El arqueólogo (15 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

A la mañana siguiente, abrió los ojos… «Si estas paredes, si estos edificios, estas piedras que forman parte del complejo del convento pudiesen hablar… —pensaba Ubach tumbado en la cama—, cuántas cosas nos explicarían, cuántas sorpresas podrían descubrirnos desde que el emperador Justiniano fundara el monasterio». De hecho, aunque él todavía no lo sabía, aquella mañana, en su visita al monasterio, lo esperaba más de una sorpresa.

Desde que lo habían admitido en la caravana, no hablaba con nadie ni decía casi nada. Aunque Mahmud pasaba casi inadvertido, casi como si no estuviera, Saleh no lo veía con buenos ojos. Lo miraba con recelo, con un poco de desconfianza. Había algo que no acababa de gustarle de Mahmud, pero no sabía qué era. No tenía ninguna evidencia, ni prueba para demostrarlo, pero aquellos ojos no le transmitían confianza. Era como si ya hubiese visto antes a aquel personaje, como si le sonase su fisonomía; pero por mucho que rebuscaba en sus recuerdos, no encontraba la imagen de Mahmud.

Cuando los monjes entraron en el convento de Santa Catalina, y se unieron al resto de beduinos que acampaban en los alrededores del recinto, Saleh se acercó para tratar de sacar algo en claro. Mientras la mayoría de los beduinos se concentraban en el hombre que se había abierto la cabeza al caer de la ventana, Saleh se fijó en que Mahmud lo miraba de lejos, desde debajo de una acacia, fumando.

—Bueno, y ahora que ya estás aquí, ¿qué piensas hacer? ¿Adónde irás? —le preguntó—. El desierto no te ofrece muchos sitios donde esconderte. Sabes que tarde o temprano te pillarán, ¿no?

Mahmud lo miró, esbozó una sonrisa malvada y pensó en lo fácil que sería lanzársele al cuello mientras sacaba un puñal del cinturón y se lo clavaba después de obligarlo a confesar. Cuando consiguió reprimirse y controlar aquel impulso asesino, dijo:

—Eso de que en el desierto no hay ningún sitio para esconderse lo dirás por experiencia, supongo —contraatacó.

—Yo no tengo que esconderme ni huir de nadie —reaccionó Saleh, molesto.

—¿Estás seguro de que no ocultas nada? ¿De verdad que no huyes de nadie? —preguntó con malicia Mahmud.

—Estoy totalmente seguro, y tú no puedes decir lo mismo. —Mientras lo miraba, empezaba a ubicarlo—. Tú, Mahmud, o como te llames, formabas parte de la caravana de beduinos que iba detrás de nosotros, y que transportaba botas y sacos con los brazos, ¿verdad? Recuerdo que coincidimos en el oasis de Feiran. Sí, creo que sí. No me equivoco, ¿verdad?

—Eres bastante observador, te felicito —le dijo con un tono de sorna e insolencia que a Saleh le pareció insultante.

—¿Y por qué te inventaste toda esa historia cuando te presentaste en el campamento diciendo que te perseguían? ¿Qué pretendes? ¿Qué buscas?

—Sólo quería estar cerca de ti. —Y dio la última calada al cigarrillo antes de chafarlo contra el suelo.

—¿Cerca de mí? —respondió Saleh extrañado—. ¿Por qué?

—Porque tienes algo que no te pertenece y yo, en nombre de los Guardianes, debo recuperarlo antes de que sea demasiado tarde.

—¿Que yo qué? ¿Y en nombre de quién dices que tienes que recuperar qué? —respondió en un tono cada vez más alto—. Todo lo que tengo es legítimamente mío y me lo he ganado. No tengo nada que ocultar y mucho menos que tú tengas que recuperar: ¡no sé qué diablos tramas!

—¡Venga, Saleh! ¡Ya basta de farsas! No finjas que no sabes de qué te hablo. ¡Conmigo, no! No he venido desde El Cairo hasta este rincón del desierto por nada. Tú tienes el paquete con las túnicas que tu tío Abdul debía cedernos. Un paquete que después de la explosión en su café desapareció misteriosamente, casi el mismo día que todo el mundo te perdió la pista. Mira qué coincidencia. Y tú ahora vas a decirme dónde lo escondes, por las buenas o las malas. ¿Lo has entendido? —lo amenazó mientras desenfundaba la hoja de una daga afilada que llevaba escondida bajo la ropa.

—Pues me temo que tendrá que ser por las malas —reconoció Saleh mientras acercaba la mano al puñal que le colgaba de la cuerda que llevaba ceñida a la cintura.

Desde el principio de la conversación, Saleh ya sabía que aquel hombre iba detrás de las túnicas. Ahora sabía por qué le daba tan mala espina. Entendía por qué sus ojos no le transmitían confianza ni franqueza. Estaba a punto de jugarse la vida por el contenido del paquete, por unas túnicas cuya importancia no comprendía.

Mahmud se adelantó, se agachó para coger un puñado de arena y se la lanzó a la cara a Saleh, quien no vio venir aquella maniobra traicionera y no pudo esquivar los pequeños granitos de arena, que lo cegaron, nublándole la vista enseguida. Lo único que se le ocurrió para ganar tiempo fue lanzarse rodando contra las piernas de Mahmud para intentar hacerlo caer. No tuvo suerte, porque con un movimiento de cadera rápido y ágil, Mahmud se apartó y esquivó el ataque, y Saleh rodó pendiente abajo hasta un hoyo lleno de piedras que se le clavaron en los riñones. Con poca visibilidad y un dolor de riñones de mil demonios, Saleh llevaba las de perder. Oyó que Mahmud, gritando como un poseso, bajaba por aquel terreno, el lado derecho de una colina, cubierto de piedras que se habían desprendido de las cimas. Sin verlo, Saleh se incorporó con el puñal en la mano. Se restregaba los ojos, pero todavía era peor porque con la caída también tenía arena y polvo en las manos. A pesar de lo mucho que le escocían, intentó abrirlos y cerrarlos, pero no conseguía ver nada. Desesperado, dirigió la mirada turbia y perdida hacia la dirección por donde bajaban los gritos de rabia enloquecida de Mahmud y esperó su embestida. Se le abalanzó con el puñal en alto, pero erró la puntería, Saleh se protegió con los brazos cruzados delante de la cara y cayeron los dos cerro abajo. Cualquiera de los dos podía salir mal parado, malherido, de aquel tira y afloja. Saleh notó que la hoja afilada de la daga de Mahmud le rasgaba la ropa y enseguida sintió el tacto frío del metal bajo la caja torácica, a la altura de la cintura. Se removió como pudo para esquivar la puñalada, pero le costaba porque Mahmud lo tenía bien cogido mientras seguían rodando montaña abajo. De repente, en uno de esos vuelcos y volteretas, Saleh pudo librarse de Mahmud, abrió un poco los ojos y se cogió a una raíz nervuda y robusta que sobresalía del precipicio.

Mahmud siguió despeñándose hasta el fondo. Con la vista bastante más recuperada, Saleh lo vio dar con el costillar contra una pared de rocas puntiagudas, pero como si no se hubiera hecho ningún daño, Mahmud se levantó y, cogiendo el puñal entre los dientes, empezó a trepar a cuatro patas hasta donde se había quedado colgado Saleh. Lo esperaba, y cuando lo tuvo bastante cerca, Saleh le clavó el puñal en el pecho, hundiéndoselo hasta el mango. El dolor que reflejaban los ojos y la cara de Mahmud cuando cayó de rodillas delante del beduino no podía ser más elocuente. Era la expresión de quien no esperaba ser vencido y que ahora se encontraba escupiendo juramentos, maldiciones y sangre, mucha sangre. Una vez en el suelo, Saleh tuvo que ponerle el pie en el pecho para hacer la fuerza suficiente a fin de tirar de la empuñadura y arrancarle el puñal. Había conseguido hundírselo tan profundo que se le había quedado entre dos vértebras y extraer el arma fue una tarea complicada y dura. Tuvo que agacharse y hacerlo con todas sus fuerzas. Mientras el hombre que habían enviado los Guardianes veía por última vez la luz del sol del desierto, Saleh se peleaba y se manchaba la ropa de sangre para intentar sacar su puñal de aquel cuerpo que yacía sin vida sobre las piedras de un cantizal que habían asistido mudas a esa muerte en defensa propia. Saleh sabía que nadie lo echaría de menos y que, llegado el momento, podría explicárselo al padre Ubach. Tras enterrarlo bajo un montón de piedras y de rocas, Saleh trepó por el despeñadero que habían bajado a empujones y vuelcos para volver a llegar cerca de la explanada donde el resto de beduinos esperaba pacientemente alrededor del fuego preparando un té, un café, fumando y explicándose historias.

Mientras acababa de almorzar con el padre Vandervorst en el pequeño refectorio (unas rebanadas de pan con arenques y un trozo de queso, acompañado de café azucarado), Ubach se impacientaba.

—Antes de hacer la excursión para subir a la cima de la montaña, tengo muchas ganas de consultar los documentos y los libros de la biblioteca, y reconozco que también espero con impaciencia poder acceder a la basílica para contemplar la zarza incombustible.

—Dios los guarde. ¡Buenos días, hermanos! —dijo una voz grave que resonó detrás de ellos dirigiéndoles un saludo fraternal.

Los dos monjes se giraron primero para saber quién los saludaba, y después para devolver afectuosamente el saludo, y se encontraron cara a cara con un religioso que vivía en el monasterio. Iba vestido con una especie de blusa azulona, que le llegaba hasta media pierna, y con un cinturón amplio que le ceñía la cintura, e iba tocado con uno de aquellos gorros cilíndricos que tanto griegos como sirios solían usar para cubrirse la cabeza.

—Me llamo Theoktistos. Me envía el archimandrita Macarios para que les haga de guía por nuestra casa. He pensado que quizás les apetecería empezar la visita por el cementerio.

La oferta matutina que les hacía aquel monje tuvo recibimientos muy diversos. Al padre Ubach le pareció muy tentadora, como demostraba el brillo de sus ojos; sin embargo, al padre Vandervorst, que ya se había fijado en cómo el monje de Montserrat se frotaba las manos, le resultaba bastante poco apetecible.

—¿Veremos al monje Stéfanos? —preguntó con deleite Ubach.

—¡Por supuesto! —respondió su anfitrión—. ¿Quieren seguirme?

—¡En el cementerio falta gente! —Ubach apuró la taza de café, saltó de la silla y pellizcó en el brazo al joven sacerdote belga, que manifestaba una gran desgana—. Venga, no te hagas de rogar, que nos esperan —prácticamente le ordenó Ubach.

Protestando por lo bajo y de mala gana, Vandervorst siguió al griego y al monje de Montserrat, que iban media docena de pasos por delante de él.

El cementerio estaba fuera del monasterio, al otro lado de la plaza, dentro de los jardines frondosos que rodeaban la basílica. El edificio era blanco con una portada de hierro gruesa custodiada por dos imágenes de piedra que representaban dos ángeles. Con unas grandes llaves que llevaba colgadas del cinturón, Theoktistos se disponía a abrir las puertas. Introdujo una de las llaves en un paño oxidado y con ambas manos la hizo girar para conseguir que el batiente de la puerta se abriese. No cedió a la primera. Tuvo que hacer un gran esfuerzo. Primero, hizo un juego suave con la muñeca y después empujó con la mano. Se oyó un clac y, a continuación, la puerta se abrió soltando un quejido largo y agudo, un chirrido que puso la piel de gallina a Vandervorst.

—Es cierto que no entramos demasiado a menudo —reconoció el griego—. Pero tendré que hablar con el monje que se encarga del mantenimiento porque un poco más y quizá rompo esta llave, que es insustituible —dijo mostrándosela; había quedado un poco doblada. E inmediatamente, con un gesto de la mano, invitó a entrar al padre Ubach.

Fascinado, Ubach respondió a la invitación que le había hecho Theoktistos, seguido de Vandervorst, y entró inmediatamente en la gran sala. Era un espacio frío y tenebroso, dividido en dos compartimentos, y precedido de una especie de vestíbulo. Detrás de la puerta que daba acceso al vestíbulo, en un ángulo de la pared y en una posición prominente, estaba el cuerpo momificado de un hombre vestido con hábito.

—¿Es… es él? —preguntó Ubach con cierta veneración, levantando la barbilla hacia donde estaba aquel esqueleto vestido.

—Sí, es el monje Stéfanos. ¿Conocen la historia?

Ubach y Vandervorst movieron la cabeza de un lado a otro. El biblista sabía de su existencia, pero desconocía qué lo hacía tan especial. Theoktistos se lo explicó.

—El célebre religioso había ganado cierta fama por sus milagros y virtudes —empezó a contar el griego, situándose delante de la momia del monje—. Después de pasar más de cuarenta años al pie de la Montaña Sagrada, se contaba que cuando le llegó su hora, protagonizó un hecho sin precedentes. —Ubach y Vandervorst se miraron y alzaron las cejas picados por la curiosidad. El griego prosiguió—: Tembloroso y con los ojos cerrados, Stéfanos empezó a responder a acusadores invisibles, de quienes sólo oía sus voces. Reconocía en voz alta que había cometido tal falta y tal pecado: «Confieso que he hecho aquello de lo que me acusáis y reconozco que no puedo presentar nada a mi favor; pero confío en la misericordia del Señor», dicen que decía quienes lo oyeron. Cuando creía que quienes lo juzgaban no tenían razón, les llevaba la contraria. Sin embargo, el misterio lo acompañó hasta su último suspiro. Desde aquel hecho, todos los habitantes del convento parecen poseídos por un temor al juicio particular cuando les llegue su hora.

Ubach y Vandervorst miraban de arriba abajo aquel cuerpo, medio momificado y ataviado con el hábito de monje, o lo que quedaba del cuerpo de aquel hombre, al que consideraban un santo. Pensaron que era una rareza realmente curiosa. Ahora bien, lo más curioso o lo más extraño todavía estaba por llegar.

La escena que contemplaron cuando salieron del vestíbulo y entraron en una de las salas principales los dejó helados. En una pared del fondo de la estancia, había cuatro baldas que contenían una pila desordenada de cráneos que los miraban. Aunque las cuencas que habrían alojado originariamente los ojos estaban vacías, tanto a Ubach como a Vandervorst los embargó la misma sensación. Notaron que se les erizaba el vello de la nuca al sentirse observados.

Puede que aquellos restos mortales no los miraran, pero los espíritus de quienes una vez poseyeron aquellos cráneos quizás sí. Cuando Theoktistos vio la lividez de sus caras, los tranquilizó.

—Son los despojos de monjes solitarios que nos han precedido desde tiempos inmemoriales —empezó a explicar sin recibir ninguna respuesta de los dos monjes. Ante eso, continuó—: Según una costumbre del monaquismo griego que, por cierto, todavía hoy se practica, el cuerpo del monje difunto se conserva enterrado bajo tierra sólo tres años. Pasado ese tiempo, se lo desentierra y…

—¿Cómo dice? —Ubach sintió que el corazón le daba un vuelco al oír aquellas palabras.

—Después de ese tiempo, cuando la carne ya se ha consumido, se lo desentierra —repitió de manera serena.

—Perdone, ¿pero eso no es lo mismo que profanar una tumba?

—No, para nada. Es una antigua costumbre que ya se practicaba en los monasterios del monte Athos y aquí también. Una vez que el cuerpo se ha liberado de esta parte, extraemos los restos mortales de la tierra, los lavamos, se desarticula el esqueleto miembro a miembro y los distribuimos en baldas de este osario que tienen ante ustedes. Aquí pueden ver los cráneos, pero si se fijan —y el monje señaló otros rincones de la sala—, allá hay pies que reposan con otros pies; en aquel lado se han depositado brazos amontonados con otros brazos; al lado, las manos en el montón correspondiente y en aquél…

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