El arqueólogo (11 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

—¿Con qué resultados? —gritó impaciente.

—Unos resultados desastrosos. MacDonald convenció a una sociedad bancaria de la capital británica para hacer negocios con esas turquesas sacadas de manera ilegal y sin permiso; pero, por desgracia, el color de las piedras fue apagándose y como consecuencia no se vendieron, los banqueros se fueron a la quiebra y MacDonald se tuvo que ver reducido a la miseria.

Se hizo un silencio y Ubach remató su argumento:

—Ya ve, MacDonald halló la penitencia en el pecado.

El inglés, que había seguido el relato del padre Ubach primero con indiferencia y después con atención, fue bajando la pistola. De este modo, el monje consiguió doblegar la voluntad de aquel saqueador, dentro de las minas de los faraones, sólo con las palabras.

Cuando volvían a salir, Saleh preguntó a Ubach:

—¿Es verdad lo que ha explicado de las turquesas?

—Por supuesto que sí, Saleh.

—¿Y de verdad cree que ese inglés le hará caso y dejará de explotar las minas?

—No, de hecho, no lo creo en absoluto, Saleh, pero yo ya se lo he advertido. Allá él con su conciencia —sentenció Ubach mientras saltaba por encima de las piedras para bajar donde les esperaba el resto de la caravana.

En el horizonte se adivinaba una cortina de arena que se acercaba, era el presagio de una tormenta inminente.

No hizo caso, pero a Saleh le pareció extraño. A pesar de la hora y la tormenta de viento y de arena que se vislumbraba en el lugar de donde venían, vio llegar a un grupo de ocho beduinos. Eran los mismos que ya los habían seguido hasta el oasis de Musa y que ahora también se detenían. Parecía que les seguían la pista. No obstante, lo más probable era que, seguramente, todas las caravanas siguieran el mismo camino para ir al Sinaí o al monasterio de Santa Catalina, y que hicieran las mismas paradas. El aspecto de las túnicas sucias y deshilachadas no dejaba lugar a dudas de que pertenecían a una clase baja y miserable. No tenían camellos y cargaban con los sacos de harina y botas de agua a la espalda, atados con una veta de algodón que les pasaba por la frente. A Saleh no le hacía ninguna gracia llevar aquel tipo de compañía. No iba errado; entre aquellos viajeros andrajosos se encontraba el hombre que los Guardianes habían enviado para seguir los pasos de Saleh, pero ellos no lo sabían.

—Me gustaría explicarle una cosa —le susurró Saleh al oído al padre Ubach, que acababa de bajar del camello.

—Tú dirás. ¿De qué se trata?

—Padre, hace días que quería hablar con usted porque creo que hay algo que debería saber.

El monje lo miró con curiosidad y el beduino continuó.

—Creo que debo explicárselo a usted, más que al padre Vandervorst. No es que no confíe en abuna Joseph, pero…, no sé, me parece que debo decírselo a usted, padre Ubach.

—Adelante, Saleh, me puedes explicar lo que quieras. ¿Qué te preocupa?

—Es una cuestión personal de la que nunca he hablado con nadie —reconoció el joven beduino mientras dirigía su mirada desconfiada al grupo de beduinos que los seguían desde el uadi de las fuentes de Moisés. Ubach no se fijó en que Saleh miraba con desconfianza a aquellos porteadores que ahora descansaban a cierta distancia después de haber cargado sacos y toneles a peso con sus propios brazos por todo el desierto.

—Soy todo oídos —dijo el padre Ubach para animarlo a empezar, dispuesto a escuchar a aquel camellero como quien oye una confesión.

—Hace unos meses fui a trabajar una temporada a El Cairo, al café de mi tío. Una tarde, mientras yo recogía cajas en la trastienda del café, mi tío recibió la visita de dos hombres.

—¿Y qué tiene de raro que tu tío recibiese visitas?

—Nada, abuna, pero esos dos hombres…, cómo se lo diría, eran diferentes.

—¿Diferentes? —preguntó Ubach.

—Sí, no eran del tipo de clientes que frecuentaban el café de mi tío. Iban muy bien vestidos. No quiero decir que los clientes del café fueran hechos unos andrajos, pero ya me entiende: su pose, la forma de caminar, de fumar, de hablar… Eran de otra clase. Uno era alto, delgado, de piel muy oscura y con un bigotito recortado que no sobresalía de las comisuras de los labios. El otro era más gordito, con el cabello corto, rizado y pegado al cráneo. Estaban sentados en la mesa hablando cuando, de golpe, una fuerte explosión en el local de al lado hizo retumbar las paredes y la onda expansiva los mató a los tres, incluido mi tío Abdul.

—Vaya, lo siento, Saleh. Te acompaño en el sentimiento. Debes de echarlo mucho de menos. Me lo imagino. Esta noche rezaré por tu tío.

—Oh, muchas gracias, padre. Sí que lo he echado mucho de menos, porque, en cierto modo, el tío Abdul fue como un padre para mí, pero… eso no es exactamente lo que quería explicarle.

—¿Ah, no? Pues cuenta, cuenta. —Ubach pensaba que Saleh necesitaba hablar de la pérdida de su tío y compartir la angustia que lo había acompañado durante tantos meses.

—Resulta que mi tío y estos hombres estaban cerrando un trato, un negocio para adquirir unas piezas que me parecieron muy valiosas. Unas reliquias que a usted, abuna, podrían interesarle.

—Y ¿de qué se trata, Saleh? ¿Cómo son esas reliquias? —preguntó Ubach frunciendo el ceño para demostrar su interés.

—Son tres prendas de vestir de colores vivos, holgadas, que llegan hasta la mitad de la rodilla.

—¿Eran como unas túnicas?

—Sí…, unas túnicas. Dos parecían de adulto, y una era pequeña, como para un niño. Tenían bastante valor…

—¿Y de dónde salieron esas túnicas? —quiso saber Ubach.

—Hablaban de la iglesia de Abu Serga… ¿Le dice algo?

A Ubach empezaron a sudarle las manos y a brillarle los ojos. No creía que fuera posible que su camellero le estuviera hablando de justo lo mismo que le había rondado la cabeza desde hacía un tiempo. No podía creer que en mitad del desierto del Sinaí estuviese hablando de las túnicas coptas.

—Sí, Abu Serga, la iglesia de San Sergio del barrio copto de El Cairo.

—Sí, esa misma. —Y Saleh repitió lo que le habían explicado—: Según la tradición cristiana, bajo aquella iglesia había una cripta, que todavía existe —apuntó—, donde se habían guardado con gran celo desde tiempos inmemoriales evidencias del paso de la Sagrada Familia por Egipto, justo en aquel lugar donde precisamente años más tarde se construyó aquella iglesia.

Ubach abrió y cerró los ojos varias veces para asegurarse de que no estaba soñando, que lo que oía era real. Eran las reliquias que nunca nadie había conseguido ver y Saleh le ofrecía la posibilidad de hacerlo.

—¿Y dónde están esas túnicas ahora, Saleh? —preguntó sin demostrar la excitación que le agitaba el ánimo.

—Después de la explosión me asusté, abuna. Cogí el fardo y antes de volver a Puerto Tawfik decidí llevarlas al sitio de donde habían salido, a Abu Serga, la iglesia que frecuentaba mi tío. Ahora el padre Ciril se encarga de cuidar esas túnicas.

—¡Saleh! —exclamó Ubach—. ¡Saleh! Cuando volvamos a Jerusalén tendremos que separarnos porque yo tengo que seguir mi viaje hacia Mesopotamia, pero me gustaría que nos encontráramos en El Cairo y me acompañases a Abu Serga. Tienes que llevarme hasta esa iglesia. Me gustaría hablar con el padre Ciril y poder ver esas túnicas.

—De acuerdo, abuna, así lo haré. Cuente con ello —respondió Saleh, que presentía que aquella confianza que le había inspirado el padre Ubach podría hacerlo merecedor de confiarle las túnicas.

Ubach pasó la noche muy agitado. A veces estaba adormilado y atontado, pero cuando pensaba que iba a conciliar el sueño, una imagen terrible y espantosa se le presentaba en sueños. Era una especie de genio o demonio con cuerpo de perro, patas de águila, garras de león, cola de escorpión, cabeza de calavera con cuernos de cabra y en la espalda cuatro alas abiertas y desplegadas. Una figura que había visto centenares de veces en los libros de estudio, la figura que representaba el viento del desierto; pero ahora la veía colosal y animada, batiendo las alas y cubriendo el campamento con su aliento pestilente. Sobrevolaba dibujando círculos como si en cualquier momento pudiese arrancar de raíz las palmeras del oasis con sus zarpas.

Al padre Vandervorst lo atacaron durante la noche unos animalejos diferentes a los que molestaban al padre Ubach, más reales, más molestos y más asquerosos: ratas. Aquellos roedores, que cada día debían subsistir como podían, aquella noche debieron de celebrar un gran festín. Disfrutaron de un banquete, hundiendo los bigotes en los morrales y en las bolsas para morder el pan, el queso y el resto de alimentos que debían ser el desayuno de los dos religiosos.

Cuando quisieron dar la orden de levantar el campamento para irse, no encontraron a nadie a su alrededor.

—Pero… pero… —repetía anonadado Ubach—. ¿Dónde están los beduinos? ¿Se han esfumado?

Un escalofrío recorrió la espalda del monje. De golpe pensó que la visión de aquel espíritu infernal podía no haber sido un sueño, que había planeado sobre los beduinos y se los había llevado.

—¡Saleh! Saleh! —La voz chillona del padre Vandervorst lo devolvió a la realidad.

Y de hecho, de detrás de un tamarindo, que algún día había tenido flores blanquecinas y rosadas, apareció la cara oscura del guía de la caravana. Sorprendido por la urgencia que detectó en aquel grito, Saleh, con una mueca en la cara, se acercó al hermano belga.

—Buenos días, padre. ¿Qué son esos gritos? Hoy es domingo, ¿no?

—Sí, pero no por ello debéis descuidar vuestro trabajo. Así se estipuló en el contrato que firmasteis, te acuerdas, ¿Saleh?

—Sí, abuna, claro, y mantengo la palabra que di y firmé, pero pensaba que harían misa.

—No te preocupes, podemos celebrar la eucaristía y leer la palabra de Dios sobre un camello, en ruta, donde sea, no hay ningún problema; no te preocupes. Se puede honrar a Dios en cualquier sitio y de cualquier modo, porque Él está en todas las cosas y en todos los sitios. Así que ve a buscar al resto. Después de desayunar proseguiremos con nuestro viaje.

La ley del desierto o la prueba de fuego

Reunidos bajo una acacia, en un campamento al sur de la península del Sinaí, los miembros de un tribunal deliberaban sobre el escarmiento. Sopesaban cuál sería el castigo más adecuado para aquel acto de ultraje. Una ofensa que había herido la dignidad de la tribu, profundamente molesta por lo que consideraba una injuria imperdonable y que no podía quedar impune.

—¡Aquí está la prueba de su delito, de su atrevimiento!

El mubesha, el hombre que por edad tenía la autoridad en aquel tribunal, alzó un papel y se lo enseñó al resto. Mientras lo blandía con fuerza seguía gritando:

—¡Aquí tenéis la prueba de lo que muchos ya sabíamos y que este papel certifica! —Y se puso a leer en voz alta el contenido del ghazal, la poesía amorosa que presuntamente el acusado se había atrevido a escribir y que supuestamente estaba inspirada en el entorno que rodeaba a los dos amantes. «Ella me miraba con los ojos negros de una gacela domesticada / que llevase puesto un collar. / Su piel es mate como el oro puro y su cuerpo perfecto / se mueve como una rama doblada por el viento. / Su vientre ofrece una delicada curva y su escote / se llena como un seno orgulloso…».

—¡Qué pase la prueba de fuego!

—¡Tendríamos que cortarle la lengua!

—¡No se merece otro castigo!

—¡Lo que ha hecho es repugnante!

—¡Y las manos! Cortémosle también las manos para que no pueda volver a escribir unas obscenidades como ésas —sugirió otro integrante del tribunal.

—¡La bisha’a, la bisha’a! ¡La prueba de fuego!

Con las manos, que ya le querían amputar, el acusado se tapaba las orejas para no tener que oír más acusaciones ni reproches. Atado de pies y manos, y custodiado por dos miembros de la tribu, el chico que había osado expresar lo que sentía por la chica que amaba, pero que no le correspondía, asistía a la deliberación.

En ese punto del juicio, la caravana del padre Ubach llegó al oasis.

—¿Qué estará pasando? —preguntó al resto de la caravana, señalando con la barbilla la acacia. Y sin esperar a que nadie pudiese responder, tiró de las riendas de su camello y se dirigió hacia aquella reunión.

—Salam aleikum! Dios los guarde —dijo el monje como saludo.

—Aleikum as-salam —le respondieron los miembros del tribunal.

—Sed bienvenidos —les dijo el mubesha—. Podemos ofrecerles nuestra hospitalidad. Si quieren acercarse a las tiendas —les señaló tres tiendas que se levantaban unos metros más allá de la acacia—, con mucho gusto les daremos el trato que se merecen como huéspedes que son.

—Muchas gracias. —Lanzando una mirada a los hombres reunidos y al chico que estaba bajo la acacia, Ubach preguntó—: ¿Y usted no nos acompaña?

—Sí, claro, enseguida —respondió el mubesha—. No obstante, antes debemos resolver una cuestión delicada.

—¿Y de qué se trata si se puede saber?

—Este chico —y el mubesha señaló a un chico aterrorizado y esposado bajo el árbol— ha manchado el honor de una de nuestras familias. Y debemos castigar su crimen.

—Y están seguros de que es culpable, es decir, ¿tienen pruebas o es su palabra contra la suya?

—Aunque tenemos la prueba que lo corrobora —y le enseñó el poema—, él sostiene que no lo ha escrito. Afirma que no sabe escribir y que, por tanto, difícilmente podría ser el autor de esta poesía, y además, asegura que nunca ha visto a la chica en cuestión.

—¿Y cómo piensan averiguar la verdad? ¿Le han hecho escribir para comprobar que la letra es la misma? —sugirió el monje.

—No es necesario. Con la bisha’a, la prueba de fuego, saldremos de dudas —anunció el mubesha.

—¿La bisha’a? ¿Y en qué consiste?

—Es un método infalible que desde tiempos inmemoriales nuestros antepasados han usado para descubrir quién mentía y quién no. Ahora lo verá. Es muy efectivo. Ahora lo verá, acompáñeme. —Le hizo un gesto con unas manos grandes que destilaban bondad y garantizaban justicia.

Ubach obedeció a aquel hombre delgado de cabellos cortos y blancos y se sentó al lado de uno de los miembros de la asamblea que atizaba el fuego. Le resultó extraño, pero se fijó mejor para poder comprobar que lo que llevaba en la mano no era un palo para remover las brasas, sino una cuchara que estaba calentando en las llamas de aquella hoguera.

Era una cuchara ennegrecida, que antiguamente había sido de metal, pero que, con el uso, había perdido el color original. La calentaba haciéndola girar, tanto por el lado cóncavo como por el convexo, para asegurarse de que estaba al rojo vivo. Cuando el mubesha decidió que ya estaba bastante caliente, hizo llamar al acusado, al mismo tiempo que ordenaba que retirasen la cuchara de las llamas. El color negro de la cuchara había dejado paso al rojo incandescente.

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