El asesinato de Rogelio Ackroyd (12 page)

—Entiendo que usted actúa en nombre del capitán Ralph Patón —dijo el abogado con cautela.

—Nada de eso. Obro en interés de la justicia. Miss Ackroyd me ha pedido que investigue la muerte de su tío.

Hammond pareció sorprendido.

—No puedo creer que el capitán Patón tenga algo que ver en este crimen. Sin embargo, las apariencias le acusan. ¡El solo hecho de sus problemas financieros...!

— ¿Andaba apurado? —repitió Poirot con viveza.

El abogado se encogió de hombros.

—Es un estado crónico en Ralph —dijo de forma adusta—. El dinero se le escurre entre las manos como el agua. Siempre tenía que recurrir a su padrastro.

— ¿Lo había hecho así en estos últimos tiempos? ¿Durante el último año, por ejemplo?

—No puedo decirlo. Mr. Ackroyd no me dijo nada de ese tema.

—Comprendo, Mr. Hammond. Creo que usted está al corriente de las disposiciones testamentarias de Mr. Ackroyd.

—Desde luego. Ése es el motivo de mi presencia aquí hoy.

—Así pues, en vista de que actúo en nombre de miss Ackroyd, no tendrá usted inconveniente en darme a conocer los términos del testamento.

—Son muy sencillos. Descartando la fraseología legal y después de hacer constar algunos legados y dádivas...

— ¿Que son? —le interrumpió Poirot.

Hammond pareció sorprendido.

—Mil libras a su ama de llaves, miss Russell; cincuenta libras a la cocinera, Emma Cooper; quinientas libras a su secretario, Mr. Geoffrey Raymond; luego, a varios hospitales...

Poirot levantó la mano.

—La parte benéfica no me interesa.

—Pues bien, la renta de diez mil libras en valores debe ser pagada a Mrs. Cecil Ackroyd mientras viva. Miss Flora Ackroyd hereda inmediatamente la cantidad de veinte mil libras. El resto, incluyendo esta propiedad y las acciones de la firma Ackroyd & Son, va a su hijo adoptivo, Ralph Patón.

— ¿Mr. Ackroyd poseía una gran fortuna?

—Una fortuna cuantiosa. El capitán será un joven muy rico.

Hubo un silencio. Poirot y el abogado se miraban.

—Mr. Hammond —llamó la voz quejumbrosa de Mrs. Ackroyd, desde el otro extremo de la estancia.

El abogado se le acercó. Poirot me cogió del brazo y me llevó a la ventana.

— ¡Mire usted los lirios! —observó en voz alta—. Son magníficos, ¿verdad? Tan altos y erguidos. ¡Qué visión tan hermosa!

Al mismo tiempo, noté la presión de su mano en mi brazo y añadió en voz baja:

— ¿Desea usted de veras ayudarme, tomar parte en esta investigación?

—Sí —contesté con entusiasmo—. Me gustaría muchísimo. No puede usted figurarse lo aburrida que es la vida que llevo. Nunca ocurre nada que rompa la monotonía.

—Bien. Entonces seremos colegas. Dentro de unos momentos creo que el comandante Blunt se nos unirá. No se encuentra a sus anchas con la buena mamá. Hay algunas cosas que deseo saber, pero no quiero que el comandante piense que me interesa conocerlas. ¿Comprende? A usted le tocará hacer las preguntas.

— ¿Qué quiere usted que pregunte?

—Deseo que pronuncie usted el nombre de Mrs. Ferrars.

— ¡Ya!

—Hable de ella de un modo natural. Pregúntele si se encontraba aquí cuando su esposo murió. ¿Comprende usted lo que quiero decir? Mientras contesta, estudie su rostro con disimulo.
C'est compris
?

No hubo tiempo para más, pues, en aquel instante, tal como había pronosticado Poirot, Blunt dejó a los demás del modo brusco que le era peculiar y se acercó a nosotros.

Propuse dar un paseo por la terraza y aceptó. Poirot se quedó atrás.

Me incliné con el fin de examinar de cerca una rosa tardía.

— ¡Cómo cambian las cosas en el transcurso de unos días! —observé—. Estuve aquí el miércoles y recuerdo haberme paseado por esta misma terraza con un Ackroyd lleno de vida. Han transcurrido tres días. Ackroyd ha muerto, ¡pobre! Mrs. Ferrars, también. La conoció usted, ¿verdad?

Blunt asintió.

— ¿La vio usted desde que está aquí?

—Fui a saludarla con Ackroyd. Me parece que el martes pasado. Era una mujer encantadora pero había algo extraño en ella. No descubría nunca su juego.

Observé con atención sus ojos grises. No percibí en ellos ningún cambio.

—Supongo que la había visto antes.

—La última vez que estuve aquí. Ella y su esposo acababan de instalarse. —Se detuvo un instante y añadió—: Es extraño, pero desde entonces, Mrs. Ferrars cambió mucho.

— ¿En qué sentido?

—Aparentaba diez años más.

— ¿Estaba usted aquí cuando su esposo murió? —pregunté, procurando hablar del modo más natural del mundo.

—No, y por lo que he oído decir, el mundo no perdió gran cosa con su muerte. Esta opinión carece tal vez de espíritu caritativo, pero es la expresión de la verdad.

Le di la razón.

—Ashley Ferrars —comenté con cautela— no era lo que se llama un esposo modélico.

—Un canalla, eso es lo que era.

—No. Sólo un hombre que tenía demasiado dinero.

— ¡Ah! ¡El dinero! Todas las desgracias del mundo son atribuibles a él, o a su carencia.

— ¿Cuál de estos dos casos, comandante Blunt, coincide con el suyo?

—Me basta con lo que tengo para satisfacer mis deseos. Soy uno de esos afortunados mortales.

— ¡Claro que sí!

—Lo cierto es que de momento no me sobra el dinero. Heredé el año pasado y, como un imbécil, me dejé persuadir para invertirlo en una empresa dudosa.

Le expresé mi simpatía y le expliqué mi caso, bastante similar. Sonó el gong y nos dirigimos al comedor.

Poirot me llevó aparte.


Eh bien!
¿Qué le parece?

—Es inocente. Estoy plenamente convencido.

— ¿Nada inquietante?

—Heredó el año pasado. Pero, ¿por qué no? Juraría que el hombre es honrado a carta cabal.

— ¡Sin duda, sin duda! —dijo Poirot, sosegándome—. No se alarme usted.

Me hablaba como a un niño rebelde.

Después del almuerzo, Mrs. Ackroyd me hizo sentar en el sofá, a su lado.

—No puedo evitar sentirme algo ofendida —murmuró sacando a relucir un pañuelito de esos que a todas luces no sirven para enjugar las lágrimas—. Quiero decir ofendida por la falta de confianza de Roger en mí. Esas veinte mil libras debió dejármelas a mí y no a Flora. Hay que confiar en que una madre defenderá los intereses de un hijo. Y hacer lo que él ha hecho supone, a mi modo de ver, falta de confianza.

—Olvida usted, Mrs. Ackroyd, que Flora era sobrina de Roger, hija de un hermano. Hubiera sido distinto si usted, en vez de cuñada, hubiese sido hermana suya.

—Creo que, considerando que soy la viuda del pobre Cecil, debió obrar de otro modo —dijo la dama, tocándose ligeramente las pestañas con el pañuelito—. Pero Roger era siempre muy peculiar, por no decir mezquino, cuando se trataba de dinero. La posición de Flora y la mía propia han sido muy difíciles. No le daba a la pobre niña ni un céntimo para sus gastos. Pagaba las facturas, ya lo sabe usted, pero incluso eso lo hacía a regañadientes y preguntando por qué necesitaba tantos trapos. Claro, un hombre ignora... Ahora he olvidado lo que iba a decir. ¡Ah, sí! No teníamos ni un céntimo nuestro, ¿comprende usted? Flora se resentía. Quería a su tío, desde luego, pero cualquier muchacha se hubiera resentido de su modo de ser. Debo decir que Roger tenía ideas extrañas cuando se trataba del dinero. No quería siquiera comprar toallas nuevas, aunque le dije que las viejas estaban agujereadas. Luego —prosiguió Mrs. Ackroyd, cambiando el orden de las ideas del modo que era característico en ella—, mire que dejar tanto dinero: mil libras. Figúrese, mil libras a esa mujer.

— ¿Qué mujer?

—La Russell. Tiene algo extraño, siempre lo he dicho, pero Roger no quería oír nada en contra de ella. Decía que era una mujer de gran fuerza de carácter y que la admiraba y respetaba. Siempre hablaba de su rectitud, de su independencia y valor moral. Yo creo que esconde algo. Hizo cuanto pudo para casarse con Roger, pero yo obstaculicé sus intentos con todo ahínco. Siempre me ha odiado. Es natural, puesto que yo descubrí sus intenciones.

Empecé a preguntarme cómo podría detener la ola de elocuencia de Mrs. Ackroyd y escaparme.

Hammond me facilitó la ocasión cuando se acercó para despedirse. Aproveché la oportunidad y me levanté.

— ¿Dónde preferiría usted que se celebrase la encuesta judicial? —dije—. ¿Aquí o en el Three Boars?

Mrs. Ackroyd me miró boquiabierta.

— ¿La encuesta? —preguntó consternada—. ¿Habrá una encuesta judicial?

Hammond tosió ligeramente y murmuró: «Es inevitable, en estas circunstancias», en dos breves ladridos

—Pero el doctor Sheppard no podría lograr que...

—Mi poder de persuasión tiene sus límites —contesté con alguna brusquedad.

—Pero si su muerte fue un accidente.

—Él fue asesinado, Mrs. Ackroyd —dije brutalmente.

Lanzó un leve gemido.

—La teoría de un accidente no se sostendría en pie un solo minuto.

Mrs. Ackroyd me miraba anonadada. No tuve compasión por lo que pensé sería su tonto temor a las cosas desagradables.

—Si me interrogan, ¿tendré que contestar a todas las preguntas que me hagan?

—No se lo aseguro, pero creo que Mr. Raymond la librará de ello. Conoce todas las circunstancias y puede identificar a la víctima.

El abogado asintió con un gesto.

—No tema usted, Mrs. Ackroyd. Procurarán ahorrarle todos los interrogatorios desagradables. Ahora, en cuanto a dinero, ¿tiene usted lo que necesita de momento? Quiero decir —añadió al ver que ella le miraba sin comprenderle—, si tiene usted dinero en efectivo en casa. De lo contrario, le mandaría lo que necesitara.

—No creo que le falte —dijo Raymond que estaba de pie a su lado—. Mr. Ackroyd cobró un cheque de cien libras ayer mismo.

— ¿De cien libras?

—Sí, para salarios y otros gastos que vencían hoy. Continúa intacto.

— ¿Dónde está el dinero? ¿En su escritorio?

—No. Acostumbraba a guardarlo en su dormitorio, en una vieja caja de cartón. ¿Extraña idea, verdad?

—Creo —-dijo el abogado— que haríamos bien en asegurarnos, antes de marcharnos, de que el dinero está ahí.

—Muy bien —asintió el secretario—. Le llevaré arriba ahora mismo. ¡Ah! Me olvidaba... la puerta está cerrada. Por Parker nos enteramos de que Raglán se encontraba en el cuarto del ama de llaves, haciéndole unas cuantas preguntas suplementarias. Unos minutos después, el inspector se unió a nosotros en el vestíbulo y trajo la llave deseada. Abrió la puerta y subimos la corta escalera. En lo alto de ella, encontramos la puerta del dormitorio abierta. La estancia estaba a oscuras, las cortinas corridas y la cama tal como estaba la víspera. El inspector apartó las cortinas, dejando penetrar los rayos del sol. Raymond se acercó a una mesa de palo santo y abrió el cajón superior.

— ¿Guardaba su dinero en un cajón abierto? —exclamó el inspector— ¡Figúrense!

El secretario se ruborizó levemente.

—Mr. Ackroyd tenía confianza en la honradez de todos sus criados —dijo con calor.

—Desde luego —se apresuró a contestar el inspector. Raymond cogió del cajón una caja, la abrió y sacó un grueso fajo de billetes.

— ¡Aquí tiene el dinero! —dijo—. Encontrará intacto el centenar de libras. Lo sé porque Mr. Ackroyd lo puso en la caja en mi presencia, anoche, cuando se vestía para la cena y, desde luego, no ha sido tocado desde en-tonces.

Hammond se apoderó del fajo y contó los billetes. Levantó la vista casi inmediatamente.

—Ha dicho usted un centenar de libras, pero aquí sólo hay sesenta.

— ¡Imposible! —exclamó Raymond, dando un respingo-Tomó los billetes y los contó a su vez.

Hammond tenía razón. Sólo había sesenta libras.

— ¡No lo entiendo! —exclamó el secretario en el colmo del asombro.

— ¿Vio usted cómo Mr. Ackroyd guardaba este dinero anoche mientras se vestía para la cena? —preguntó Poirot—. ¿Está seguro de que no había pagado nada hasta entonces?

—Segurísimo. Me dijo textualmente: «No quiero bajar al comedor con cien libras en el bolsillo. Hacen demasiado bulto».

—Entonces el asunto está claro —dijo Poirot—. Pagó esas cuarenta libras algo más tarde o fueron robadas.

—Exacto —asintió el inspector. Se volvió hacia Mrs. Ackroyd—. ¿Cuál de las criadas estuvo ayer en esta habitación?

—Supongo que la camarera entraría a última hora para preparar la cama.

— ¿Quién es? ¿Qué sabe usted de ella?

—No hace mucho que está en la casa —contestó Mrs. Ackroyd—. Es una muchacha del campo, sencilla y buena chica.

—Deberíamos aclarar este asunto —afirmó el inspector—. Si Mr. Ackroyd pagó esta suma en persona, tal vez tenga alguna relación con el crimen. ¿Cree usted que los demás criados son todos de confianza?

—Diría que sí.

— ¿Nunca faltó nada antes de hoy?

—No.

— ¿Nadie del servicio se ha despedido?

—La otra camarera se marcha. '

— ¿Cuándo?

—Me parece que dio avisó ayer.

— ¿Se lo dijo a usted?

—Oh, no. Yo no me ocupo del servicio. Miss Russell es quien se cuida de esas cosas.

El inspector reflexionó un momento. Inclinó la cabeza y observó:

—Voy a decirle unas palabras a miss Russell y, de paso, veré a esa muchacha, la Dale.

Poirot y yo le acompañamos al cuarto del ama de llaves. Miss Russell nos recibió con su sangre fría habitual. Hacía cinco meses que Elsie Dale trabajaba en Fernly Park. Era una buena chica, trabajadora y que se hacía respetar. Tenía buenas referencias. Era la persona menos indicada para coger algo que no le perteneciera.

— ¿Y la otra camarera?

—Ella también es una chica excelente, muy pacífica y trabajadora.

— ¿Por qué se va entonces? —preguntó el inspector.

Miss Russell apretó los labios.

—No tengo nada que ver con su marcha. Me parece que Mr. Ackroyd la regañó ayer por la tarde. Su obligación era limpiar el despacho y creo que tocó papeles de la mesa. El señor se enfadó y la muchacha dijo que se iría. ¿Quieren ustedes hablar con ella?

El inspector aceptó. Yo me había fijado en la muchacha cuando servía el almuerzo. Era alta, con una mata de pelo castaño recogida en la nuca, y tenía unos grandes ojos grises de mirada firme. Se presentó al llamarla el ama de llaves y permaneció muy erguida delante de nosotros, mirándonos con sus ojazos.

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