El arqueólogo (25 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

Al parecer, la comunidad de un monasterio benedictino de El Cairo quiere desprenderse de unos materiales de ilustración bíblica que ha ido reuniendo a lo largo de los años, y está considerando regalárnoslos. He pensado que querría saberlo y que, antes de volver a casa, podría pasar por allí y, según su criterio, descartar o aceptar el ofrecimiento. Le adjunto una cantidad de libras esterlinas para que, si lo considera oportuno, se las entregue a nuestros hermanos libaneses en agradecimiento.

Aquél era el párrafo de la carta que más expectación causó al padre Ubach, que veía cómo la divina providencia le procuraba la oportunidad de ampliar sus conocimientos y, quién sabe, la colección de objetos para el futuro Museo Bíblico. Tenía pendiente ir a la capital egipcia por dos motivos. En primer lugar, le había prometido a Saleh hacerlo después de que le explicase el episodio de las túnicas, sobre las que Ubach tenía un presentimiento; y en segundo lugar, tenía apalabrada una entrevista con el director del museo para adquirir algunas piezas. Esta visita a los hermanos benedictinos sería una tercera cita en la capital egipcia que tendría que posponer para cuando volviese de su periplo por Mesopotamia, tal y como tenía planificado. Le esperaba, por tanto, un final de trayecto con muchas expectativas. Después de unos días de reposo en la ciudad santa, estaría preparado para recorrer las tierras bíblicas y profundizar en su comprensión de los primeros capítulos del Génesis y en la historia sagrada del Segundo Libro de los Reyes. Primero había aprendido de Moisés y ahora lo haría de Abraham. Por no hablar de que podría recopilar una importante e interesante cantidad de objetos para la futura sala asiria y babilónica en el museo dedicado a la antigua Mesopotamia. Ubach no pudo seguir leyendo la carta porque lo interrumpieron.

—Que tengas mucha suerte en tu nuevo periplo por las tierras bíblicas de Mesopotamia. —Joseph Vandervorst iba a despedirse—. Aquí nuestros caminos se separan, Ventura, pero, quién sabe, quizás el destino vuelva a reunirnos —sentenció el belga.

El belga estaba de pie en el umbral de la puerta de la habitación de Ubach. Vestido al modo occidental, sin el hábito ni el clergyman, le costaba reconocerlo, a pesar de haber convivido con él a diario durante más de un mes.

—Gracias, Joseph, muchas gracias —le respondió Ubach, mientras se guardaba la carta. Le brindó una sonrisa sincera y enseguida se puso serio—. Pero me parece que a quien debe acompañar la suerte a partir de ahora es a ti, Joseph —le deseó Ubach de todo corazón.

Desde la confesión de aquel día en la cima del Sinaí, no había vuelto a hablar de la decisión del belga.

—Me gustaría creer que no te he decepcionado y quiero pensar que hay otros modos de servir a Dios y conseguir la salvación del alma sin tener que renunciar al amor.

—Por supuesto que sí, estoy plenamente seguro de ello. Pero no hables de decepción. No, eso ni lo pienses. Tampoco creas que no hay salvación o que no hay redención. Estabas predestinado, Joseph, así estaba escrito. Tienes que servir a Dios de otro modo. Y lo entiendo. La vocación, la llamada de Dios a un alma para que abrace la vida religiosa o el sacerdocio, no fue un deseo, sino una imposición. Y por obligación y por la fuerza las cosas no salen, ni siquiera las divinas —dijo sonriendo el padre Ubach mientras le ponía una mano en el hombro—. Si estás seguro de que es lo mejor que puedes hacer, Joseph, es lo más coherente y lo más inteligente, y yo te considero una persona con criterio y con la cabeza bien amueblada. Tal y como te dije aquel día, sobre la Montaña Sagrada, tienes mi bendición y espero que encuentres la felicidad en aquello que hagas y con quien decidas compartirlo.

Vandervorst se emocionó y no pudo evitar abrazar a aquel monje de Montserrat que le había ofrecido la posibilidad de vivir una experiencia única y que, sin pretenderlo, le había servido para abrirle los ojos a una nueva vida.

—Gracias, Ventura, no sabes lo mucho que te debo —reconocía entre sollozos.

—No creo, no creo —decía Ubach, mientras le daba unos golpecitos en la espalda para animarlo—. Mira, Joseph, antes de irme de Montserrat, hablé con un ermitaño que vive en las cuevas de la montaña y me hizo comprender lo que ahora te voy a decir, pues creo que es una buena enseñanza. Si sentimos que estamos preparados para seguir nuestro camino, debemos hacerlo, debemos dejar que las cosas sigan su curso, porque no tiene sentido aferrarnos a un árbol, a una estructura, a una organización que no te aporta nada, y a la que tú tampoco le aportas nada que valga la pena. Entiendo muy bien que si te quedases aquí, con nosotros, te marchitarías, y tu corazón es demasiado bueno para que ahora se estropee. Por tanto, no debes sentir remordimiento alguno.

Se despidieron con un abrazo, y Ubach dejó a Vandervorst en la escuela porque a la mañana siguiente se marchaba a Siria, para poder seguir el legado de las Sagradas Escrituras por Mesopotamia. La segunda etapa del viaje, mucho más corta, la haría solo, sin la compañía de Joseph Vandervorst, y seguiría al pueblo de Moisés por la Arabia Pétrea y el Sinaí. También podría conocer los oráculos de los profetas, estudiar in situ el folclore y las manifestaciones culturales populares de aquellas regiones que le aclararían muchas escenas de la Biblia. Y, sobre todo, intentaría conseguir tantos objetos como pudiera, entre ellos, las tres túnicas de Saleh. Aunque primero debía llegar a Egipto, y Ubach no se imaginaba entonces que no iba a resultarle nada fácil.

Camino de Bagdad

En aquel rincón de Siria, árabes y armenios se disputaban cada día a los peatones, en su mayoría comerciantes, que querían ir de Alepo a Bagdad para hacer negocios. Se podía ir en camello, en tartana o pagar un poco más y alquilar un automóvil, que, por muy antiguo que fuera, permitía sustituir los balanceos de los camellos por el traqueteo y las sacudidas. Eran vehículos que después de escapar al desguace pasaban sus últimos días en los garajes y talleres de personajes como el que asaltó a Ubach en la impresionante ciudadela de Alepo.

—Abuna, abuna, si necesita transporte a Bagdad, puedo llevarlo a usted, con su equipaje —le ofreció un armenio enclenque que, según rezaba el rótulo de latón colgado en la fachada de su establecimiento, se llamaba Djamil.

—A mí y a mi compañero. —Y Ubach señaló a Joan Daniel Bakos.

Era un sacerdote que Ubach había conocido en el barco y que aprovechaba el viaje para volver a casa, a Bagdad. Ubach, tras despedirse del padre Joseph Vandervorst, se había resignado a estar solo, así que ahora le alegraba poder compartir experiencias con alguien al que le unían unas cuantas afinidades, como mínimo religiosas. Y como Bakos también se dirigía al palacio episcopal de Bagdad, harían el trayecto juntos.

—¿Cuánto cree que nos costará? —quiso saber Ubach.

Mientras tanto, el padre Bakos se le acercó y le susurró al oído:

—No hay ninguna tarifa establecida, pero suelen variar en función de la estación, de la demanda, de la nacionalidad y del equipaje. Puede oscilar entre cuatro y veinte libras, no hay un término medio. Hoy… —y echó una ojeada rápida a su alrededor— no creo que haga ningún trayecto, esto parece muy parado.

—¿Hablamos de libras otomanas o esterlinas? —preguntó el monje.

—Otomanas, naturalmente —dijo el hombre de Bagdad—. No obstante, tienen un baremo distinto para los europeos, como ingleses, franceses o usted mismo.

Ubach sabía regatear. Había tenido unos buenos maestros: los propios árabes.

—Señor, teniendo en cuenta que hoy no tiene mucho trabajo, creo que podremos entendernos —vaticinó Ubach—. Pero, si le parece bien, lo pondremos todo por escrito, y estableceremos las condiciones por contrato, ¿de acuerdo? —propuso el monje—. ¿Qué le parece? Es justo, ¿no?

El armenio esbozó una sonrisa y en señal de conformidad asintió con la cabecilla, en un gesto que hizo bailar la borla de seda que colgaba de su tarbush, un sombrerito alto, de fieltro rojo, que parecía una prolongación de su cara estrecha y tostada por el sol.

—¿Cuánto tardaremos en llegar de aquí a Bagdad?

—No más de cinco días, abuna.

—Muy bien… —Ubach se quedó pensativo durante unos instantes—. Supongo que usted se encarga de los pasos de la frontera y de la jaua que hay que pagar a los beduinos. —El armenio se sorprendió por la manera de empezar la conversación del monje. No esperaba una negociación tan rápida. Ni en Bagdad ni en Mosul, donde también tenía garajes, se había encontrado en una situación semejante.

—Ssssí… —se atrevió a decir finalmente alargando la ese y sin mucho convencimiento—. Me tendrá que pagar el combustible y sus asientos, que están en la parte delantera del automóvil. Detrás puede ir alguien más, y el asiento de al lado del chófer es para mí, aunque otra persona podrá sustituirme en algún momento.

—Entonces, ¿se compromete a llevarnos hasta Bagdad en menos de cinco días?

—Hoy es sábado, así que, si quiere, podemos irnos mañana mismo.

—Mañana no puede ser, pero el lunes a primera hora nos pondremos en marcha, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Y, a continuación, se sentaron para redactar y firmar el contrato.

Yo, el abajo firmante, Djamil Muktar, dueño del garaje de Bagdad y Mosul, certifico que he acordado con el padre Bonaventura Ubach, español, y con el sacerdote Joan Daniel Bakos, de Bagdad, transportarlos junto con su equipaje de Alepo a Bagdad en un buen automóvil Ford, por el precio de 23 libras otomanas, oro; queda exento de todos los gastos de los pasos de frontera y de la conocida jaua para los beduinos, que corren de mi cuenta.

Me comprometo a que la salida de Alepo tenga lugar el lunes próximo por la mañana, día 25 de septiembre. La parte delantera del automóvil queda reservada sólo para ellos, sin que yo pueda colocar a un tercer pasajero entre ellos, pero el espacio que está al lado del chófer está reservado para mí, aunque puede sustituirme alguna otra persona. He recibido por anticipado 15 libras otomanas y el resto, es decir, 8 libras de oro, las recibiré cuando lleguen a Bagdad. Si contravengo las condiciones mencionadas, si no respeto el recorrido, los dejo a medio camino o el viaje de Alepo a Bagdad se prolonga durante más de cinco días, estaré obligado a pagarles de mi bolsillo una indemnización de 20 libras otomanas. Autentifico este contrato con mi firma y ante estos testigos verídicos. Hago dos copias a fin de que cada una de las partes tenga una copia que pueda presentar si fuera necesario.

Escrito en Alepo

Dueño del garaje / Testigos del contenido

Djamil Mujtar / Joseph Nahum Abdelahad

El armenio que conducía el automóvil, Djamil Mujtar, se había asociado con un judío, Joseph Nahum, y ambos habían adquirido aquella vieja carraca de la marca Ford para su negocio de transporte de mercancías y personas. Decían que era un modelo Ford T de un agregado militar británico que se lo había vendido a buen precio; pero se veía a simple vista que se lo habían comprado a un incompetente de algún basurero, pues parecía que lo hubieran salvado del desguace.

La mañana que salieron hacia Bagdad, Djamil estaba inspeccionando la parte inferior del asiento del coche, donde estaba el depósito de gasolina. Quería asegurarse de que hubiese la bastante para llegar al carburador y de que tenían combustible de sobra para llegar sin problemas hasta la primera parada. El Ford consumía entre quince y veinte litros cada cien kilómetros. Djamil comprobó el nivel de gasolina metiendo una ramita de madera en el depósito. Con una punta fue suficiente. El tanque estaba totalmente lleno. Djamil comprobó también que el nivel de aceite era correcto.

Aunque a Ubach le pareció que las ruedas eran muy delgadas, Djamil se había ocupado también de que estuvieran bien hinchadas. Todo parecía a punto. Aquella maravilla de la casa Ford tenía un motor y transmisión cerrados, cuatro cilindros estaban encajados en un bloque sólido y la suspensión funcionaba gracias a dos muelles. El automóvil parecía fácil de conducir, aunque tenía el volante a la izquierda; incluía capota, radiador, guardabarros y una rueda de repuesto en la parte posterior del coche, así como dos lámparas de carburo de otro modelo de la marca norteamericana, pero que también servían y que, llegado el momento, valdrían para iluminar el camino. Gracias a la ligereza y a la altura de la carrocería, podrían ir por todo tipo de terrenos, y moverse de un lado a otro. Ahora bien, Ubach estaba seguro de que la suspensión y los amortiguadores no evitarían que sus ocupantes acabaran totalmente mareados.

Tras fijar el equipaje a un lado y al otro del automóvil para equilibrar el peso, se acomodaron en el interior del vehículo, que acabaron compartiendo con un chií y un suní, además de con el judío socio de Djamil. El dueño y conductor del Ford tiró de una pequeña palanca del volante que debía facilitar el encendido del motor.

Después se situó delante del morro del coche y cogió la manivela para arrancar el motor del vehículo con un movimiento de rotación. El sonido que hizo el motor parecía el ruido de latas chocando unas contra otras; a continuación, dio una sacudida que quedó amortiguada por la suspensión del vehículo. Y así empezó a deslizarse sobre la arena suelta de una espléndida llanura totalmente desierta de la zona norte de Mesopotamia. Sólo de vez en cuando algún pueblo, un grupo de casas que se arracimaban a las orillas del gran río o el propio Éufrates animaban el paisaje que los acompañaría durante los siguientes kilómetros.

A pesar de que el paso de los años y la mala vida que había llevado lo habían convertido en una chatarra, el Ford resultó ser un coche de verdad, como los de antes. Y Djamil, que lo sabía, no dudaba en pisar a fondo el acelerador. Pasaba como una exhalación entre las caravanas, por todas partes sembraba el desorden y la confusión entre los pacíficos camellos que, cargados con sacos voluminosos y grandes balas, corrían despavoridos por aquel ruido ensordecedor que parecía perseguirlos. Los neumáticos viejos, gastados y rasgados que Djamil y el judío habían instalado se calentaban por el ritmo frenético y por el sol de fuego de las primeras horas de la tarde. Más tarde constataron que aquellas ruedas no soportaban más de media hora larga de carrera vertiginosa.

Subir por una pendiente rígida o bajar por un pedregal uniforme pasa factura a cualquier cubierta por muy curada de espantos que esté. Habían recorrido unos cincuenta kilómetros después de haber dejado atrás el célebre minarete de más de veinte metros que sobresale de la antigua Meskene cuando casi se dieron de bruces con Raqqa, fundada por Alejandro Magno y gran ciudad árabe en el tiempo de los abásidas. Ubach no podía evitar pensar en Domènec Badia y Leblich, o Alí Bei el Abbasí, como se dio a conocer. Ubach había leído mucho sobre los viajes que el aventurero y espía de Manuel Godoy había realizado por esas tierras que ahora él tenía bajo sus pies.

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