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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (15 page)

—Abu l-Hasán, debes confiar en Alá y luchar por la justicia. No te enardezcas ni en la venganza ni en la crueldad. Sé justo. Recuerda las palabras del Profeta: «Combatid por Alá contra aquellos que os ataquen, pero no rompáis las hostilidades. Alá no ama a los que provocan la guerra». Los zayyadíes han sido los que han provocado vuestra ira. No satisfechos con sus maldades, intentaron envenenar al embajador del reino de los negros. Pecaron contra los hombres y contra Dios. Merecen un castigo. Que Alá lo aplique a través de tu mano armada.

La recepción posterior fue breve. Los ánimos estaban enardecidos, la gesta se respiraba en cada poro de los cortesanos. Se sienten protagonistas de una epopeya que la historia recogerá en su memoria. Una alegría contagiosa se respiraba en aquel grupo de escogidos. Los generales, metódicos y ordenados, acordaban maniobras y rutas, determinaban abastecimientos y logísticas, asignaban recursos y discutían estrategias. Y, en medio de todos ellos, se erigía magnífico el sultán, cuyo resplandeciente liderazgo a todos admiraba y unía. La emoción nos embargaba. Fue un instante mágico en el que tuve la premonición de la victoria. De hecho, creo que los allí presentes fuimos partícipes de ese triunfo anticipado. Nos sentimos unidos en un destino luminoso y compartido. Ese es el verdadero talento del gobernante, hechizar con la alquimia de la ilusión a las fuerzas que lo sostienen. El que lo consigue, dispone de un ejército invencible que nada ni nadie podrá detener.

Estoy deseando partir con los ejércitos.

Vuelvo a tomar el cálamo cuatro días después de que la tinta manchara por última vez este papel. Sigo preso de la excitación que produce el trajín del ejército. El bullicio de las armas, los caballos, las tiendas, los pertrechos y equipamientos bélicos nos mantiene en un permanente estado de jubilosa tensión. Anteayer salimos de Fez. Acompaño al séquito del sultán, que ha pedido dormir en una tienda militar en el mismo campamento de sus soldados. La medida ha reforzado la admiración que sentimos por él. Vive y viste como un general más, sin ningún tipo de lujo ni ornato.

Durante el día avanzamos con lentitud, abriéndonos por el descampado. Reconocedores del terreno y vigías marchan adelantados. El enemigo ya se habrá enterado de nuestros planes, y en cualquier momento puede intentar un ataque desesperado. Sin embargo, no se percibe miedo ante el combate. La moral está alta y alegre. Marchamos hacia Oujda, llaneando por el gran valle que se extiende hacia el noreste. Las montañas del Rif lo delimitan al norte y el colosal Atlas al sur. En unos cinco días de marcha llegaremos al límite del reino, donde se nos unirán los ejércitos que proceden de otras guarniciones del país. Se han mantenido en estado de alerta las de Tánger, en previsión de un ataque de los castellanos, y las de Marraquech, como garantía ante las tribus irredentas del Sáhara. Asisto todas las noches al fuego del monarca, donde después de despachar algunos de sus asuntos de gobierno, se recitan versos de amor y guerra. No vienen mujeres en la expedición. Abu l-Hasán ha prohibido las sirvientas y concubinas. Incluso ha disuelto la caravana de prostitutas que siempre suele seguir a los ejércitos. No quiere ni disipación ni conflictos durante la campaña. Sus generales, entre risas, afirman que la abstinencia volverá más feroces a los soldados. Así desearán más a las mujeres del enemigo. Para mantener la moral y el espíritu militar, las normas han sido estrictas. Queda absolutamente prohibido, bajo severas penas, el vino, el juego y la homosexualidad, así como cualquier delito, por pequeño que sea, contra las poblaciones por las que atravesamos.

Es la primera gran expedición militar en la que participo, y jamás llegué a sospechar los extraños estímulos que me estremecen. Quizá todos los hombres llevemos un atávico guerrero agazapado en las entrañas, presto a emerger tras los estandartes que lo hagan vibrar. La civilización no ha logrado borrar esos instintos primitivos que laten con fuerza en las partidas de caza, o que estremecen en los lances de amor. Jamás me sentí guerrero, y guerrero hoy soy. Siempre desprecié la rudeza militar, y admiro ahora su ascética disciplina. Cabalgo y duermo con ellos y recito poemas ardientes al valor y la guerra. Quiero que mis versos incendien ánimos y sentidos bajo las estrellas africanas.

Después me tumbo bajo mi manta y medito sobre lo voluble de la voluntad humana y su extraña naturaleza. En la guerra, por primitiva, todo es más simple. Se trata de matar y ganar, o de perder y morir. Jamás me gustó pensar sobre la muerte, y hoy la canto heroica.

XVIII

A
L HAFIZ
, EL PROTECTOR

Nunca olvidaré el día en el que Jawdar murió entre mis brazos.

La muerte es fea, fría, aterradora. Esquivé su visión siempre que pude, y tan sólo en contadas ocasiones asistí a la agonía de mis conocidos o familiares. Cumplía después, cuando el cuerpo ya yacía bajo tierra.

El recuerdo atrae al escalofrío. Trabajaba solo en la notaría aquella mañana. Jawdar no se había presentado. Era extraño, jamás incumplía su principio sacrosanto de puntualidad. El hueco de su ausencia me produjo el mismo vacío que los barrancos de Guéjar. Me sentía inseguro mientras realizaba anotaciones en las escrituras sin su presencia bondadosa y sabia. Era raro, muy raro, que nada me hubiera advertido. ¿Por qué no había llegado? Nunca, nadie, debía haberme respondido a esa fatídica pregunta. A última hora de la mañana, un hombre se presentó nervioso ante mi oficial.

—Jawdar está muy enfermo. Pide que vayas.

Corrí tras el hombre, sin preocuparme de apariencias. Casi tiré el carro de un mercader, y empujé a una mujer al girar una esquina. Era consciente de que muchos de los mercaderes de la Alcaicería se escandalizarían al ver al ayudante de su notario correr como un loco ante clientes y paseantes, pero yo no estaba para sutilezas ni remilgos. Mi maestro estaba enfermo, muy enfermo, y debía llegar a él cuanto antes. No podía perder de vista al hombre que me guiaba. Corría como una liebre y me costaba seguirle. La urgencia de la agonía parecía concederle unas alas de las que yo carecía. A pesar de mi esfuerzo, se alejaba. Nunca había estado en casa de Jawdar y temía extraviarme por los vericuetos de las callejas de los barrios cada vez más humildes por los que nos adentrábamos. Le grité que me esperase. Cuando le alcancé, le pregunté entre jadeos:

—No estará muerto, ¿verdad?

—Creemos que agoniza. Apenas se entienden sus palabras…

Supe de la muerte cercana. Me pareció reconocer su huesudo rostro de espanto en los rostros de las personas con las que nos cruzábamos.

Cada calle que recorríamos desembocaba en un barrio aún más pobre. Llegamos hasta un arrabal cuyo nombre ni siquiera conocía y nos detuvimos delante de una casa humilde, pero limpia y encalada. Entramos a un patio pequeño, sombreado por una higuera y un melocotonero. La vivienda me resultó familiar, a pesar de jamás haber pisado aquel barrio marginal. Uno de los vecinos que allí se encontraba me condujo, en respetuoso silencio, hasta la habitación del fondo, donde se encontraba mi maestro, tumbado sobre un camastro. En su rostro afilado, descubrí a la muerte que asediaba aquella alma. Pronto sería suya. Quise ser fuerte, y le agarré su mano. Estaba fría. Jawdar pareció reconocerme, y esbozó algo parecido a una sonrisa.

—Abu Isaq… has venido.

—Maestro, aquí estoy. En la notaría todo va bien, no te preocupes. Pronto te pondrás bueno y podrás volver al trabajo. Yo te mantendré los asuntos al día.

—Abu Isaq, no juegues con los hilos del destino. Lo que está escrito, escrito está. No volveré a la notaría, ni saldré con vida ya de mi hogar…

Respiraba convulsamente, y le costaba pronunciar frases largas. Yo guardaba silencio y no le interrumpía, para no apremiarlo ni atosigarlo.

—Quiero que des fe de mi testamento. Toma como testigo a cualquiera que se encuentre en la casa. Son todos amigos y respetarán mis deseos.

—Haré lo que me pides.

Tomé un cálamo y papel y pedí al que me que había guiado hasta allí que testificara lo que allí se dijese.

—Puedes dictar tu testamento.

—En la confianza de la clemencia de Alá entrego mi alma. Sólo poseo mi notaría, que dejo a Abu Isaq Es Saheli. Esta casa también quiero que sea administrada por él, siempre que cumpla la condición que le pediré en privado.

—Se hará como desees.

—Estos son los únicos bienes que poseo. El dinero ya lo repartí entre los pobres.

El deber cumplido de legar su herencia pareció reanimarlo. Hablaba con mayor fluidez, y era capaz de articular largas frases. Yo estaba sorprendido al resultar heredero universal de sus bienes. El testigo, conocedor de la virtud de mi maestro, murmuró:

—En verdad es un hombre santo. Todo lo que ganó lo repartió como limosna. Como dice nuestro libro sagrado: bienaventurados los creyentes que cumplen la limosna con humildad, que evitan la ostentación y que la ofrecen por propia iniciativa.

Jawdar logró oírlo y encontró fuerzas para responder.

—No soy un hombre santo. Por eso pido clemencia a Alá.

Haciendo un enorme esfuerzo logró levantar la cabeza. Pidió al hombre presente que saliera.

—Deseo hablar a solas contigo, Es Saheli.

Me senté a su lado. Me cogió la mano, y me miró sin verme.

—Me muero, Es Saheli, me muero. Espero estar pronto en el regazo de Dios. Pero antes tengo que pedirte un gran favor.

—Te escucho.

Jawdar carraspeó antes de pronunciar un deseo que se adivinaba íntimo, secreto.

—Abu Isaq, no fui tan virtuoso como todos creen.

Lo dejé hablar. Aquel hombre era un santo, nada malvado podía anidar en su corazón.

—Me casé con Adiba, la hija de un rico comerciante. Era bella como una rosa y ambiciosa como un cortesano. Con los muchos dinares que ganaba en la notaría hice construir una hermosa casa de dos plantas. La fuente del patio alegraba con sus cantos las noches de estío. Pero yo no fui feliz a su cobijo. Ella quería riquezas y posición, y yo me esforzaba por conseguírselas. Me halagaba que su familia admirara mi brillo y capacidad. Le oculté los pecados de mi madre, incapaz de afrontar en público lo que en privado ya había aceptado. Lo que para todos sería un terrible vicio, era para mí la muestra suprema del amor que nos profesó.

—Tenías motivos para estar orgulloso de ella, Jawdar.

—Espera, deja que termine. Ya sabes lo impredecibles que son los humores del alma. Algo raro me sucedió. A medida que mi mujer más se acicalaba, con sofisticados perfumes y sensuales vestidos de gasa y seda, menos la deseaba. Yacía con ella por deber, en busca de un hijo que el destino no nos regaló. El gozoso acto de amor suponía en verdad un sacrificio, una obligación. Llegué a dudar de mi propia hombría.

Entre frase y frase, Jawdar respiraba con dificultad. Yo nada le decía, para no interrumpirlo ni apremiarlo.

—En esto que murió Alawán —continuó mi maestro—, el marido de mi madre. Lo sentí de veras, había aprendido a respetar a aquel pobre hombre al que durante mi adolescencia tanto odié. Dispuse la ceremonia de su funeral en una mezquita, para que mi mujer no conociera esta casa. Me avergonzaba de lo propio, de nuevo me postraba como esclavo de las apariencias. La familia de mi esposa acudió al funeral, como signo del respeto que me profesaba, y allí se encontraron con algunas de las amigas de mi madre, de profesión tan dudosa como la que ella había ejercido desde la clandestinidad de su propio domicilio. Sus afeites ya lo decían todo. Los parientes se escandalizaron por el hecho de que en el funeral de la familia del notario de la Alcaicería asistiese aquel ramillete de rameras descaradas. Nada me dijeron, porque eran gente educada y discreta, pero aquel funeral tuvo dos consecuencias que marcaron mi vida posterior. Por la noche, discutí con Adiba, que me echó en cara la baja estofa de las amistades de mi familia. A punto estuve de repudiarla, pero decidí aguantar bajo el yugo de un matrimonio que ya supe sin amor para el resto de mis días. Pero algo luminoso también ocurrió. Al salir del funeral crucé la mirada con una de las prostitutas y, desde ese mismo instante, deseé no tener que apartar nunca más mis ojos de los suyos. Intuí un océano de sensaciones desconocidas que me llamaban desde su interior. No nos dijimos ni una palabra, pero algo quedaba pendiente entre nosotros. La volví a encontrar en una visita que hice durante los días siguientes a mi madre. Se llamaba Jasmina. Nos hicimos amantes, y me enseñó del amor y la pasión. Me mostró los gozos y los deleites que caben en el cuerpo de una mujer y con ella navegué por los mares del placer sin orillas ni límites. Durante meses la frecuenté a escondidas, mientras mantenía las apariencias del matrimonio, sólido ante los ojos de las gentes, pero ya roto para nuestros corazones.

Oía con asombro su historia. Sabía que era viudo desde hacía muchos años, pero jamás nadie me contó nada acerca de su vida marital. Jawdar abría la ventana de su proverbial discreción. Me sentí aún más cercano a él. Yo era víctima de temores sociales y de las apariencias, me iba a casar sin amor, y también compartía pasión con una prostituta. Sus labios volvieron a abrirse.

—Jasmina me dijo que abandonaría la profesión. No podía estar en brazos de otros hombres. Y fue entonces cuando le pedí que siguiera ejerciendo su oficio, que yo la quería tal y como era. Ni yo mismo comprendí bien por qué hacía eso. Esa sería mi verdadera muestra de amor, pensé. «Como tu madre y Alawán», me comentó. «Sí», le respondí. «Como mi madre y Alawán». Después, rompí a llorar como un niño entre sus brazos. Con la profunda sabiduría que encierran las mujeres, entre besos y caricias, me prometió que seguiría en su oficio, pero que lo dejaría en cuanto se lo pidiese. Ya ves, Abu Isaq. Yo, que tanto desprecié a Alawán, terminé convirtiéndome en continuador de sus miserias.

Acaricié la mano de Jawdar. Sabía de su esfuerzo por hablar y por sincerarse.

—Una tarde, Jasmina me confesó que estaba embarazada. Me dijo que creía que el hijo era mío, aunque no lo podía asegurar. Le creí. En esa ocasión fue ella la que lloró. «No te preocupes —la consolé—, a tu hijo nada le faltará». Todo se complicaba, y tuve que hacer un gran esfuerzo para que mi propio desorden no afectara a la marcha de una notaría próspera. En esto, mi esposa Adiba enfermó y nada pudimos hacer por salvar su vida. Llamé a los más reputados médicos de Granada, pero con su ciencia no pudieron alterar los designios del destino. Lloré en su entierro ante mi mayor fracaso. Despedía a una mujer a la que no supe amar ni hacer feliz. Tras su entierro, me refugié en los brazos de Jasmina, hasta que la prominencia de su vientre nos recomendó atemperar nuestro ímpetu. Sufrí por aquel entonces una profunda crisis personal, al no poder soportar la dislexia que me causaba el mantener la imagen de honrado notario, severo y justo, durante el día, y amante de una prostituta por la noche. Sería, además, padre de un hijo secreto. Incapaz de mantener la farsa por mucho tiempo, me planteé abiertamente el hacer pública la situación, pero fue la misma Jasmina la que me disuadió de mi locura: «Perderás tu honorabilidad y tu clientela. A los comerciantes de la Alcaicería no les gustará descubrir que convives con una prostituta, a la que dejaste preñada antes de que muriera tu mujer. No seas loco, nada ganarás con ello. Cada sociedad tiene sus leyes, y si quieres vivir en ella, debes cumplirlas. Y las de las apariencias son de las más importantes. Sigue con tu juego de prestigioso notario. Será mejor para todos, también para tu hijo».

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