El arqueólogo (35 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

Y dibujó una risa nerviosa que le dejó al descubierto una dentadura perfectamente alineada como las piedras de la gran pirámide.

—Pero ya sabe que dicen que el hombre rico cree que es sabio, pero un pobre inteligente le ve el plumero.

Con aquel dicho extraído de los proverbios bíblicos, Engelbach se sintió aludido.

—¿Lo dice por mí?

—Tómeselo como quiera, pero me parece que sería un poco, cómo se lo diría, pretencioso por su parte tenerse por un hombre rico, ya que las antigüedades que usted conserva no son de su propiedad, sino de los egipcios y, por lo tanto, la riqueza supongo que la debe adquirir por otro lado. Y, además, estaría suponiendo que soy un pelagatos —y se tocó la frente— ¡con algo en el magín!

Aquel juego dialéctico del padre Ubach había desconcertado a mister Engelbach. El monje era consciente de ello y, rebajando el tono, le dijo:

—Hombre, mister Engelbach, francamente, yo pensaba que ya que he tenido que esperar, bien me valía la pena para poder conseguir algunas piezas, ¿no le parece?

—Sí… —afirmó dudando Engelbach, que veía que Ubach comenzaba a acorralarlo—. ¡Por supuesto! Tendríamos que ver qué le interesaría… Bajemos al sótano…

—De acuerdo.

Acompañó a Engelbach a una de las dependencias del museo que más ilusión le hacía visitar.

El inglés cogió una lámpara de petróleo que llevaba un tubo de vidrio. Encendió la llama con una cerilla y la claridad los rodeó rápidamente. Se parecía mucho a un quinqué, pero con la diferencia de que éste no llevaba ninguna pantalla para evitar que los rayos directos molestaran la vista. Éste permitía que la luz se extendiera por todas partes. Accedieron a las entrañas del museo por unas escaleras que había detrás del mostrador de la entrada. Una luz tenue iluminaba aquel espacio. La luz era turbia porque era la poca que se colaba por unas ventanas altísimas que daban al exterior, pero, como tenían mucho polvo incrustado en los vidrios, los haces de luz que entraban eran tan finos que apenas iluminaban nada. Engelbach paseó aquel quinqué por la oscuridad y, enseguida, se fueron iluminando pasillos y más pasillos forrados de piezas únicas, extensiones de repisas y armarios de madera atiborrados de objetos que habrían hecho las delicias no sólo de anticuarios y orfebres, sino de estudiosos de la historia del arte de cualquier parte.

—¡Pero mister Engelbach! —exclamó Ubach—. ¡Tiene más material guardado aquí abajo que el que expone en las salas del museo!

—Sí, padre, así es —reconoció encogiéndose de hombros—. Estamos trabajando en ello. Créame, hacemos todo lo que podemos —dijo con resignación—. Hay muchas expediciones que trabajan por todo el país y, como soy el jefe del servicio de antigüedades y conservador del museo, exijo no únicamente una relación de los hallazgos y todo lo que se extrae de los yacimientos, sino que una parte de los descubrimientos tienen que venir a parar aquí. —Y acompañó sus palabras con un gesto enérgico con el dedo índice para señalar la tierra que pisaban.

—Tiene un excedente ingente de piezas, supongo que por eso se las quita de encima, las vende y, de rebote, con el dinero que obtiene puede ampliar el espacio museístico.

—Más o menos. Algunas se venden, otras se quedan aquí, y la mayoría se envían a Londres o a París, depende de su importancia.

—Pero estas piezas ¿volverán algún día aquí, a Egipto? —preguntó con cierto escepticismo.

—No, no. Estas piezas se expondrán en los grandes museos del Reino Unido y de Francia.

—Perdone, pero están tomando, quizá no de manera violenta, pero sí injusta, unas propiedades que no les pertenecen, que no son suyas. Entonces, me pregunto, ¿qué diferencia hay entre un robo y un expolio?

—Digamos que una expoliación consentida.

—¿Consentida? —repitió Ubach.

—Sí, ellos, los egipcios, no tienen los recursos para desenterrar todo lo que atesora el desierto y por eso lo hacemos nosotros. ¿No le parece justo que quien hace el trabajo se lleve una parte del botín?

—No, continúan siendo propiedades suyas.

—Piense, padre, que de esta manera ayudamos a la divulgación de todo este patrimonio, que, si no, quedaría olvidado. Algún día, la humanidad nos lo agradecerá.

—O se lo reprochará —replicó Ubach.

—No todo el mundo puede venir aquí a ver in situ lo que usted y yo podemos ver de manera privilegiada. Por eso hay museos que exponen una parte, no todo, a una sociedad que tiene derecho a saber qué hicieron sus antepasados. Y, si no, padre, explíqueme ¿por qué desea comprar piezas para su museo? Al fin y al cabo, le mueve el mismo objetivo que a nosotros: divulgar el conocimiento.

—Sí, pero con métodos muy diferentes.

—No se equivoque, padre. Viniendo aquí, al museo, a hablar, perdón —rectificó—, a negociar conmigo para conseguir piezas, está haciendo lo mismo que denuncia.

—Me niego a formar parte de este latrocinio. Yo pagaré las piezas que me lleve. Los egipcios lo tienen que consentir porque se tienen que rendir ante sus órdenes, han de permitirlo por fuerza porque no les queda otro remedio. Le repito que no me parece justo el modo en que lo plantea.

—Usted mismo… —le soltó Engelbach.

Ubach se resistía a rendirse.

—No me puedo creer que no haya nada que me pueda llevar, pagando, por descontado. No lo sé, no quiero decir que tengan que ser piezas rotas o con algún desperfecto y que, por tanto, entendería que no quisiera exponerlas. ¡Pero tiene que haber algo que me pueda vender! —exclamó con un tono de impotencia. Ubach sabía que una ocasión como aquélla, pasearse por los sótanos del museo, no se le presentaría otra vez y por eso estaba decidido a hacer de tripas corazón y estaba dispuesto a aceptar las reglas del juego. No dejaría, sin embargo, de hacerle redactar un contrato de compraventa y de pagarle por todas las piezas que se llevara.

—Pensándolo bien… —Engelbach se tocó la barbilla mientras hacía una mueca con la boca que le torció los labios—. Hay una sala, allá al fondo, donde guardamos multitud de momias que no se exponen por razones religiosas o de superstición… —dijo condescendientemente.

Ubach se vio salvado.

—¡Lléveme! —dijo exultante con un brillo en los ojos que delataba su estado de excitación mientras continuaba caminando hacia allá por el pasillo.

—De acuerdo. No tendremos que caminar mucho porque es justo aquí mismo —le anunció Engelbach, y se detuvo delante de una puerta que de la mitad hacia abajo estaba hinchada por la humedad y teñida por el verdín. Sacó la llave, la hundió en la cerradura y después de una vuelta la puerta se abrió con un chirrido seco. Un hedor de humedad se escapó por el umbral de la puerta y delante de él aparecieron rimeros y pilas de sarcófagos.

—¿Todos están llenos de momias? —preguntó maravillado Ubach.

—¿Y qué se pensaba? —respondió con un gesto de extrañeza Engelbach.

—¡Es fascinante! —reconoció el monje, y los ojos se le iban de un lado a otro sin saber dónde fijar la mirada de tanto como lo impresionaba lo que estaba viendo. Mientras tanto, acompañaba aquella inspección a simple vista acariciando las maderas y las piedras trabajadas y policromadas de aquellas arcas que contenían los cuerpos de unos difuntos con una historia que no se podía ni imaginar.

Se paró delante del cuerpo de una momia que estaba fuera del sarcófago. La mortaja que la cubría estaba pintada con escenas que le llamaron la atención. Los dioses Anubis y Nut velaban el cadáver. La diosa Nut sostenía la pluma maat, símbolo de la verdad, y extendía las alas en actitud de protección. Debajo, Anubis momificaba el cuerpo del difunto.

La mano izquierda sostenía lo que podía ser un vaso de ungüentos o el corazón del muerto, cuya alma sobrevolaba el espacio en forma de pájaro. Las otras dos escenas también intrigaron a Ubach. En una se veía a los cuatro hijos de Horus, que custodiaban la necrópolis; y en la otra, justo debajo de la anterior, se veía la momia echada en el lecho mortuorio velada por Isis en la cabecera y Neftis en los pies.

—¿Y esta momia? —preguntó Ubach—. ¿Por qué está tan protegida y por qué no está dentro de su sarcófago?

—Esta momia está maldita… —reconoció Engelbach en un tono desagradable que denotaba menosprecio.

—¿Y por eso la mantiene fuera de su arca original? —preguntó Ubach acercándose a la mortaja que cubría aquel cuerpo embalsamado y reseco.

—Hay muchas supersticiones alrededor de esta momia.

—¿Supersticiones? —Ubach arqueó las cejas en señal de sorpresa.

—Sí, entre los arqueólogos hay una creencia religiosa que la rodea, considerada irracional, de reverencia excesiva e, incluso, me atrevería a decir que genera miedo por las acciones misteriosas que se le atribuyeron en vida. ¡Nada que se pueda demostrar! —añadió Engelbach agitando el brazo en el aire como quien espanta una mosca.

—¿Y quién era?

—Es la momia de un sacerdote de la corte del faraón Psamético I de la dinastía XXVI. El sacerdote fue un personaje bastante siniestro. De hecho, fue el responsable de inducir al faraón a hacer un experimento muy cruel para descubrir el origen de los idiomas o, al menos, para saber cuál fue la primera lengua en ser hablada.

—Nunca había oído hablar de este episodio —reconoció Ubach.

—Así lo explicó el historiador griego, Heródoto, en un relato estremecedor. —Y el director del museo lo ilustró—: Resulta que el sacerdote convenció al faraón y éste ordenó que cogieran al azar a dos niños recién nacidos. Tenía que dar las criaturas a un pastor con tres instrucciones: cuidar de los niños, vigilar que nadie les hablara y escucharlos intentando comprobar cuáles eran sus primeras palabras. Un día, uno de los arrapiezos lloraba desconsoladamente y soltó un grito, una exclamación, y el pastor aseguraba que le había oído decir ¡beeekos! Aquella palabra, bekos, en lengua frigia significa «pan» y a partir de aquí dedujeron que aquélla era la lengua más antigua, ¡más antigua que la egipcia! —le hizo notar Engelbach y añadió—: No se entiende cómo se le dio credibilidad a aquel experimento, sobre todo, por su resultado surrealista. Lo más probable es que la criatura imitara el sonido onomatopéyico que oía de las cabras que tenía el pastor. Todo el mundo ha oído cómo balan las cabras y se parece mucho al sonido que salió de la boquita del niño. —El jefe de antigüedades se cuidó mucho de imitar el llanto o los fuertes gritos de las cabras.

—¿Y por eso el sacerdote está maldito?

—Las familias de las criaturas lo liquidaron.

—¿Cómo?

—Lo envenenaron, porque no tiene ningún hueso ni ninguna extremidad rotos ni tampoco hay ninguna prueba de violencia.

—Así pues, si es seguro que no será expuesta, entiendo que no habría ningún inconveniente para que pudiera adquirirla, ¿correcto?

—Efectivamente —respondió con una sonrisa y un gesto con la cabeza que ratificaba el asentimiento.

Pagó quince esterlinas por una colección de dioses egipcios, de los que muchos eran de bronce, y un cofre con inscripciones para las entrañas de la momia. Veintisiete esterlinas es lo que le costaron dos sarcófagos, uno, el de una momia de cocodrilo que representaba al dios Sobek, y el otro, el de la momia del sacerdote. Eso fue lo que se llevó Ubach de la cámara del tesoro aquella noche en el museo.

En el barrio copto

Estaba muy nervioso. Al día siguiente de la primera adquisición en el museo, Ubach había quedado con Saleh para ir al monasterio de Abu Serga, en el corazón del barrio copto de El Cairo. Allí vería las túnicas y había suficiente con esta razón para estar inquieto. Saleh había ido a visitar a su tía, la mujer del malogrado tío Abdul, y había quedado con el padre Ubach en el café que había regentado su tío para ir juntos hasta el monasterio.

Ubach se alojaba en una casa del Colegio de los Padres Jesuitas, no muy lejos del barrio antiguo, del viejo El Cairo. El Cairo de los orígenes, aquel Al Qahira fundado por Gohar el siciliano, que conquistó Egipto el año 975. Cuando entró, casi le dio la sensación de que hacía un viaje en el tiempo.

En el aire se olfateaba la humedad que empapaba las paredes poco o nada soleadas de aquellas calles que desprendían un olor agrio, intenso y penetrante que no sabía precisar de dónde provenía exactamente. Aquel olor se mezclaba con otros aromas más agradables y con las voces y los gritos que salían de las ventanas de las casas del corazón de la ciudad. La disposición de las casas, que parecía que fueran a derrumbarse, permitía adivinar cómo debía ser el interior.

De hecho, Ubach alzó la vista hacia las ventanas y balconadas e intercambió la mirada con una mujer que espiaba desde detrás de unas celosías de madera. Seguramente, la sorprendió ver pasear por aquel callejón a un religioso occidental. A pesar de ello, los agujeros de aquella estructura de madera le permitían una vista privilegiada sobre aquel tramo de calle donde comenzaba una exposición extensa y variada de comercios artesanos. Negocios de telas para hacer trajes, sedas, vidrio, oro, cobre, madera, marfil, perfumes, plantas curativas, que convivían con los que habían hecho de la calle su negocio. Los vendedores de hachís, los pedigüeños, los músicos, los poetas, los vendedores de periódicos, los limpiabotas… Fue serpenteando aquellos callejones al mismo tiempo que procuraba esquivar los tenderetes que invadían el bastante pequeño espacio para los peatones. Distraído como estaba entre una cosa y otra, Ubach llegó antes de lo que pensaba al café del desgraciado Abdul, y Saleh ya lo esperaba allí. Después de los saludos y sin tiempo que perder, el beduino se internó por calles todavía más estrechas de las que había recorrido el monje para llegar hasta el café y el padre Ubach tuvo que esforzarse para seguirlo. Zambullidos de lleno en el viejo El Cairo, no tardaron demasiado en dar con la fachada de San Sergio, Abu Serga, la iglesia más antigua de El Cairo. Los recibió la frialdad de la nave de estilo basilical, y dos filas de seis columnas de mármol y una de granito rojo a cada lado partían el templo en tres partes. Ubach se quedó boquiabierto ante una pequeña plataforma elevada. Era un púlpito de madera provisto de antepecho y tornavoz, colocado de manera que predicar desde lo alto de aquella tribuna debía ser una experiencia que pensó que lo acercaría a los primeros cristianos. Una escalera de caracol sinuosa se dirigía hacia el facistol.

Avanzaron por la nave central, flanqueados por las columnas con una ornamentación muy cuidada, y tenían enfrente el iconostasio, una impresionante pared de madera trabajada con motivos arabescos de mármol que separaba el santuario de la nave. Detrás había tres ábsides con el altar principal en medio y las otras dos capillas dedicadas a los santos Sergio y Baco, a derecha e izquierda.

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