El arqueólogo (31 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

Surcaba el Tigris en una quffa, sin tenerlas todas consigo, y todavía bajo la influencia del relato del hakawati. Una quffa era una especie de cesta grande, una embarcación hecha con nervios de hojas de palmeras atados entre sí y recubiertos con una capa de betún. Parecía sólida y desplazaba un volumen de agua considerable. Normalmente podían caber más de una docena de personas. Aquella tarde, no obstante, eran menos, y eso hacía que la embarcación fuera menos estable. Ubach, cegado por su objetivo, no reparó entonces en ese detalle. El objetivo era pescar un biz y le daba igual si en sus tripas encontraban un anillo, un cetro o sencillamente kilos de entrañas de otros animales que se habría comido el animal. Quería verle la cara, como Tobías, y llevárselo a Montserrat. Encomendándose a la sabiduría del ángel Azarías y a la astucia de Tobías, Ubach se atrevió a navegar de noche por las aguas del Tigris. Un aire fresco se colaba por el cuello de su hábito, pero el viento frío no era la causa de los estremecimientos y escalofríos que sentía por toda la espalda. De repente, Ubach fue consciente de que a bordo de aquella sencilla embarcación corría peligro. Pero ya era tarde para desdecirse. La quffa se adentraba en la oscuridad donde él y el resto de la tripulación se enfrentarían a una criatura, o varias, nacida en los abismos fluviales más profundos y que le repugnaba sólo con pensar en su aspecto. Un grumete le acercó una bolsa apestosa.

—Tome, abuna, vaya lanzando estas entrañas al agua, y así nos aseguraremos de que el biz se nos acerque.

Ubach cogió la bolsa haciendo una mueca de asco que le provocó una reacción en el estómago, la previa al vómito, pero pudo aguantarse. No obstante, sintió una repugnancia extrema cuando hundió la mano en aquellas vísceras infectas que contenía el paquete que le había dado aquel chico. Cerró los ojos, cogió un puñado de esa masa viscosa y pringosa y la lanzó al agua como le habían pedido. Repitió rápidamente la maniobra diversas veces hasta que vació la bolsa ensangrentada y asquerosa.

—Ahora sólo hay que esperar —anunció uno de los chicos que rondaba por la quffa, que con una lámpara barría con un haz de luz tímida la inmensa oscuridad que engullía la barca.

No tuvieron que esperar mucho.

—¡Preparad las redes! —gritó uno de los hombres—. ¡Por allí delante se ve movimiento!

El trajín de la tripulación cogió totalmente desprevenido al padre Ubach, que se limitó a observar. El siluro debía de tener hambre y debió de haber olido enseguida las entrañas que habían lanzado, pues, aunque podía pasar un buen rato antes de que el biz se dignara a asomar los bigotes por la superficie, no fue lo que ocurrió esa noche, por suerte para el padre Ubach. Así, el monje sintió, de repente, que la quffa se mecía más de lo habitual. Hasta entonces, el vaivén había sido prácticamente imperceptible.

—¡Está cerca! —dijo bajando el tono de voz uno de los pescadores—. ¿Nota cómo oscila la quffa? —preguntó a Ubach—. ¿Nota que cada vez se balancea más?

El monje asintió con la cabeza un par de veces al mismo tiempo que se oyeron unos golpes, en un lateral de la quffa, como si se hubiesen topado con algo o alguien los golpease.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó nervioso el monje.

—El basurero de los pantanos tiene hambre y viene a por más basura —susurró uno de los pescadores veteranos mientras se le dibujaba una sonrisa ufana en la cara. Él y otros dos pescadores estaban desplegando la red para atrapar a ese pez.

—¡¿Ya está aquí?! —preguntó Ubach aguantándose un grito fruto del nerviosismo del momento.

—Sí, en cuanto la luz de la lámpara delate su presencia, le lanzaremos las redes. Luchará para librarse de ella y eso hará que se enrede y se enrolle; una vez cansado y exhausto, lo sacaremos del agua y cuando lo tengamos aquí, en la quffa, tienen que ayudarnos a pegarle, pero sin hacerlo sangrar, sólo para atontarlo.

—¿Y cómo quiere que lo haga? —preguntó sorprendido Ubach—. Válgame Dios, no sabría cómo hacer lo que me pide —se disculpó.

—Abuna, si no se ve capaz de hacerlo, apártese a un rincón y déjenos trabajar, ¿de acuerdo? —le dijo el pescador.

—De acuerdo, mucho mejor así. No sabe qué peso me ha quitado de encima —reconoció Ubach. Después, la quffa se inclinó ligeramente y todo pasó muy deprisa. La acción que se desarrolló ante los ojos del padre Ubach fue rápida, sobre todo gracias a la habilidad y a la fuerza de los pescadores. A pesar de que aquellos hombres conocían las leyendas que rodeaban a ese pez bíblico, y que tan bien explicaban los hakawatis, no creían en ellas. Sin miedo y con una seguridad contundente controlaron los espasmos y los coletazos del biz hasta que se cansó. Entonces, lo sacaron a peso del agua y lo pusieron en el centro de la quffa. Ubach casi ni se dio cuenta de que el agua del Tigris le rozaba los dedos porque tenía a pocos centímetros el pez más grande que había visto en su vida. Si lo hubiesen levantado sería más alto que una persona de una altura media. Y la anchura de aquella bestia era considerable. Todavía no podía creerse que aquellos pescadores enclenques y escuchimizados hubiesen conseguido reducir a aquella criatura que todavía batía las mandíbulas para tratar de liberarse de las redes que lo apresaban, pero cada vez lo hacía con menos fuerza. El fuego de las entrañas de aquella fiera fluvial iba apagándose; fuera de su medio y sin aire, esperaba el golpe de gracia que le propinó uno de los dos pescadores veteranos. Se había acabado la pesca; tirado a sus pies yacía un ejemplar como el que Tobías había pescado en las aguas de uno de los cuatro ríos del Paraíso. Ubach, sin embargo, no iba a destriparlo, sino que le esperaba un final mejor.

—Cuando volvamos a puerto, quiero comprárselo —dijo el monje.

—Por supuesto, abuna. En cuanto lo pesemos será todo suyo —aceptó el pescador.

Aquél era el trato que había hecho con los pescadores: se quedaría con el primer animal que pescasen.

—No llega a los dos metros de largo, y pesa trescientos cinco kilos. Válgame Dios, abuna, se lleva un buen ejemplar.

Ubach acabó pagando dos esterlinas y doce chelines por aquel prodigio de la naturaleza que, como mínimo, debía de llevar nadando por el fondo del río Tigris desde los tiempos del Antiguo Testamento.

Una plaga bíblica

—No me extraña nada que la Biblia sitúe el paraíso terrenal de Adán y Eva en el lugar donde se encuentran el Tigris y el Éufrates —reconoció Ubach al padre Bakos ante la imagen radiante que les ofrecía la ciudad de Basora justo cuando llegaron.

—Es una ciudad muy especial, ¿sabe? Y no sólo por las referencias bíblicas —apuntó el padre Bakos—. Basora también es la ciudad del intrépido Simbad, el marinero de
Las mil y una noches
—empezó a explicarle Bakos, que desplegaba todo el conocimiento que poseía de la ciudad donde había crecido—. Su evidente exuberancia que resulta casi obscena se debe al agua. Las aguas fluyen por todas partes en forma de ríos, riachuelos, estanques y canales.

Bakos se animaba y subía el tono de voz:

—Con razón se ha ganado el nombre de la Venecia de Oriente. Gracias a este don de Dios que es el agua, se ven árboles frutales de todo tipo: albaricoqueros, naranjos, perales, manzanos…

—¡Tal vez nuestros padres primordiales probaron el fruto de estos manzanos! —lo interrumpió el padre Ubach con una sonrisa en los labios.

—Sí, abuna —dijo riendo el sacerdote sirio—. Eso es lo que dicen las Sagradas Escrituras, pero, sobre todo, hay muchas palmeras. Palmeras de troncos largos con copas de donde cuelgan gajos de dátiles grandes y dulces.

—Según tengo entendido, las palmeras necesita agua a raudales, y aquí hay muchísima —observó Ubach.

—Así es, abuna. De hecho, muchas más nos esperan en casa de mi hermano, que se dedica al cultivo y al comercio de los dátiles. Los exporta a todo el mundo —anunció con orgullo el padre Bakos.

—O sea que viven de las palmeras datileras… La familia de su hermano debe de ganarse muy bien la vida, sin duda. ¡Mi enhorabuena por la parte que le toca!

—Gracias a Dios, se ganan bien la vida, sí, abuna… —El padre Bakos quiso explicarle la importancia de las palmeras en el desarrollo de Basora—. Allá donde se cultiven, las palmeras son veneradas, y aquí en Basora, todavía mucho más. Simbolizan la unión entre cielo y tierra, y su presencia junto a las casas es señal de hospitalidad. Es el árbol que inspiró las columnas de los templos, el pilar del cielo, según la palabra original en griego,
phoenix
. —El padre Bakos hablaba con auténtico entusiasmo de aquellos árboles. O mejor dicho, del fruto de ese árbol que lo había alimentado a él y a su familia desde hacía centenares de años. Prosiguió con su detallada explicación—: ¿No ha oído decir que el olivo es el árbol de los judíos, el ciprés, el de los cristianos, y la palmera, el de los musulmanes? —le preguntó el padre Bakos.

—No, no lo había oído, pero ahora que lo dice es una muy buena observación —reconoció Ubach, y aprovechó para hacer un apunte—: Los dátiles salvaron a Moisés y al pueblo de Israel durante la travesía por el desierto —le recordó Ubach—, y el ángel que se apareció a la Virgen, cuando María reposaba con el niño Jesús bajo una palmera, le dijo que debía sacudir el árbol para dar un dátil a la santa criatura.

—Efectivamente, y también es un alimento simbólico del ramadán. Según la tradición, el profeta Mahoma rompía el ayuno comiendo un dátil. Le diré todavía más, abuna Ubach. —Al padre Bakos le brillaban los ojos—. Los dátiles son el pan del desierto, y si ha habido un pueblo que destaca por el consumo de dátiles, es el árabe. Los pastores nómadas del desierto, los beduinos, se alimentaban de los productos lácteos de sus camellos y cabras, de un poco de carne y, sobre todo, de dátiles. ¿Sabía que un beduino puede aguantar tres días en el desierto con un solo dátil?

—Venga ya, padre Bakos, no intente tomarme el pelo.

—El primer día se come la piel; el segundo, el fruto, y el tercero, el hueso.

El padre Bakos lo sabía todo sobre dátiles y palmeras. No sólo había nacido, crecido, jugado y disfrutado al abrigo y a la sombra de sus ramas, sino que había llegado a ser lo que era gracias al negocio de los dátiles, un negocio que ya había iniciado su bisabuelo y que ahora continuaba su hermano. Precisamente, uno de los mozos que trabajaba en la hacienda de su hermano los recogió en el puerto con cara seria.

—Bienvenido, padre Bakos… Abuna. —E hizo un gesto reverencial que extendió también al padre Ubach, acompañándolo de media sonrisa.

A continuación, la preocupación se encargó de borrar aquel sencillo gesto. Bakos desconfiaba.

—¿Y mi hermano Emmanuel? —preguntó al chico.

—Su hermano me envía a buscarlo y le pide disculpas por no venir en persona a recogerlo, pero un problema grave que ha surgido en las plantaciones lo impide moverse de los campos.

—¿Cómo dice? —preguntó preocupado el padre Bakos—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es eso tan grave que reclama la presencia inexcusable de mi hermano en la finca?

—¡El picudo rojo! —anunció con gravedad el muchacho.

—¡¿El picudo rojo?! —exclamó el padre Bakos, palideciendo y con la cara desencajada—. No puede ser…, no puede ser…

—¿Qué es el picudo rojo? —preguntó el padre Ubach temiendo la respuesta.

—El peor enemigo de las palmeras datileras —reconoció el padre Bakos, que comprendió el jaleo que debía de haber en casa de su hermano—. Vamos enseguida —ordenó en un tono de voz lleno de urgencia.

Se subieron a algo parecido a un coche aunque su aspecto sugería una tartana con motor que los alejó del bullicio del puerto. Tomaron una carretera, paralela al río, que los condujo a las afueras de Basora. Todavía no habían llegado a los dominios de los terrenos de su familia, cuando, al dejar atrás la última curva del camino, muy lejos, en el horizonte, empezaron a intuir el desastre. Ante sus ojos se elevaban unas espesas columnas de humo negro que hacían presagiar lo peor. Las malas noticias se confirmaron al llegar a la hacienda. Desolado y con lágrimas en los ojos, Emmanuel, el hermano del padre Joan Daniel Bakos, salió a recibirlos, se lanzó al cuello de su gemelo, y lo abrazó, llorando amargamente. Eran iguales; el padre Ubach no lo sabía, que habían nacido del mismo parto. Y fundidos en un abrazo, mirándose cara a cara, sólo era capaz de distinguirlos por el hábito que llevaba el hermano religioso.

—¡Es la ruina, Daniel, la ruina! —clamaba al cielo con los brazos abiertos—. ¿Qué le he hecho yo a Dios para que me trate así? —E inmediatamente empezó a golpearse el pecho y la cabeza, de rabia e impotencia—. ¡¿Qué he hecho mal, hermano?! ¡Dímelo! —decía mientras se golpeaba sin miramientos.

—¡Emmanuel, Emmanuel, no! ¡No lo hagas, hermano! —decía intentando detenerlo y consolarlo con sus palabras.

El padre Bakos estaba deshecho por dentro, pero tenía que mostrarse entero delante de su hermano gemelo. Ubach se sentía incómodo, y todavía más al no saber qué pasaba y si podía ayudar. Por eso, optó por retirarse y hablar con el chico que los había recogido en la estación.

—La plaga del picudo rojo es la más destructiva que se pueda encontrar, no hay duda.

—¿Qué quieres decir?

—Destruye la palmera por dentro, arrasa todas las que hay en una plantación y arruina la cosecha. El remedio radical es talar y quemar las que estén afectadas para evitar que se extienda.

—Ah, de ahí el humo…

—Sí, abuna.

—¿Y cuántas hectáreas habéis tenido que quemar?

—No quiera saberlo, abuna. Sólo le diré, para que se haga cargo de la tragedia, que es casi toda la plantación. —Ubach se llevó las manos a la cabeza porque la extensión de terreno de los Bakos era importante.

—Pero, escucha… —preguntó Ubach al chico—, ¿tantos años dedicados al cultivo del dátil y no había pasado nunca? ¿Es muy difícil de detectar ese escarabajo?

—Bueno, es difícil detectar la presencia de la plaga en los ataques iniciales. La caída de hojas y la presencia de capullos en las hojas son los primeros síntomas de la plaga.

—¿Y cómo llega el escarabajo a penetrar en la palmera?

—Se introduce sigilosamente en las palmeras por sus heridas…

—¿Las heridas de las palmeras? —preguntó frunciendo el ceño el monje, que no entendía nada.

—Sí, abuna, heridas como las provocadas por la poda de las hojas. El olor de la savia atrae poderosamente a los escarabajos, y es muy difícil saber cuándo colonizan una palmera. En pocas semanas, prácticamente toda la corona se ve afectada, y la palmera muere.

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