El asesinato como diversión

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

 

El asesinato como diversión
debería ser un nuevo serial radiofónico hilarante e ingenioso, una auténtica garantía de éxito, pero su creador, un joven guionista descontento con su actual trabajo, no consigue que nadie acepte emitirlo. Con los guiones redactados y a punto para el ansiado día del estreno, todo parece indicar que deberá armarse de paciencia hasta que consiga vender el producto a alguien con criterio e intuición suficientes como para valorar su obra. La vida del joven guionista, sin embargo, dará un vuelco cuando un asesino anónimo cometa atroces crímenes siguiendo al pie de la letra sus textos inéditos. Si nadie salvo él conoce las historias de su propio proyecto, ¿quién convencerá a la policía de que él es inocente de tales asesinatos?

En
El asesinato como diversión,
Fredric Brown hizo patente su admiración por Lewis Carroll y el mundo maravilloso de Alicia, con lo que se avanzaba a los contenidos de su obra maestra La noche a través del espejo. También se adelantaba, y nada menos que en dos décadas, a la espectacular inserción, por Donald E. Westlake, del humor en la novela negra. Por uno y otro motivo, esta obra ocupa un importante lugar en la carrera del autor y en la historia de dicha corriente literaria.

Fredric Brown

El asesinato como diversión

ePUB v1.0

chungalitos
30.01.12

Título original:
Murder Can Be Fun

Traducción: Celia Filipetto

© 1948 Fredric Brown

© 1990 Plaza & Janés editores

Edición digital: Dragon

LA PESADILLA DEL PEÓN

Al lector de
El asesinato como diversión
le puede sobrevenir, a medida que recorre las páginas, un par de sorpresas. La primera estaría relacionada con la intermitente presencia del humor en el estilo narrativo y en diversos acontecimientos del relato. La segunda vendría dada por la progresión de la historia según procedimientos típicos de las novelas basadas en el planteamiento y la investigación de un enigma. El lector sorprendido desde uno y otro punto de vista pensaría probablemente que esta obra de Fredric Brown se alejaba de las características clásicas de la novela negra.

Acaso no resulte necesario justificar lo que aparentemente desvía del
roman noir
por excelencia a
El asesinato como diversión.
Una vez que el lector se adentra en la novela, advierte que ni el humor ni el esquema enigmático impiden la confluencia de la misma en el ámbito de la narrativa que surgiera durante los años veinte en la revista
Black Mask.
Pero conviene, de todas formas, precisar que el recurso al juego deductivo se encuentra en muchas novelas negras de alto fuste, aunque, eso sí, con el hecho diferencial, ante la tradicional narrativa de enigma, de que allí no constituye el objetivo hegemónico, determinante de arquitectura y lenguaje, sino tan sólo un cañamazo para la creatividad literaria propiamente dicha. Y recordar que, a lo largo de la evolución de la novela negra, las formas humorísticas han revestido, en abundantes casos, contenidos notablemente dramáticos.

Precisamente uno de los méritos que individualizan los métodos expresivos de Fredric Brown reside en el sentido del humor.
El asesinato como diversión
es ejemplar al respecto, sobre todo en cuanto las ironías del autor no acostumbran a incurrir en recreos gratuitos, sino que, por el contrario, se insertan en los significados profundos de la acción. Así lo ilustra el siguiente dialogo entre Barkey y el protagonista Bill Tracy. El primero comenta: «Uno de los muchachos me contó que trabajabas en una casa de putas.» Tracy responde: «Algunos la llaman radio.» Y ocurre que el personaje principal, periodista de vocación, se siente prostituido por su dedicación laboral a escribir seriales radiofónicos con motivo de que así gana mucho más dinero que trabajando para un periódico; los eventos de la trama repercutirán paulatinamente en su definitiva liberación, como si limpiaran la mente y la conciencia de un individuo cuyos guiones están patrocinados, ironía feroz, por un fabricante de jabones.

En otro momento de la novela se lee: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.» Brown ha elegido un rumbo creativo para sugerir el grado alcanzado por la pesadilla que se abate sobre el protagonista, y tales frases se inscriben en un relato que, de principio a fin, supone, más allá de la posible cotidianidad de los hechos, una pesadilla. El drama no sólo subsiste, sino que se magnifica por debajo de palabras destinadas al efecto humorístico.

Hay, además, un entramado subterráneo que refiere
El asesinato como diversión
al mundo de los cómics. El título original,
Murder Can Be Fun
(que es el título de una serie de programas radiofónicos de tema criminal que Tracy intenta materializar como alternativa al melodramático serial a su cargo), enlaza con otra denominación norteamericana de los cómics,
funnies.
El protagonista subraya esta relación entre novela y cómics cuando proclama: «Yo soy Bill Tracy, y no Dick Tracy.» Y las siglas,
KRBY
, de la emisora radiofónica, obligan a pensar en Rip Kirby, otro famoso héroe de los cómics de género criminal. Tales connotaciones de la novela contribuyen a acentuar la propuesta de un sistema de narración en que el humor pueda formar lógica parte de un desarrollo dramático.

En el saldo positivo de Fredric Brown se debe colocar una postura ciertamente innovadora, ya que ni en la serie del detective BiIl Crane llevada a cabo por Jonathan Latimer durante los años treinta el humor adquiría tal sustancialidad con relación a la estructura narrativa. Lo que
El asesinato como diversión
alcanza en este punto es lo que conseguirán determinadas novelas de Donald E. Westlake en la segunda mitad de los años sesenta, aunque estas últimas se decanten a derivaciones bufas que entrañan un diverso nivel de equilibrio entre la jocosidad y la emoción. Pudiérase prolongar la cita de Westlake mediante la señalización de una coincidencia: ¿La repentina incapacidad de Tracy para seguir adelante con sus guiones para
Los millones de Millie
no se avanza también al repentino bloqueo del protagonista de
Adiós, Scheherezade
(obra westlakiana de 1970) que le impide desarrollar un nuevo relato erótico?

La tentativa de Tracy para huir de
Los millones de Millie
se plasma en el proyecto de la ya mencionada serie de programas con tema criminal, pero, con malévola ironía de Fredric Brown, los primeros esbozos sugieren a un asesino sucesivos crímenes; del humor, ya negro en esta zona narrativa, se pasa a la esfera donde el autor manifiesta mejor sus habilidades fabuladoras: la interconexión entre lo real y lo que tiene porte de fantástico, nutrida con astucia por otro tema recurrente de Brown, el del alcoholismo y sus efectos en una turbia conciencia de la realidad. Como anticipo, muy oportuno, de una novela posterior de Brown,
La noche a través del espejo,
empiezan a asomar las referencias a Lewis Carroll y el universo maravilloso de Alicia, al tiempo que la implacable objetividad del ajedrez introduce sus piezas corpóreas en un mundo que parece conducir al onirismo. Por si fuera poco, a la Millie Mereton del serial, obligado objeto de los esfuerzos imaginativos del guionista, se contrapone la Millie Wheeler vecina del protagonista, una Millie tan de hueso y carne que trabaja como modelo de ropa interior.

Brilla tanto la esencialidad de cuanto compone
El asesinato como diversión,
que la novela da la sensación de una obra de artesanía, amorosamente pergeñada. De hecho, el origen de la misma se remonta a seis años antes, en 1942, cuando Fredric Brown publicó un relato corto que se titulaba
The Santa Claus Murders;
canibalizada una idea de aquella narración,
El asesinato como diversión
fue editada en 1948 por Dutton, en tapa dura, con el nombre de
Murder Can Be Fun,
y al año siguiente una reedición en rústica la presentó bajo la denominación
A Plot for Murder.
La presencia de ingredientes que, con otras formas y significaciones, reaparecerían en la obra maestra del novelista,
La noche a través del espejo,
en 1950, abona la creencia en que Fredric Brown había extremado los cuidados en la elaboración de una novela que era la tercera de su carrera y la primera sin el protagonismo de Ed Hunter y su tío Am.

El ambiente de incomprensible pesadilla bajo hipotéticas alucinaciones a causa del constante recurso al alcohol trascendentaliza las definitivamente lúcidas reflexiones de Bill Tracy en torno a la pregunta que le había dirigido el jugador de ajedrez con relación a los peones: «¿Nunca has oído gritar a uno de ellos cuando es capturado?»
El asesinato como diversión
encubre, bajo formas humorísticas, un mal sueño cuyo término coincide con el despertar y la libertad del peón hasta entonces cautivo.

JAVIER COMAS

CAPÍTULO I

En los Estados Unidos hay pocas calles por las que un hombre puede pasearse llevando una máscara, sin llamar demasiado la atención. La calle de Broadway, en Manhattan, es una de ellas; Broadway ha llevado la sofisticación a los límites del candor.

El hombre de la máscara se había apeado de un coche aparcado justo a escasos metros de Broadway, en una de las calles Cincuenta. Muchos debieron haberlo visto bajar del coche, pero daba igual. Incluso si más tarde la Policía hubiera logrado seguirle la pista hasta ese coche, también hubiera dado igual. Era un coche robado; además, ese robo no habría sido denunciado durante varias horas.

En pleno diciembre nadie se hubiera fijado en su brillante traje rojo. Pero bajo el sofocante sol de agosto, apenas logró algunas miradas curiosas de los peatones que pasaban a su lado. Algunos se aventuraron incluso a girar la cabeza en su dirección, y preguntarse por qué no llevaba un cartel publicitario colgado a la espalda. Sin duda tenía que estar vendiendo o anunciando algo
.
Nadie que estuviera en su sano juicio llevaría un pesado traje de Papá Noel en agosto, a menos que estuviera vendiendo o anunciando algo.

Pero incluso si el hombre disfrazado de Papá Noel no estaba en su sano juicio, al curioso ocasional era algo que le daba igual. Todo el mundo sabía que se trataba de algún tipo de montaje, y sólo a los tontos les llaman la atención las cosas que no les conciernen. No tardaría en detenerse en un portal y ponerse a pregonar; después resultaría que vendía, a veinticinco céntimos la barra, jabones de Papá Noel, garantizado para arrancarle la piel a las patatas, con lo cual uno no necesitaría de un cuchillo para pelarlas.

Pero el hombre disfrazado de Papá Noel no se detuvo ni a pregonar ni a pelar. Siguió caminando, no muy de prisa, pero con el ritmo eficiente de quien sabe a dónde va.

Como disfraz era perfecto. El traje rojo y la cara mofletuda, falsamente alegre, inducían a error en cuanto a su verdadero peso y constitución, y lo hacían de un modo tan perfecto, que a aquel hombre no le habría hecho falta atarse una almohada a la cintura para conseguir que muchos juraran que era bajito y rechoncho. Más tarde, la Policía localizaría a una decena de entre los miles de personas que habían pasado junto a él, y las declaraciones de estas personas resultarían conflictivas hasta los límites de lo absurdo. Para los testigos ortodoxos había sido gordo y rechoncho. Para unos pocos —los agnósticos— alto, y lo habrían calificado de delgado de no haber sido por la almohada. Por cierto, ¿había utilizado una almohada?

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