El asesino de Gor (25 page)

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Authors: John Norman

Aunque era Ubar de Ar, a veces Cernus regresaba a comer a su propia casa y allí, como siempre había hecho antes, jugaba con Caprus, y se enfrascaba en los movimientos de las piezas rojas y amarillas en el gran tablero de cuadrados también rojos y amarillos.

Era la noche de Kajuralia.

Había mucha alegría en el salón de la Casa de Cernus, y aunque sólo ahora comenzaba la noche el vino corría libremente.

Ho-Tu arrojó disgustado la cuchara, y me miró.

Le habían salado tanto el potaje que le era ya incomible; miró con repugnancia la masa húmeda de potaje y sal.

—Kajuralia, amo —dijo Elizabeth Cardwell a Ho-Tu, mientras pasaba con un jarro de Ka-la-na. Ho-Tu la aferró de la muñeca.

—¿Qué pasa, amo? —preguntó Elizabeth con expresión inocente.

—Si creyera que fuiste tú —gruñó Ho-Tu— la que se atrevió a salar mi potaje, pasarías la noche sentada sobre una barra de esclavos.

—Jamás pensaría hacer una cosa así —protestó Elizabeth con los ojos muy abiertos.

Ho-Tu emitió un gruñido. Después sonrió.

—Kajuralia, pequeña —dijo.

Elizabeth sonrió.

—Kajuralia, amo —dijo, y siempre sonriendo se volvió y continuó realizando su trabajo.

—Pequeña cara manchada —dijo Relio—, ¡quiero que me sirvas!

Con su jarro de Ka-la-na, Virginia corrió hacia Relio, guardia de la Casa de Cernus.

—¿Qué ocurre, carita manchada? —preguntó Relio al advertir la expresión de Virginia.

—Mañana me venderán.

—Pequeña esclava, quizá encuentres un amo bondadoso —dijo Relio.

La joven apoyó la cabeza en el hombro de Relio y lloró.

—No quiero que vendan a Virginia —gimió—, salvo que la compre Relio.

—¿De veras deseas ser mi esclava, carita manchada? —preguntó Relio.

—Sí —gimió Virginia—. ¡Sí!

—No puedo pagarte —dijo Relio, sosteniéndole la cabeza.

Me aparté.

—Sírveme vino —ordenó Ho-Sorl a Phyllis Robertson, pese a que ella estaba bastante lejos, y había varías jóvenes más próximas. El hecho no era desusado, pues Ho-Sorl invariablemente exigía que lo sirviera la orgullosa Phyllis, que afirmaba despreciarle, y para el caso poco importaba que se tratara de servirle vino o de ofrecerle un racimo de uva sostenido delicadamente entre los dientes.

Oí decir a Caprus, con voz que expresaba asombro:

—¡Capturaré en tres movimientos tu Piedra del Hogar!

Cernus sonrió y palmeó la espalda del Escriba.

—¡Kajuralia! —rió—. ¡Kajuralia!

—Kajuralia —murmuró Caprus, un tanto deprimido; hizo el primer movimiento, pero ahora sin entusiasmo.

—¿Qué es esto? —exclamó Ho-Sorl.

—Leche de bosko —le informó Phyllis—. Te hará bien.

Ho-Sorl lanzó una exclamación de cólera.

—Kajuralia —dijo Phyllis, y se volvió para alejarse, con un gesto de triunfo que habría chocado incluso a Sura.

Ho-Sorl se incorporó de un salto y atrapó a Phyllis cuando ésta apenas había caminado unos pasos. Se la echó al hombro, y los pequeños puños de la joven le golpearon la espalda, pero él la llevó a la mesa.

—Pagaré —dijo Ho-Sorl— la diferencia entre el precio que yo obtendría por ella como Seda Roja comparado con el precio de Seda Blanca.

Phyllis gritó, atemorizada, y se retorció y debatió sobre el hombro de Ho-Sorl.

Aparentemente, Ho-Tu consideró seriamente el asunto.

—¿Deseas ser Seda Roja? —preguntó a Phyllis, que dada su postura no podía verlo.

—¡No, no, no! —exclamó la joven.

—Mañana por la noche —señaló secamente Ho-Sorl— es posible que de todos modos seas Seda Roja.

—¡No, no! —gimió Phyllis.

—¿Dónde la convertirías en Seda Roja? —preguntó Ho-Tu.

—El cuadrilátero de arena servirá —dijo Ho-Sorl.

Phyllis aullaba y protestaba.

—¿No quieres que Ho-Sorl te convierta en Seda Roja? —pregunto Ho-Tu a Phyllis.

—¡Le detesto! —gritó la joven—. ¡Le odio! ¡Le odio! ¡Le odio!

—Apuesto —dijo Ho-Sorl— a que puedo someterla a mi voluntad en un cuarto de ahn.

Me pareció que el Guerrero sobrestimaba sus posibilidades.

—Una apuesta interesante —murmuró Ho-Tu.

Phyllis pedía compasión.

—Ponla en la arena —dijo Ho-Tu.

Ho-Sorl arrojó a la arena a la inquieta Phyllis Robertson.

El Guerrero rió, los ojos fijos en la aterrorizada joven que gritaba y trataba de huir; pero él la tomó de los cabellos e inclinado sobre Phyllis, la obligó a acostarse sobre la arena.

La mano de Ho-Sorl se acercó al cierre de la túnica, y Phyllis se estremeció y apartó la cabeza.

Pero, en lugar de desnudarla, él se limitó a levantarla unos centímetros, para después dejarla caer sentada en la arena, donde ella permaneció desconcertada y atónita, mirando al Guerrero.

—Kajuralia —rió Ho-Sorl y se volvió, y entre las risas generales regresó a su lugar frente a la mesa.

Ho-Tu reía quizá más que nadie, y descargaba puñetazos sobre la mesa. Incluso Cernus apartó los ojos del tablero y sonrió.

Phyllis consiguió incorporarse, el rostro sonrojado, y con manos temblorosas e inseguras trató de limpiarse la arena que le cubría los cabellos, las piernas y la túnica de esclava.

—¡Todos sois muy crueles! —exclamó Virginia Kent, que ahora estaba de pie, detrás de Ho-Tu.

Durante un momento reinó profundo silencio en el salón.

De pronto, con un gesto colérico, Virginia Kent alzó el cuenco de potaje de Ho-Tu e invirtiéndolo, arrojó el contenido sobre su cabeza.

—Kajuralia —dijo.

Relio casi se incorpora de un salto, con una expresión de horror en el rostro.

Ho-Tu permaneció inmóvil, con el cuenco de potaje sobre la cabeza, el alimento pastoso corriéndole por el rostro.

De nuevo reinó total silencio en la sala.

De pronto, yo sentí un chorro de vino que me corría sobre la cabeza y el cuello, y comencé a resoplar y parpadear.

—Kajuralia, amo —dijo Elizabeth Cardwell, mientras se alejaba.

Ahora Ho-Tu lloraba de risa. Se quitó el cuenco de la cabeza calva y se limpió el rostro con el antebrazo. Después comenzó a golpear la mesa con los puños. Y todos los que estaban en la sala, sorprendidos ante la audacia de la esclava, que se atrevía a afrentar a un miembro de la casta negra, después de un instante comenzaron a rugir de risa, e incluso las esclavas lo festejaban. Mantuve el rostro serio, y traté de fruncir el ceño, porque yo mismo era el objeto de la diversión. Vi que ahora Cernus apartaba los ojos del tablero y rugía de risa, la primera vez que yo veía semejante diversión en la persona del amo de la Casa de Cernus. Y de pronto, horrorizado, vi que Elizabeth enfilaba hacia Cernus, y vertía lentamente el resto del vino en la boca abierta del señor supremo, y no olvidaba mojar un poco la cabeza del amo.

—Kajuralia —dijo Elizabeth y se alejó.

Entonces, Ho-Tu se puso de pie y alzó ambas manos.

—¡Kajuralia, Ubar! —exclamó.

Todos los que estaban sentados a la mesa e incluso las esclavas que servían se pusieron de pie y alzaron las manos, y entre risas saludaron a Cernus.

—¡Kajuralia, Ubar! —exclamaron.

Y aunque las palabras casi se me atragantaron en la garganta, yo también aclamé a Cernus.

—¡Kajuralia, Ubar! —grité.

El rostro de Cernus pareció calmarse, y se recostó en el respaldo de la silla. Y vi aliviado que también él, Ubar de Ar, sonreía, y después reía francamente.

En medio de las risas y el desorden conseguí atrapar a Elizabeth Cardwell. La joven me miró.

—Te comportaste bien —dije.

—Poco faltó para que fuese un desastre —dijo.

—Sí, poco faltó —reconocí.

—Me capturaste.

La besé.

—Mañana por la noche recuperarás tu libertad —dije.

—Me siento feliz.

—¿Fuiste tú —pregunté— quien saló el potaje de Ho-Tu?

—Es posible —admitió.

—Esta noche será la última que pasemos juntos en nuestro aposento.

Se echó a reír.

—Anoche fue la última —me informó—. Esta noche me enviarán a las celdas de espera, donde se guarda a las jóvenes que mañana van al mercado.

Gemí.

—Es más fácil que traerlas de todos los rincones de la casa —señaló Elizabeth.

—¿Tienes miedo? —pregunté.

—No —dijo—. Ansío que llegue ese momento.

—¿Por qué?

—Será emocionante, las luces, el aserrín, la desnudez total, los hombres pujando por mí.

—Eres una loca.

—Todas las mujeres —dijo Elizabeth— deberían ser vendidas por lo menos una vez en su vida.

—Estás absolutamente loca —dije, y volví a besarla.

—Me agradaría saber cuánto darán por mí —murmuró.

—Probablemente dos discos de cobre.

—Ojalá me compre un amo buen mozo.

Oímos la voz de Ho-Tu que resonaba en el salón.

—Ya sonó el decimoctavo toque —decía—. ¡Esclavas a las celdas!

Se oyeron gritos desalentados de los hombres y las mujeres. Continué besando a Elizabeth.

—Las esclavas a las celdas— murmuró. Cuando la liberé, se puso de puntillas y me besó en la nariz.

—Quizá —dijo— te vea mañana por la noche.

Lo dudaba, pero era posible. Suponía que el agente de los Reyes Sacerdotes, que compraba a las jóvenes, querría llevárselas a las Montañas Sardar o quizás a Ko-ro-ba. O tal vez esperase unos días, y quizá yo pudiese verla antes de que iniciara el viaje. Después que terminase el trabajo de Caprus y el mío propio podría reunirme con ella, probablemente en Ko-ro-ba, antes de arreglar su regreso a la Tierra; naturalmente, yo suponía que ella deseaba regresar a su planeta nativo. Gor es un mundo duro y cruel. Ninguna mujer educada en las cortesías y la civilización de la Tierra desea permanecer en un mundo tan bárbaro, un mundo quizá hermoso pero de todos modos amenazador y peligroso, un mundo en el cual rara vez se permite a una mujer ser otra cosa que una mujer.

Me besó por última vez, se volvió y se alejó corriendo. Pasaría la noche en la celda de espera, y al alba, con centenares de compañeras, sería enviada a las mazmorras del Curúleo.

—¡Esclavas —gritó Ho-Tu—, a las celdas!

Examiné la habitación. Ahora sólo quedaban allí guardias y miembros del personal. Imaginé que yo también podía regresar a mi aposento. Extrañaría a Elizabeth.

De pronto, dos guardias entraron en la sala, empujando por delante a una mujer.

Vi que Ho-Tu miraba y palidecía. Llevó la mano al cuchillo curvo del cinto.

La mujer avanzó a tropezones y se detuvo delante de la mesa de Cernus. Le habían anudado a la cintura un trozo de cuerda escarlata, que sostenía un largo rectángulo de seda roja; tenía los cabellos sueltos y las muñecas maniatadas a la espalda. La llave colgaba de una cuerda que pasaba alrededor del cuello; las campanillas de esclava todavía resonaban en su tobillo izquierdo, pero la mujer ya no tenía la barra de esclavos colgada de la muñeca.

—Kajuralia, Sura —dijo Cernus a la mujer.

—Kajuralia, amo —contestó ella con expresión amarga.

Ho-Tu habló.

—Que la devuelvan a su habitación —dijo—. Sura nos ha servido bien. Es la mejor instructora de Ar.

—Se le recordará —dijo Cernus— que no es más que una esclava.

—Pido tu favor —exclamó Ho-Tu.

—Lo niego —dijo Cernus—. Que comience el juego.

Varios hombres se reunieron entre las mesas y comenzaron a arrojar los dados; Sura se arrodilló frente a la mesa de Cernus, la cabeza inclinada. Un guardia aseguró una correa de esclava a su collar. Detrás de la mujer, los hombres comenzaron a gritar, siguiendo las alternativas del juego. Comprendí lo que estaba ocurriendo. Era simplemente otro de los episodios de la Kajuralia, pero quizá también era más; el orgullo y la posición de Sura en la casa habían provocado la hostilidad de muchos, y quizá incluso Cernus creía que la mujer exageraba. Por eso ahora le complacía que la humillaran, y que la usaran como una vulgar joven de Seda Roja.

—Yo la usaré primero —gritó un hombre.

Se oyeron otros gritos, y los hombres continuaron jugando. Entonces comprendí que la bella y orgullosa Sura tendría que servir sucesivamente a todos los hombres que estaban en la habitación.

Miré a Ho-Tu. Vi asombrado que tenía lágrimas en sus ojos fieros y negros. Su mano sujetaba la empuñadura del cuchillo curvo.

Miré a Sura. Estaba arrodillada sobre las piedras, inclinada, la cabeza gacha, los cabellos caídos, vestida únicamente con un pedazo de seda roja, las muñecas sujetas a la espalda. Vi moverse sus hombros y comprendí que estaba llorando.

Me acerqué a los jugadores y sin hablar ni prestar atención a las miradas hostiles de los presentes, tomé el cubilete y arrojé los dados.

No fue un buen tiro. Varios hombres rieron aliviados. Pero entonces desenvainé la espada y con movimientos delicados moví cada dado de modo que apareciese el número más alto.

Los hombres miraron irritados. Algunos murmuraron. Otros, arrodillados frente a los dados, volvieron hacia mí el rostro contorsionado por la furia.

—Yo la usaré —dije— y sólo yo la usaré.

—¡No! —gritó un guardia, y se incorporó de un salto.

Le miré y el hombre retrocedió, se volvió y salió irritado de la habitación.

—Quien quiera hacerlo que discuta conmigo —dije.

Los hombres se dispersaron, murmurando, encolerizados.

Me volví para mirar a Cernus. Sonrió y alzó una mano.

—Si nadie te la discute —dijo—, es tuya. —Rió y miró a Sura—: Kajuralia, esclava.

—Kajuralia, amo —dijo Sura en un murmullo.

Hable con aspereza a Sura:

—Esclava, llévame a tu habitación.

Se puso de pie, con la correa que le colgaba del collar. Pero ahora no caminaba como una experta esclava de placer. Lo hacía con paso torpe, la cabeza gacha, el aire de una mujer derrotada. Oí reír a Cernus.

—¡He sabido —se burló Cernus— que el matador sabe usar bien a las esclavas!

Sura se detuvo un momento, pero después apresuró el paso.

—Matador —oí decir.

Me volví para mirar a Ho-Tu. Aún tenía la mano sobre la empuñadura del cuchillo.

—No es una esclava común —dijo.

—Por eso mismo —respondí— espero de ella placeres desusados.

Llegamos a la habitación de Sura, y mientras ella permanecía de pie, los ojos bajos, metí la llave en la cerradura y le quité los brazaletes. Después desaté la correa, y arrojé todo a un lado.

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