más allá de cualquier posibilidad razonable de resucitación. En muchos casos, la violencia infligida sobre la tripulación había sido tan extrema que los despojos solo se pudieron separar mediante comparación genética. Aun así, sin importar lo escasos que fueran sus restos, cada individuo había sido depositado en una única arqueta de sueño frigorífico.

Clavain avanzó por un lateral, entre las filas de ataúdes. El suelo de rejilla crujía bajo sus pies y las arquetas resonaban con suavidad. Seguían operativas, pero únicamente porque se consideraba aconsejable mantener los cadáveres congelados, no porque hubiese ninguna esperanza realista de revivir a alguno de ellos. No había señales de maquinaria lupina activa incrustada en los restos (salvo en un caso, claro), pero eso no significaba que no pudieran quedar parásitos lupinos microscópicos latentes, acechando justo detrás del umbral de detección. Podrían haber incinerado los cuerpos, pero eso hubiese eliminado la posibilidad de aprender algún día cosas sobre los lobos. Si algo se podía asegurar del Nido Madre, es que era prudente.

Clavain alcanzó la arqueta de sueño frigorífico de Galiana. Estaba separada de los demás y erigida sobre un pedestal bajo inclinado. La compleja maquinaria, corroída y expuesta a la vista, recordaba un ornamentado bajorrelieve grabado en la piedra. Traía a la mente la imagen del ataúd de una reina hada, una monarca valiente y muy querida, que había defendido a los suyos hasta el fin y que ahora descansaba en la muerte, rodeada por sus caballeros más leales, sus consejeros y sus damas de honor. La parte superior de la arqueta era transparente, así que parte de la efigie silueteada de Galiana resultaba visible mucho antes de que uno se hallara delante del propio ataúd. Parecía aceptar su destino con serenidad, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza alzada hacia el techo, lo que acentuaba la fuerte y noble línea de su mandíbula. Tenía los ojos cerrados y la frente despejada. Su larga cabellera de mechas grises descansaba en oscuros hoyos a ambos lados de su rostro. Mil millones de partículas de hielo brillaban sobre su piel, titilando con destellos de colores pastel: azul, rosa y verde claro, según cambiaba el ángulo de visión de Clavain. Parecía exquisitamente hermosa y delicada en la muerte, como si estuviera moldeada de azúcar. Le entraron ganas de llorar.

Clavain tocó la fría tapa del ataúd y sus dedos resbalaron por la superficie, dejando cuatro débiles surcos. Se había imaginado mil veces lo que le diría si alguna vez emergía de la presa del lobo. No habían vuelto a derretirla tras aquella breve ocasión tras de su regreso, pero eso no significaba que no pudiera ocurrir de nuevo, aunque tuvieran que pasar años o siglos. Una y otra vez Clavain se había preguntado qué le diría a Galiana si esta brillara a través de la máscara, aunque solo fuera por unos instantes. Se preguntaba si se acordaría de él y de las cosas que habían compartido. ¿Recordaría al menos a Felka, que estaba tan cerca de ser su hija que casi no había diferencia?

No tenía sentido pensar en ello. Sabía que no volvería a hablar con ella.

—Ya he tomado una decisión —dijo, mientras veía ante sí el vaho de su propio aliento—. No sé si lo aprobarías, ya que nunca hubieses aceptado que algo como el Consejo Cerrado pudiera siguiera llegar a existir. Dicen que la guerra lo hizo inevitable, que las exigencias de las operaciones secretas nos obligaron a compartimentar nuestro pensamiento. Pero el consejo ya estaba ahí antes de que estallara la guerra, bajo una forma incipiente. Siempre hemos tenido secretos, incluso para nosotros mismos. —Tenía los dedos muy fríos—. Lo hago porque creo que va a suceder algo malo. Si es algo a lo que hay que poner freno, haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que así sucede. Si no se puede evitar, haré lo posible para guiar al Nido Madre en la crisis que lo aguarde. Pero no podré hacer nada de eso desde fuera.

«Nunca me he sentido tan incómodo con una victoria como ahora, Galiana, y tengo la sensación de que tu pensarías de manera similar. Siempre solías sospechar de cualquier cosa que pareciera demasiado simple, todo lo que se asemejara a una estratagema. Lo sé bien, caí una vez en uno de tus trucos.

Notó un escalofrío. De pronto tenía mucho frío y la desagradable sensación de que lo estaban vigilando. A su alrededor, las arquetas de sueño frigorífico seguían resonando. Los bancos de luces e indicadores de estado no habían cambiado.

De pronto, Clavain supo que no quería pasar mucho más rato en la cripta.

—Galiana —dijo, con más celeridad de lo que hubiera deseado—, tengo que hacerlo. Tengo que acceder a la petición de Skade, para bien o para mal. Solo espero que lo comprendas.

—Lo comprenderá, Clavain.

Clavain se giró bruscamente, pero en el acto de volverse comprendió que conocía aquella voz y que no había nada de lo que asustarse.

—Felka. —Su alivio era absoluto—. ¿Cómo me has encontrado?

—Supuse que estarías aquí abajo, Clavain. Sabía que Galiana siempre sería la persona con quien hablases en el último momento.

Felka había entrado en silencio en la cripta. Clavain se fijó entonces en que la puerta del fondo estaba entreabierta: lo que le había hecho estremecerse eran las corrientes de aire al abrirse el sótano.

—No sé por qué estoy aquí —dijo Clavain—. Sé que está muerta.

—Ella es tu conciencia, Clavain.

—Por eso la amaba.

—Todos la amábamos. Por eso aún parece seguir viva y guiarnos. —Felka se encontraba ya a su lado—. No es malo que bajes hasta aquí. No provoca que te tenga en menor estima o te pierda el respeto.

—Creo que ahora sé lo que debo hacer.

Ella asintió, como si simplemente le hubiese comentado la hora que era. —Vamos, salgamos de aquí. Hace demasiado frío para los vivos. Galiana no se lo tomará a mal.

Clavain la siguió hasta la puerta de salida de la cripta.

Cuando se encontraron al otro lado, activó la rueda y selló la enorme tapa con forma de pistón, encerrando los recuerdos y los fantasmas allí donde pertenecían.

Clavain fue conducido a la cámara privada. Al cruzar el umbral notó cómo, con un único suspiro agonizante, caía de su mente el trasfondo de un millón de pensamientos del Nido Madre. Se imaginó que la transición debía de resultar traumática para muchos combinados, pero incluso si no acabara de llegar del lugar de descanso de Galiana (donde se aplicaba el mismo tipo de exclusión), no lo habría encontrado más que un poco molesto. Había pasado demasiado tiempo en los confines de la sociedad combinada como para que le preocupara la ausencia de otros pensamientos en su cabeza.

Por supuesto, no estaba completamente solo. Notó las mentes de los que estaban en la cámara, aunque las restricciones habituales del Consejo Cerrado sólo le permitían explorar la zona más superficial de sus pensamientos. La cámara en sí no tenía nada destacable: una amplia esfera con muchos asientos, distribuidos en plateas concéntricas que casi alcanzaban el cielo de la sala. El suelo era plano y de un color gris brillante, y en el centro de la cámara había colocada una única y austera silla. La silla era sólida y se fusionaba sin costuras con el suelo, como si la hubieran empujado desde abajo.

[Clavain]. Era Skade. Estaba de pie, en la punta de una lengua que sobresalía de un lado de la cámara.

¿Sí?

[Siéntate en la silla, Clavain].

El atravesó el suelo resplandeciente y sus suelas rechinaron al tocar el material. Era inevitable que la atmósfera pareciera judicial; lo mismo podía estar caminando hacia el patíbulo.

Clavain se acomodó en la silla, que era tan cómoda como aparentaba. Cruzó las piernas y se rascó la barba.

Quitémonos esto de encima lo antes posible, Skade.

[Todo a su debido tiempo, Clavain. ¿Comprendes que la carga del conocimiento conlleva la responsabilidad adicional de mantener ese conocimiento a salvo? ¿Que una vez hayas aprendido los secretos del Consejo Cerrado, no podrás ponerlos en peligro, arriesgándote a ser capturado por el enemigo? ¿Y que ni siquiera se puede tolerar que se comuniquen esos secretos a otros combinados?].

Sé en lo que me estoy metiendo, Skade.

[Solo queremos asegurarnos, Clavain. No puedes reprochárnoslo].

Remontoire se levantó de su asiento.

[Ha dicho que está listo, Skade. Eso es suficiente].

Ella trató a Remontoire con una falta de sentimientos que Clavain encontró mucho más aterradora que la simple ira. [Gracias, Remontoire]. Tiene razón, estoy listo. Y dispuesto. Skade asintió.

[Entonces prepárate. Estamos a punto de permitir que tu mente acceda a datos hasta ahora excluidos].

Clavain no pudo evitar aferrarse a los reposabrazos de su silla, a pesar de que sabía lo ridículo que era ese instinto. Se sintió igual cuatrocientos años antes, cuando Galiana le presentó por vez primera la Transiluminación. Fue en su nido de Marte, cuando infectó su mente con hordas de máquinas después de que él fuese herido. En aquella ocasión, Galiana le había dado algún indicio y poco más, y en los instantes previos a que lo alcanzara se sintió como un hombre ante el muro rugiente de un tsunami, que cuenta los segundos que le quedan antes de ser engullido. Ahora volvió a experimentar la misma sensación, aunque en este caso no preveía ningún cambio real en su consciencia. Bastaba con saber que estaba a punto de acceder a secretos tan terribles que precisaban capas jerárquicas en una mente de colmena que, por lo demás, era omnisciente.

Esperó... pero no sucedió nada.

[Ya está].

Relajó su presa sobre el asiento. Me siento exactamente igual. [Pero no lo eres].

Clavain miró a su alrededor, a las paredes curvas de la cámara. Nada había cambiado, nada se notaba diferente. Repasó sus recuerdos y no parecía haber nada rondando por ahí que no estuviese ya un minuto antes.

Pues no...

[Antes de que vinieras, antes de que tomaras esta decisión, te permitimos conocer la razón por la que precisábamos tu ayuda, cuestión de recuperar propiedad perdida. ¿No es cierto, Clavain?].

No me habéis dicho qué es lo que estáis buscando, y sigo sin saberlo.

[Eso es porque no te has hecho la pregunta adecuada].

¿Y qué pregunta te gustaría que me hiciera, Skade?

[Pregúntate qué es lo que sabes sobre las armas de la clase infernal, Clavain. Estoy segura de que encontrarás la respuesta muy interesante]. No sé nada sobre ninguna arma de la clase...

Pero titubeó y guardó silencio. Sabía con toda precisión lo que eran las armas de la clase infernal.

Ahora que la información estaba disponible para él, Clavain comprendió que había oído rumores sobre las armas en múltiples ocasiones durante su vida entre los combinados. Los enemigos más resentidos de la facción relataban cuentos con moraleja sobre las reservas ocultas de armas definitivas de los combinados, artilugios del juicio final tan feroces en su capacidad destructiva que apenas habían sido probados y que, ciertamente, nunca habían sido usados en un enfrentamiento real. Se suponía que las armas eran muy antiguas, fabricadas durante la fase inicial de la historia de los combinados. Los rumores diferían en los detalles, pero todas las historias coincidían en algo: se trataba de cuarenta armas y ninguna de ellas era del todo idéntica a las demás.

Clavain nunca se había tomado demasiado en serio los rumores, que suponía originados en algún fragmento olvidado de una campaña de difusión del miedo preparada por las unidades de contraespionaje del Nido Madre. Era impensable que las armas pudieran existir. En todo el tiempo que había estado entre los combinados, no había llegado hasta él ninguna pista oficial de la existencia de tales instrumentos. Galiana nunca había hablado de ellos y, pese a todo, si las armas eran en verdad tan antiguas (databan de la época marciana), no era posible que ella no fuese consciente de su existencia. Pero las armas eran reales.

Clavain repasó sus nuevos y brillantes recuerdos con macabra fascinación. Siempre había sabido que existían secretos dentro del Nido Madre, pero nunca había llegado a sospechar que algo de importancia tan capital pudiera haberse ocultado durante tanto tiempo. Se sintió como si acabara de descubrir una enorme habitación oculta en la casa en que llevaba viviendo casi toda su vida. La sensación de sublimación (y de traición) era importante.

Había cuarenta armas, justo como en las viejas historias. Cada una era un prototipo que aprovechaba un principio excepcionalmente sutil, desagradable y creativo de la física más avanzada. Y Galiana sí que sabía de ellos. Para empezar, había autorizado la creación de las armas en el momento álgido de la persecución sufrida por los combinados. En aquella época, el éxito de sus enemigos solo se debía a su superioridad numérica, y no técnica. Con las cuarenta armas nuevas podría haber hecho borrón y cuenta nueva, pero en el último momento decidió lo contrario: mejor ser borrada de la faz del universo que cargar con un genocidio sobre sus hombros.

Pero la cosa no había terminado allí. El enemigo había cometido errores garrafales, habían tenido golpes afortunados y sucesos imprevistos. La gente de Galiana había sido empujada hasta el borde del abismo, pero nunca había sido eliminada de la historia.

Clavain descubrió que, después de aquello, las armas se guardaron bajo llave para mantenerlas a salvo. Se habían almacenado dentro de un asteroide acorazado situado en otro sistema. Por su mente asomaron turbias imágenes: criptas con barricadas, fieros vigilantes cibernéticos, peligrosas trampas y ardides. Estaba claro que Galiana temía a esas armas tanto como a sus enemigos y, aunque no estaba dispuesta a desmantelarlas, había hecho todo lo posible para apartarlas de un uso inmediato. Por ejemplo, los datos que habían permitido su fabricación habían sido borrados y, al parecer, eso bastaba para evitar cualquier intento futuro de duplicarlas. Si en algún momento las armas volvieran a resultar necesarias (si surgiera otra época de persecución generalizada), ahí seguían para utilizarlas. Pero con esa distancia (años de vuelo espacial), el arreglo llevaba implícito un amplio período para pensárselo bien. Sus cuarenta armas de la clase infernal solo se podrían usar con la mente fría, y así debía ser.

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