El asesino de Gor (22 page)

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Authors: John Norman

Además, en premio a sus servicios al estado, y de su patrocinio de los juegos y las carreras, por pedido de Safrónico, Capitán de los Taurentianos, Cernus recibió la insignia escarlata del Guerrero, que le convertía en miembro de la casta alta. No creo que el Administrador Hinrabian viese con buenos ojos la elevación de Cernus; pero careció de coraje para oponerse a los deseos de los taurentianos, y de la ciudad en general. Casi sin murmurar, el Supremo Consejo aceptó la investidura. Por supuesto, que ahora fuese miembro de la Casta de los Guerreros no modificaba mucho la situación de Cernus, salvo el hecho de que ahora tenía en la manga izquierda un pedazo de seda roja, que se sumaba a los distintivos azul y amarillo. Quizá sea suficiente agregar que en vista de que ahora era Guerrero, y por lo tanto miembro de la casta superior, Cernus podía ser elegido para ocupar un asiento en el Supremo Consejo de la Ciudad e incluso podía aspirar al trono, en la condición de Administrador o de Ubar.

Cernus festejó su investidura patrocinando los primeros juegos y carreras de la nueva estación, que comenzó en En´Kara.

El primer día de En´Kara ya todos habían olvidado gran parte del viejo año, pero había tres personas que jamás lo olvidarían. Portus, que yacía encadenado en las mazmorras del Cilindro Central; Claudia Tentius Hinrabian, ahora libre, pero que había soportado la vergüenza de la esclavitud y quizás jamás se atrevería a pasearse nuevamente por los altos puentes de la ciudad; y Tarl Cabot, que parecía ahora tan lejos como siempre de su meta en los últimos meses, a partir del día que había llegado a la Casa de Cernus.

Durante el período de la Mano que Espera, yo había arrinconado a Caprus, y le había exigido furibundo que entregase de una vez las copias obtenidas, a fin de que pudiéramos alejarnos de la ciudad durante los días de En´Kara. Pero él me había asegurado que poco antes Cernus había recibido un nutrido lote de documentos y mapas nuevos, que quizás eran fundamentales; y que los Reyes Sacerdotes seguramente se enojarían si él no obtenía copias del material. Además, me recordó que había rehusado permitir la salida de documentos si al mismo tiempo no partíamos los tres. Yo estaba furioso, pero me pareció que no podía hacer nada. Después de un áspero intercambio de palabras, me volví y salí del despacho.

Los juegos y las carreras comenzaron con mucho entusiasmo y excitación. En los juegos, Murmillius actúo con más brillo que nunca, y al segundo día de En´Kara derribó a dos contrincantes, hiriéndolos muchas veces, hasta que incluso la turba creyó que ya no valía la pena matarlos.

Los Amarillos vencieron el primer día de las carreras; los dirigía Menicio de Puerto Kar, quien afirmaba haber ganado seis mil competiciones; era el jinete más famoso, que incluso estando vivo era una leyenda, y que según se afirmaba había obtenido ocho mil triunfos. Los Verdes llegaron segundos, y se impusieron en tres de las once carreras. Los Amarillos habían ganado siete, y cinco de ellas gracias a Menicio.

Recuerdo bien el primer día de las carreras.

También las muchachas tuvieron razones especiales para recordarlo. Por primera vez desde el comienzo de la instrucción se les permitió abandonar la casa. Normalmente, hacia el final de la instrucción se permite a las esclavas conocer los rincones de la ciudad, con el fin de que se sientan estimuladas y renovadas; pero no había sido el caso con Elizabeth, Virginia y Phyllis. De acuerdo con Ho-Tu, a quien cierta vez pregunté acerca de este asunto, había dos razones principales que justificaban esa actitud: primero, se las sometía a una instrucción particularmente intensa y completa; segundo, la perspectiva de abandonar la casa, sobre todo en Virginia y Phyllis, que de Gor sólo conocían la Casa de Cernus, era un factor importante que fomentaba la diligencia en el estudio de las lecciones. Además, como señaló Ho-Tu, la venta se realizaría a fines del verano; por lo tanto, había tiempo sobrado para conocer los panoramas de Ar; dichos paseos, juiciosamente mezclados con la dieta y el descanso, debían acentuar la vitalidad, el interés y la excitación de las jóvenes, antes de que se las pusiera en venta. De acuerdo con Ho-Tu, en esas cosas la sincronización de las actividades es muy importante. Una joven hastiada, gastada o excesivamente estimulada no se desempeña con la misma eficacia que la mujer cuyos apetitos han alcanzado la culminación.

Sea como fuere, lo cierto es que Elizabeth, Virginia y Phyllis podían asistir al primer día de las carreras, por supuesto bajo la vigilancia de una guardia apropiada.

Nos reunimos en la sala de instrucción de Sura, y yo, que debía estar a cargo de la expedición, porque no permitía que otro hombre se ocupase de Elizabeth, recibí un saquito de cuero con monedas de plata y cobre para pagar los gastos del día. Elizabeth vestía una túnica roja, y Virginia y Phyllis túnicas blancas. También se entregó a cada joven una liviana capa de esclava, con capucha. La de Elizabeth era roja con rayas blancas, las de Virginia y Phyllis, blancas con rayas rojas. Antes de que se les permitiera salir de la sala de instrucción, Virginia y Phyllis vieron consternadas que Sura les aplicaba al cuerpo, bajo la túnica, el cinturón de hierro. Los dos guardias que llegaron, trayendo brazaletes de esclava y traíllas, fueron Relio y Ho-Sorl. Cuando vio a Relio, Virginia se limitó a bajar la cabeza; cuando vio a Ho-Sorl, Phyllis se encolerizó intensamente.

—Por favor —dijo a Sura—, no quiero.

—Silencio, esclava —dijo Sura.

—Ven aquí, esclava —dijo Ho-Sorl a Phyllis. Ella le miró irritada y obedeció.

Relio, que se había acercado a Virginia, apoyó sus grandes manos sobre las caderas de la joven. Ella no levantó la cabeza.

—Lleva el cinturón de hierro —dijo Sura.

Relio asintió.

—Yo guardaré la llave —agregó Sura.

—Por supuesto —dijo Relio. Virginia no levantó la cabeza.

—Ésta también —dijo Ho-Sorl, un tanto irritado.

—Por supuesto, llevo encima el cinturón de hierro —dijo Phyllis, con expresión aún más irritada—. ¿Qué esperabais?

—También guardaré su llave —afirmó Sura.

—Dame la llave —propuso Ho-Sorl, y el rostro de Phyllis tomó un color púrpura.

Sura rió.

—No —contestó—. Yo la guardaré.

—¡Brazalete! —dijo bruscamente Ho-Sorl, y Phyllis unió las muñecas tras la espalda, echó hacia atrás la cabeza y se volvió de lado; era la respuesta instantánea de una muchacha bien entrenada.

Ho-Sorl rió.

Los ojos de Phyllis se llenaron de lágrimas. Su respuesta, automática e irreflexiva, había sido la de un animal entrenado. Antes de que pudiese reaccionar, Ho-Sorl le había aplicado los brazaletes. Después, dijo:

—Correa —y ella lo miró enojada y levantó el mentón. Ho-Sorl ajustó la correa al collar.

Entre tanto, Virginia había vuelto la espalda a Relio, ofreciéndole las muñecas, y él le había puesto los brazaletes; después, la joven se volvió, siempre con la cabeza inclinada.

—Correa —dijo Relio con voz neutra.

La joven alzó la cabeza. Se oyó un sonido metálico y Virginia Kent, la esclava, quedó sujeta por la correa de Relio, guardia de la Casa de Cernus, traficante de esclavos de Ar.

—¿Deseas correa y brazaletes para ella? —preguntó Sura, señalando a Elizabeth.

—Oh, sí —dije—. Sí, por supuesto.

Me los trajeron. Elizabeth me miró hostil mientras yo le aplicaba los brazaletes y la correa. Después todos salimos de la Casa de Cernus, acompañados por nuestras muchachas.

En la primera esquina retiré de Elizabeth los brazaletes y la correa.

—¿Por que lo haces? —preguntó Ho-Sorl.

—Estará más cómoda —contesté—. Además, no es más que Seda Roja.

—Probablemente no le teme —observó Phyllis.

—No entiendo —dijo Ho-Sorl.

—Puedes quitarme los brazaletes —dijo Phyllis—. No te atacaré.

Phyllis se volvió y ofreció a Ho-Sorl las manos con los brazaletes.

—Por cierto —dijo Ho-Sorl—, no me gustaría soportar un ataque.

Phyllis golpeó el suelo con los pies.

Relio miraba a Virginia, y con la mano le alzó el mentón, y por primera vez fijó sus ojos en los de la joven, esos ojos grises y tímidos.

—Si te quito los brazaletes —dijo Relio—, no intentarás huir, ¿verdad?

—No —dijo ella en voz baja—, amo.

Un instante después le había quitado los brazaletes.

—Gracias —dijo ella—, amo.

Relio la miró a los ojos, y ella bajó la cabeza.

—Bonita esclava —dijo el Guerrero.

Sin mirarlo, ella sonrió.

—Apuesto amo —dijo.

Me sobresalté. Parecía una expresión bastante audaz para la tímida Virginia Kent.

Relio rió y comenzó a caminar por la calle, no sin antes aplicar a Virginia un empujón afectuoso que casi la derriba; y la joven trastabilló y se puso a la par del Guerrero, pero luego recordó su posición y lo siguió, la cabeza inclinada, dos pasos detrás; pero él le dio otro empujón, y aferró mejor la correa, de modo que ella caminase al lado.

Ho-Sorl hablaba a Phyllis.

—Te quitaré los brazaletes con el fin de que me ataques si lo deseas. Será divertido.

Quitó los brazaletes a Phyllis. Ella se frotó las muñecas y estiró los brazos.

—Creo que le arrancaré el cinturón de hierro —comento Ho-Sorl.

Phyllis dejó de estirarse. Miró irritada a Ho-Sorl.

—¿Quizá deseas que te prometa que no intentaré huir? —preguntó.

—No es necesario —replicó Ho-Sorl, que echó a andar detrás de Relio—. No huirás.

—¡Oh! —exclamó Phyllis. Un momento después caminaba irritada al lado de Ho-Sorl. Después él se detuvo, se volvió y la miró. Sin hablar, pero mordiéndose el labio, Phyllis retrocedió los dos pasos, y así, sujeta por la correa y furiosa, le siguió.

—Ojalá no lleguemos tarde a las carreras —dijo Elizabeth.

Le pasé el brazo sobre los hombros y juntos seguimos a los guardias y sus prisioneras.

En las carreras, Relio y Ho-Sorl retiraron las correas de sus respectivas esclavas, y así, aunque rodeadas por millares de personas, Virginia y Phyllis quedaron libres. Virginia parecía bastante agradecida, y se arrodilló muy cerca de Relio, que había ocupado una grada; un momento después, la joven sintió el brazo del Guerrero sobre los hombros, y así presenciaron una carrera tras otra, o pareció que las presenciaban, porque observé a menudo que se miraban uno al otro en lugar de atender al desarrollo del espectáculo. Después de varias carreras, Ho-Sorl dio una moneda a Phyllis y le ordenó que encontrase a un vendedor y le comprara un poco de pan Sa-Tarna untado con miel. Una mirada astuta se dibujó en el rostro de la joven, y después de decir «Sí, amo», desapareció.

Miré a Ho-Sorl.

—Intentará huir —dije.

El hombre de cabellos negros y cicatriz en la mejilla me miró, y sonrió.

—Por supuesto —dijo.

—Si huye —dije—, Cernus ordenará que te maten.

—Sin duda —dijo Ho-Sorl—. Pero no escapará.

Ho-Sorl y yo observamos disimuladamente a Phyllis que pasaba al lado de dos vendedores que ofrecían pan y miel. Ho-Sorl me dirigió una sonrisa.

—Mira —dijo.

—Sí —contesté—. Ya veo.

De pronto, después de mirar alrededor, Phyllis se volvió y corrió por una de las rampas oscuras que partían del estadio.

Ho-Sorl se incorporó de un salto y corrió tras ella.

Esperé un momento, y después me puse de pie.

—Espérame aquí —dije a Elizabeth.

—No permitas que la lastime —dijo Elizabeth.

—Es su prisionera —expliqué a mi amiga.

—Por favor —dijo Elizabeth.

—Mira —dije—, Cernus no se sentirá muy complacido si la matan o la desfiguran. A lo sumo, Ho-Sorl le dará unos cuantos golpes.

—Ella no sabe lo que hace —explicó Elizabeth.

—Y esos golpes —continué— probablemente le harán bien.

Me separé de Elizabeth, Relio y Virginia, y corrí en pos de Ho-Sorl y Phyllis, abriéndome paso a través de la multitud. El juez llamó tres veces para indicar que los tarns se acercaban a la pista y se preparaban para correr la carrera siguiente.

Apenas había andado cuarenta metros cuando oí un grito de terror; era el grito de una muchacha, y venía de la rampa oscura por donde Phyllis había desaparecido. Me abrí paso entre nombres y mujeres, derribé a un vendedor y corrí hacia la salida.

Ahora podía oír las exclamaciones encolerizadas de algunos hombres, y los golpes de una lucha.

Descendí a la carrera la rampa, conseguí atrapar del cuello a un individuo y lo arrojé a varios metros de distancia. Entre tanto, Ho-Sorl alzaba a otro hombre y lo arrojaba con violencia contra el suelo. A ambos lados de Ho-Sorl estaban dos hombres desmayados. Phyllis, los ojos desorbitados, la túnica desgarrada, el cinturón de hierro al descubierto, temblaba arrodillada junto a la baranda de hierro de la rampa; tenía la muñeca izquierda sujeta a la baranda de hierro y su respiración era un jadeo espasmódico. El individuo a quien Ho-Sorl había arrojado al suelo rodó varios metros, golpeó contra la pared, consiguió incorporarse y extrajo un cuchillo. Ho-Sorl avanzó un paso hacia él y el individuo gritó, arrojó el cuchillo y huyó.

Ho-Sorl se acercó a Phyllis. El brazalete que la aseguraba a la baranda pertenecía al guerrero. Supuse que se había acercado a los hombres, los mismos que al parecer tenían prisionera a la muchacha, los había obligado a dispersarse, y después había aplicado el brazalete a Phyllis para evitar que continuase huyendo. Finalmente, se había vuelto para enfrentarse a los hombres, que lograron reagruparse para atacarle.

Miró a Phyllis enojado, que esta vez no se atrevió a sostener la mirada de Ho-Sorl.

—¿De modo —dijo Ho-Sorl— que la bonita esclava quiere huir?

Phyllis tragó saliva, pero no habló.

—¿Adónde pensaba ir la bonita esclava? —preguntó Ho-Sorl.

—No lo sé —dijo ella con voz sorda.

—Las esclavas bonitas son tontas, ¿verdad? —preguntó Ho-Sorl.

—No lo sé —dijo ella—. No lo sé.

—No hay adonde ir —dijo Ho-Sorl.

Phyllis le miró, y creo que en ese instante comprendió la gravedad de su situación.

—Sí —repitió con voz sorda—. No hay adónde ir.

Ho-Sorl no la castigó, y después de quitarle los brazaletes de esclava y apartarla de la rampa, la ayudó a incorporarse. Encontró la capa desgarrada y la capucha que los hombres habían arrancado de la cabeza de Phyllis, y ayudó a la joven a reparar lo mejor posible las distintas partes de la túnica. Cuando ella estuvo preparada para regresar a las gradas, dio la espalda a Ho-Sorl y ofreció sus muñecas. Pero él no le puso los brazaletes ni la aseguró con la correa. Revisó el terreno hasta que encontró la moneda que le había entregado a la muchacha para comprar pan con miel; ella había dejado caer la moneda cuando los cuatro hombres la agredieron. Con gran asombro de Phyllis, Ho-Sorl le entregó la moneda.

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