El asesinato de Rogelio Ackroyd (14 page)

—Supongo que sabes lo que haces —señalé nerviosamente—. Le estás poniendo la cuerda al cuello a Ralph Patón con tanta seguridad como tú estás sentada en esa silla.

—Nada de eso —replicó Caroline sin inmutarse—. Lo que me ha extrañado muchísimo es que tú no se lo hayas dicho.

—Me he guardado muy bien de hacerlo. Quiero de veras al muchacho.

—Yo también. Por eso digo que piensas en tonterías. No creo que Ralph haya asesinado a su tío, de modo que la verdad no puede hacerle daño, y debemos ayudar a Mr. Poirot en todo lo que podamos. Piensa en la posibilidad de que Ralph estuviera con la misma chica la noche del crimen y, si es así, tiene una coartada perfecta.

—Si tiene una coartada, ¿por qué no viene a decirlo?

—Teme ocasionar disgustos a la chica. Pero si Mr. Poirot la encuentra y le hace ver que es su obligación, se presentará por sí misma para demostrar la inocencia de Ralph.

—Me parece que has imaginado una novela romántica. Lees demasiada literatura barata, Caroline. Siempre te lo he dicho.

Volví a sentarme en mi sillón.

— ¿Poirot te ha preguntado algo más?

—Sólo respecto a los enfermos que recibiste aquella mañana.

— ¿Los enfermos? —repetí sin comprender.

—Sí, los del consultorio. ¿Cuántos y quiénes eran?

— ¿Quieres hacerme creer que has sido capaz de decirle eso?

Caroline es realmente sorprendente.

— ¿Por qué no? —inquirió con tono triunfal—. Veo el sendero que lleva a la puerta de tu consultorio desde esta ventana y tengo una memoria excelente, James. Mucho mejor que la tuya, deja que te lo diga.

— ¡Estoy convencido de ello!

Mi hermana prosiguió, contando con los dedos:

—Vino la vieja Mrs. Bennett y el muchacho de la granja que tenía un dedo herido; Dolly Grice, para que le quitaras una aguja que se clavó en el dedo; el camarero norteamericano del transatlántico. Déjame contar, llevamos cuatro. Sí, y el viejo George Evans, con su úlcera. Además...

Se detuvo de un modo significativo.

-¿Sí?

Caroline creó el climax apropiado y triunfal para sisear con su mejor estilo y ayudada por las muchas «eses» a su disposición.

—Miss Russell.

Se recostó en su silla y me miró fijamente. Y cuando mi hermana te mira así es imposible no darse cuenta.

—No sé a qué te refieres —dije, mintiendo con descaro—. ¿Por qué no había de venir miss Russell a consultarme respecto a su rodilla enferma?

— ¡Qué rodilla enferma ni qué narices! ¡Monsergas! Tiene la rodilla tan enferma como tú y yo. Lo que buscaba era otra cosa.

— ¿Qué?

Caroline tuvo que confesar que lo ignoraba.

— ¡Pero ten por seguro que eso es lo que Mr. Poirot deseaba saber! Esa mujer esconde algo y él lo sabe.

—Es la misma reflexión que Mrs. Ackroyd me hizo ayer —exclamé—. Decía que miss Russell tenía algo sobre su conciencia.

— ¡Ah! —exclamó mi hermana misteriosamente—. Mrs. Ackroyd. ¡Otra que tal!

— ¿Otra qué?

Caroline rehusó explicar sus observaciones. Se limitó a asentir varias veces, dobló su labor y subió a su cuarto para ponerse la blusa de seda de color malva y el medallón de oro, que era su atuendo para cenar.

Me quedé mirando el fuego y pensando en las palabras de Caroline. ¿Habría venido Poirot en realidad para obtener informes sobre miss Russell, o la mente tortuosa de Caroline había interpretado sus reflexiones de acuerdo con sus propias ideas?

La conducta de miss Russell aquella mañana no había sido sospechosa, pero recordaba su insistencia sobre el tópico de las drogas y los venenos. Sin embargo, eso no probaba nada. Ackroyd no había muerto envenenado. Así y todo, era extraño.

Oí la voz de Caroline llamándome desde lo alto de la escalera:

—James, vas a retrasarte para la cena.

Eché carbón al fuego y subí obedientemente.

Conviene tener paz en casa a cualquier precio.

Capítulo XII
-
En torno a la mesa

La encuesta judicial se celebró el lunes. No me propongo entrar en detalles, pues tendría que repetir lo ya expuesto. Debido a un acuerdo con la policía, muy poca cosa se dijo en público. Declaré la causa de la muerte de Ackroyd y la hora probable de ésta. La ausencia de Ralph Patón fue comentada por el
coroner
sin insistir demasiado.

Después, Poirot y yo hablamos con el inspector Raglán. Éste parecía muy preocupado.

—Esto pinta mal, Mr. Poirot. Trato de juzgar las cosas con justicia y mesura. Soy hijo de aquí y he visto muchas veces al capitán en Cranchester. No deseo probar su culpabilidad, pero pinta mal lo mire por donde lo mire. Si es inocente, ¿por qué no se presenta? Los indicios parecen culparle, pero acaso tenga una explicación plausible. ¿Por qué no viene y la da?

El inspector no nos lo decía todo. La descripción de Ralph había sido enviada a todos los puertos y estaciones de ferrocarril de Inglaterra. La policía andaba al acecho en todas partes. Se vigilaban sus habitaciones en Londres y las casas que frecuentaba. Con semejante cordón policial, parecía imposible que escapara a la justicia. No llevaba equipaje y se le suponía sin dinero.

—Nadie le vio en la estación aquella noche —continuó Raglán—. Sin embargo, se le conoce muy bien allí y era de suponer que alguien se hubiese fijado en él. Tampoco tenemos noticias de Liverpool.

— ¿Usted cree que fue a Liverpool? —inquirió Poirot.

—Es posible. La llamada telefónica de la estación llegó tres minutos antes de salir el expreso de Liverpool. Seguramente los dos hechos están relacionados.

—A menos que lo hayan hecho para que sigamos una pista falsa. La llamada por teléfono quizá responda a ese motivo.

—Es posible —confesó el inspector—. ¿Cree usted que ésa es la explicación a la llamada?

—Amigo mío —dijo Poirot—, ¡yo no sé nada! Pero voy a decirle algo: creo que, al dar con la explicación de esa llamada, encontraremos la del crimen.

—Ya nos dijo algo por el estilo antes —observé mirándole con curiosidad.

Poirot asintió.

—Siempre vuelvo a lo mismo —declaró Poirot con gran seriedad.

—Me parece que no tiene nada que ver —afirmé.

—No digo tanto —exclamó el inspector—. Pero he de confesar que Mr. Poirot le da demasiada importancia. Tenemos pistas mejores que ésa. Las huellas dactilares en la daga, por ejemplo.

Poirot demostró de pronto, como siempre que se excitaba, su origen extranjero.


Monsieur l’inspecteur
, tenga cuidado con la calle...
Comment diré?
Con el callejón que no lleva a ninguna parte.

Raglán se le quedó mirando, pero yo me adelanté.

— ¿Quiere usted decir el callejón sin salida?

—Eso mismo, el callejón sin salida, el que no lleva a ninguna parte. Eso puede ocurrirle con las huellas de la daga: a lo mejor no le llevan a ninguna parte.

—No veo el porqué —contestó Raglán—. Supongo que se refiere a la posibilidad de que estén trucadas. He leído que eso se hace, aunque no lo he visto nunca en la práctica. Pero, reales o falsas, tienen que llevar a alguna parte.

Poirot se limitó a encogerse de hombros, al tiempo que abría los brazos.

El inspector nos enseñó varias ampliaciones de las huellas y habló en términos técnicos de sus características.

—Veamos —dijo finalmente, molesto por la actitud indiferente de Poirot—, ¿está dispuesto a admitir que esas huellas fueron dejadas por alguien que se encontraba en la casa aquella noche?


Bien entendu!

—Pues bien, he tomado las huellas de todos los de la casa, empezando por la vieja y acabando por la cocinera.

No creo que le gustase a Mrs. Ackroyd oír lo de «vieja». Calculo que debe de gastar sumas considerables en cosméticos.

—Las de todo el mundo —repitió el inspector nervioso.

—Incluso las mías -—dije con voz adusta.

—Pues bien, ninguna corresponde. Eso nos deja dos alternativas: Ralph Patón o el misterioso forastero de quien nos habla el doctor. Cuando pongamos la mano sobre ellos...

—... tal vez hayamos perdido un tiempo valioso —interrumpió Poirot.

—No le entiendo.

—Dice usted que ha tomado las huellas de todos los de la casa. ¿Está seguro,
monsieur l’inspecteur?

—Segurísimo.

— ¿Sin olvidar a nadie?

—Sin olvidar a nadie.

— ¿Los vivos y los muertos?

Durante un segundo el inspector se quedó desorientado, interpretando aquello como una observación religiosa. Luego, reaccionó lentamente.

— ¿Qué quiere usted decir?

— ¡El muerto,
monsieur l'inspecteur!

Raglán necesitó unos minutos para comprenderlo.

—Le sugiero —explicó Poirot plácidamente— que las huellas del puño de la daga pertenecen a Mr. Ackroyd en persona. Es fácil de comprobar. Todavía disponemos del cuerpo.

— ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿No creerá usted en un suicidio?

—No, no. Mi teoría es que el criminal llevaba guantes, o la mano envuelta en un trapo. Después de asestar el golpe, cogió la mano de su víctima y la cerró sobre la empuñadura de la daga.

— ¿Por qué?

Poirot volvió a encogerse de hombros.

— ¡Para embrollar todavía más un caso complicado!

—Bien. Voy a comprobarlo. Pero dígame: ¿cómo se le ha ocurrido semejante idea?

—Cuando usted, con tanta amabilidad, me enseñó la daga y llamó mi atención sobre las huellas. Entiendo muy poco de esas cosas y confieso mi ignorancia, pero se me ha ocurrido que la posición de las huellas no es natural. No es así como yo hubiera empuñado una daga para asestar un golpe. Desde luego, con la mano derecha doblada hacia atrás por encima del hombro, era difícil colocarla en la posición correcta.

Raglán miró a Poirot, quien, fingiendo una indiferencia total, quitó una mota de polvo de la manga de su chaqueta.

—Es una idea —admitió el inspector—. Voy a comprobarlo en el acto, pero no se desanime si no da resultado.

Trataba de hablar amablemente con una voz que denotaba cierto aire protector y de superioridad. Poirot le miró mientras se alejaba y se volvió hacia mí sonriente.

—Otra vez deberé tener más cuidado con su
amour propre
. Y ahora que estamos solos, ¿qué le parece a usted, mi buen amigo, una pequeña reunión familiar?

La «pequeña reunión», como la llamaba Poirot, se efectuó media hora después. Nos sentamos en torno a la mesa del comedor de Fernly Park. Poirot se colocó en el extremo de la mesa, como el maestro de ceremonias de alguna velada fúnebre. Los criados no estaban presentes, de modo que éramos seis: Mrs. Ackroyd, Flora, Blunt, Raymond, Poirot y yo.

Cuando estuvimos todos sentados, Poirot se levantó y saludó,


Messieurs, mesdames
, me he permitido reunirlos con un fin determinado. Para empezar, tengo que dirigir una súplica especial a mademoiselle.

— ¿A mí? —dijo Flora.

—Mademoiselle, usted es la prometida del capitán Patón. Si alguien disfruta de su confianza, es usted. Le ruego encarecidamente que, si conoce su paradero, le convenza para que salga al descubierto. Un momento —añadió al ver que Flora iba a protestar—. No diga nada hasta haber reflexionado. Mademoiselle, la posición del capitán se hace más peligrosa cada día. Si se hubiese presentado en seguida, por desfavorables que para él hubiesen sido los indicios recogidos, tenía probabilidades de explicarse, pero este silencio, la huida, ¿qué significan? Únicamente una cosa, es evidente: confirman su culpabilidad. Mademoiselle, si usted cree realmente en su inocencia, trate de persuadirle para que salga de su escondite antes de que sea demasiado tarde.

Flora se había puesto muy pálida.

— ¡Demasiado tarde! —susurró.

Poirot se inclinó para mirarla fijamente a los ojos.

—Mire usted, mademoiselle. Papá Poirot es quien se lo pide, el viejo papá Poirot, que sabe muchas cosas y tiene mucha experiencia. No voy a hacerle caer en trampas, mademoiselle. ¿No quiere confiar en mí y decirme dónde se esconde?

La muchacha se levantó y se encaró con él.

—Monsieur Poirot, le juro solemnemente que ignoro dónde está Ralph y que no lo he visto ni he sabido de él durante o después del día del crimen.

Volvió a sentarse. Poirot la contempló en silencio unos instantes y de pronto dio una palmada en la mesa.


Bien!
Ésta es la cuestión. —Su rostro adquirió una expresión dura— Ahora hago un llamamiento a los demás que están sentados en torno a esta mesa: a Mrs. Ackroyd, al comandante Blunt, al doctor Sheppard, a Mr. Raymond. Todos eran amigos del desaparecido. ¡Si saben dónde se esconde Patón, hablen! —Hubo un largo silencio en el que Poirot nos miró a todos alternativamente—. Se lo ruego. ¡Hablen!

Pero el silencio se prolongó hasta que Mrs. Ackroyd lo rompió.

—La verdad —se lamentó— es que la ausencia de Ralph es muy extraña, mucho. No presentarse en un momento como éste, deja entrever que hay algo detrás de su actitud. No puedo dejar de pensar, querida Flora, que es una suerte que vuestro compromiso no haya sido anunciado formalmente.

— ¡Madre! —exclamó Flora con enfado.

— ¡Es la Providencia! —declaró Mrs. Ackroyd—. Tengo una fe ciega en la Providencia, la divinidad que da forma a nuestros fines, como dicen unos bellos versos de Shakespeare .

— ¡Estoy seguro, Mrs. Ackroyd —exclamó Raymond, cuya risa irresponsable retumbó en el comedor—, de que no hará responsable al Todopoderoso de todos los tobillos hinchados!

Supongo que Raymond lo dijo para relajar la tensión, pero Mrs. Ackroyd le lanzó una mirada de reproche mientras sacaba su pañuelo.

— ¡Mi hija se ha ahorrado muchos disgustos! No es que piense un solo momento que el querido Ralph tenga algo que ver con la muerte del pobre Roger. No lo creo. Pero también es cierto que tengo un corazón confiado. Desde la infancia soy así. Me cuesta mucho creer en la maldad ajena. Pero, desde luego, no hay que olvidar que cuando era niño fue víctima de algunos ataques aéreos. Dicen que a veces los resultados tardan en manifestarse. Las personas no son responsables de sus actos, pierden el dominio sobre ellas mismos y no permiten que nadie les ayude.

— ¡Mamá! No creerás que Ralph es culpable?

— ¡Vamos, Mrs. Ackroyd! —exclamó Blunt.

—No sé qué pensar —dijo Mrs. Ackroyd, lloriqueando—. Todo esto me trastorna. ¿Qué sería de la herencia, de esta finca, si se descubriera que Ralph es culpable?

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