El asesino de Gor (29 page)

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Authors: John Norman

—¿Me matarás? —pregunté.

—Te reservo un destino divertido, lo he venido preparando todos estos meses.

—¿De qué se trata?

—Pero ante todo —dijo Cernus—, no debemos olvidar a la pequeña belleza.

Sentí que se me ponían rígidos los músculos del cuerpo.

—Sura informa que es una excelente alumna, y que ahora puede ofrecer a su amo los placeres más exquisitos.

Me debatí tratando de aflojar las manillas de acero.

—Creo que ella espera, al igual que las dos bárbaras restantes, ser comprada por un agente de los Reyes Sacerdotes, y llevada a la libertad y la seguridad.

Le miré con expresión colérica.

—Supongo —agregó Cernus— que tendrán un desempeño excelente. Valdrá la pena verlo, y me ocuparé de que tengas oportunidad de presenciar el espectáculo.

Sentí que la cólera me sofocaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cernus con fingida inquietud—. ¿No deseas ver a la pequeña belleza en el momento en que la vendan? Creo que ella y las otras aportarán mucho oro a la Casa de Cernus; y después invertiremos ese oro en nuestra causa. Ya dispondrá de tiempo de sobra para comprender que la vendieron realmente.

—¡Eslín! —grité. Me arrojé sobre Cernus, pero dos hombres se apoderaron de mí y me sostuvieron los brazos.

—Tarl Cabot —dijo Cernus—, nunca serás buen jugador.

—¡Eslín! ¡Eslín! —grité.

—Kajuralia —dijo Cernus sonriendo, y salió de la celda.

Le vi alejarse. Luché contra las manillas de acero. Dos de los guardias rieron.

—Kajuralia —dije amargamente—. Kajuralia.

17. EL CURÚLEO

La venta de Elizabeth Cardwell, Virginia Kent y Phyllis Robertson, así como la de otras bárbaras presentadas por Cernus, no se realizó la primera noche de la Fiesta del Amor, si bien se las había transportado a las jaulas del Curúleo a primera hora del día de la inauguración.

Cernus, que percibía el estado de ánimo y la curiosidad de la multitud, había decidido que la turba esperase las grandes sorpresas —más de un centenar—, cuyas imaginarias cualidades de belleza y habilidad, realzadas por la aureola misteriosa del origen bárbaro, durante meses habían sido objeto de muchos rumores y entusiastas especulaciones.

En general, la tarde del cuarto día es la culminación desde el punto de vista de las ventas de esclavas. El quinto día se celebran carreras y juegos especiales, que para muchos goreanos son la culminación apropiada de la festividad. La tarde del cuarto día de la Fiesta del Amor, Cernus decidió presentar a los compradores no sólo a Elizabeth Cardwell, Virginia Kent y Phyllis Robertson, sino a las restantes jóvenes bárbaras secuestradas en la Tierra.

Encapuchado, una cadena sujeta a mi cuello, las muñecas aprisionadas por brazaletes de acero, yo marchaba a tropezones detrás de un carro, al que se había fijado la cadena que colgaba de mi cuello. En el asiento del carro estaban el conductor y el Escriba a quien yo había conocido como Caprus, y cuyo nombre real era Filemón de Tyros. Pude enterarme que había sido miembro del personal de Caprus, el agente de los Reyes Sacerdotes, hasta que el auténtico Escriba había desaparecido, presumiblemente porque había desagradado a Cernus. Fue entonces cuando Filemón de Tyros ocupó el cargo y asumió las obligaciones de Caprus.

A veces me golpeaba una piedra o recibía un latigazo, o alguien me empujaba como broma.

Sabía que nos dirigiríamos al Curúleo.

Imaginé que en ese mismo instante Elizabeth Cardwell se sentía complacida y entusiasmada.

Cuando una joven llega al Curúleo, tiene anotado en el cuello un número. Elizabeth, Virginia y Phyllis tenían el mismo número porque formaban un lote. Los documentos de la mayoría de las jóvenes habían sido enviados días antes al personal del Curúleo, que comprobaba su autenticidad y actualizaba algunos endosos.

—Hemos llegado al Curúleo —oí decir a Filemón de Tyros, y las palabras sonaron lejanas, amortiguadas por la capucha.

El carro se detuvo, y sentí que la pesada cadena tiraba de mi collar.

Oí que retiraban mi cadena de la parte trasera del carro. De un tirón me incorporaron, y avanzando a tropezones entre mis guardias, crucé la calle y pasé por una pequeña puerta de los fondos del edificio. Una vez dentro me quitaron la capucha y entonces vi alrededor un círculo de guardias a quienes divertía mucho mi aspecto. Moví inútilmente las muñecas para aflojar el apretón del acero: sentí en la espalda la punta de una espada corta.

—Por aquí —dijo Filemón.

Ahora, siguiendo a Filemón, rodeado por los guardias, uno de los cuales sostenía mi pesada correa, entramos por el fondo del Curúleo, el mismo lugar adonde llegan los cargamentos humanos; era probable que Elizabeth, Virginia y Phyllis hubieran entrado por allí pocos días antes. Pasamos frente a una hilera de mesas y de varias habitaciones donde podían realizarse exámenes médicos; también había instalaciones para lavar a los prisioneros; aquí y allá vi el despacho de un funcionario del mercado: también había habitaciones donde se depositaban sedas, cosméticos, frascos de perfume, cadenas y cosas por el estilo. En el Curúleo las ventas se organizan con mucho cuidado y se presta considerable atención a aspectos como la variedad y la necesidad de atraer la atención de los compradores. No vi mercadería mientras atravesamos las habitaciones del fondo del Curúleo; en general, antes de la venta se mantiene a las jóvenes en celdas especiales, bien iluminadas, en el primer subsuelo; pero poco después mi grupo pasó frente a las jaulas de exposición, que son accesibles al público; ahora estas jaulas estaban vacías; se las usa a determinada hora del día para exhibir la mercadería que se venderá esa noche; el público puede entrar libremente a este sector, pero después de cierta hora los clientes tienen que retirarse porque hay que preparar a las muchachas para la venta de la noche. Las celdas y los corredores que las separan están alfombrados; los barrotes dejan amplios espacios; en las celdas hay almohadones y sedas, y un cartel colgado a la entrada indica el número de la esclava y la fecha de venta; en las celdas, las jóvenes están desnudas; más aún, es obligatorio mostrarlas como son, sin ningún maquillaje; la única excepción es el uso del perfume. Incluso se eliminan los collares, no sea que se los utilice para disimular una cicatriz o una mancha. Se lava, cepilla y peina a la muchacha, y se la deja en la jaula, donde el interesado puede examinarla detenidamente. También se exige a la esclava que, obedeciendo a una orden, camine y adopte ciertas posturas, o de cualquier otro modo demuestre las cualidades que la adornan.

Imaginaba que ahora Elizabeth, Virginia y Phyllis estaban en las celdas de exposición; después serían trasladadas con el resto al túnel que conduce al estrado, en el centro del estadio. Para eso se las adornaba, maquillaba y vestía. Cada una de estas celdas se comunicaba con las que están a izquierda y a derecha; cuando comienza la venta, el lote va recorriendo las sucesivas celdas, hasta que llega a la primera, que se comunica directamente con el estrado. A medida que se despacha un lote, se convoca a los siguientes que esperan en el subsuelo, y se los prepara para subir al estrado.

—Por aquí —dijo Filemón.

Filemón avanzó hacia el palco de Cernus, el más espacioso e impresionante del anfiteatro, protegido detrás y a los costados por pesadas láminas de madera; me obligaron a arrodillarme en el suelo. Después aseguraron mi cadena a un grueso anillo empotrado al lado de la silla.

Filemón me miró con sus ojos hundidos y sonrió. Curvó los labios finos y agrios.

—Cernus no llegará antes del comienzo de las ventas —dijo—, de modo que tendremos que esperar.

No contesté.

—Ponedle la capucha —ordenó Filemón.

Encapuchado, con las muñecas sujetas por las manillas de acero, el cuello asegurado a la silla de mi enemigo, permanecí arrodillado quizás unos dos ahns. Durante ese lapso percibí ruidos, el movimiento de hombres, mientras el anfiteatro se llenaba. Pensé en Elizabeth, Virginia y Phyllis, a quienes estaban preparando en las celdas. Sentía cólera y dolor; cólera por el sesgo de los acontecimientos, la habilidad de mis enemigos, mis propios fracasos y pena por Elizabeth y las dos jóvenes. Sobre todo por Elizabeth, porque sus esperanzas se verían cruelmente frustradas.

Oí movimientos muy cerca, y adiviné que Cernus había llegado.

Unos momentos después oí su voz.

—Quitadle la capucha a ese estúpido —dijo.

Me quitaron la capucha, y agradecido respiré el aire más puro y fresco.

Cernus ocupaba su silla, y me miraba sonriendo. Al lado estaba de pie un hombre con tenazas y un cuchillo curvo.

—No alces la voz durante la venta —dijo Cernus— o te cortarán la lengua.

Miré hacia el estrado donde se realizaba la subasta, sin hablar.

Examiné el interior del anfiteatro. Ahora estaba ocupado por los diferentes colores de las castas de Gor. Incluso los corredores y los pasillos estaban colmados de hombres, y entre ellos había algunas mujeres libres. No sabía con certeza cuál era la capacidad del anfiteatro, pero imaginaba que podía admitir aproximadamente de cuatro a seis mil personas.

El público continuaba afluyendo al anfiteatro. Varios esclavos abrieron ventanas de metal en el techo, que formaba una bóveda, y en las paredes curvas; me llegó un hálito de aire fresco; alcancé a ver las estrellas del oscuro cielo goreano, pero no vi ninguna de las lunas.

—Pronto comenzará —dijo Cernus, que se volvió hacia mí. No me digné contestarle, y él sonrió.

De pronto, la multitud se aquietó. Las luces del anfiteatro se amortiguaron hasta apagarse, y otro juego de luces se encendió de pronto e iluminó el estrado entre los gritos de la multitud.

Se oyó el súbito chasquido de un látigo y la multitud se puso de pie porque la venta había comenzado.

Una muchacha, vestida únicamente con una breve túnica gris, apareció corriendo, como si huyera, y entre sollozos describió varios círculos, las manos extendidas hacia la multitud; la música acompañaba estos movimientos. Corría primero hacia un extremo y después hacia el otro, representando las actitudes frenéticas de la esclava que huye. Un instante después apareció un hombre musculoso de corta túnica azul y amarilla. Era el rematador, y sostenía en la mano una fina barra de esclavos. Al verlo, la muchacha se volvió para reanudar la fuga, y como no tenía adónde ir cayó de rodillas, sollozando, en el centro del estrado. Allí el hombre le arrancó la túnica y ella se incorporó de un salto, riendo, los brazos abiertos hacia la multitud, entre los gritos de alegría y aliento del público.

Ahora el rematador resumió hábilmente los méritos de la joven.

—Se llama Verbina —dijo—, y teme tanto al hombre que prefiere huir, a riesgo de afrontar la muerte y la tortura. ¡Es Seda Blanca y nunca fue poseída, pero está preparada para soportar la cadena del amo que la use como bien lo merece! —La multitud rugió alegremente, complacida por las palabras del rematador. Verbina fue vendida a un joven Guerrero por siete piezas de oro. Un precio excelente en condiciones relativamente normales, pues una mujer muy bella de casta alta se vende por unas treinta piezas de oro, aunque algunas llegan a cuarenta y en ciertos casos a cincuenta.

El lote siguiente estaba formado por dos esclavas cubiertas con pieles de pantera, y encadenadas por el cuello. Subieron al estrado a fuerza de látigo, y tuvieron que arrodillarse en el centro del tablado. Estas jóvenes procedían de los bosques septentrionales, guarida de bandidos y extrañas bestias, que se extienden al norte y al este de Ko-ro-ba; son bosques densos y muy hermosos, que cubren centenares de miles de pasangs cuadrados. En definitiva, la pareja fue vendida a un coleccionista por diez monedas de oro; pensé que más valía que el comprador tuviese una buena guardia, porque podía despertar con un cuchillo en el cuello y la exigencia de que suministrase un tarn para facilitar la fuga de sus prisioneras.

El tercer lote era una joven de la casta alta de Cos, que apareció vestida con el atuendo completo del encubrimiento; prenda por prenda la desnudaron. Era una joven hermosa, y había sido una mujer libre; no la habían sometido al curso de instrucción; pertenecía a la Casta de los Escribas, y había sido capturada por piratas de Puerto Kar. Nada hizo para excitar a los compradores, y se limitó a permanecer de pie, la cabeza inclinada, muda y quieta. Sus movimientos eran espasmódicos. El público no se mostró complacido. Hubo sólo una oferta de dos monedas de oro. De pronto, látigo en mano, el rematador se acercó a la desconsolada joven; sin aviso previo, le administró la caricia del traficante, la caricia del látigo, y su respuesta fue un grito salvaje e incontrolable. La joven miró horrorizada al hombre. La multitud aulló complacida. La muchacha se arrojó sobre el rematador, pero él la empujó a un lado, y ella cayó de rodillas, sollozando. La vendieron por veinticinco piezas de oro.

—Las ventas son buenas —me dijo Cernus.

De nuevo rehusé contestarle.

Identifiqué algunas jóvenes de la Casa de Cernus. Un lote siguió a otro, y las ofertas eran cada vez más elevadas. En general, se reserva la mejor mercancía para el final de la noche y muchos de los compradores estaban esperando. Sospeché que les interesaba sobre todo el centenar de bárbaras que Cernus les había prometido; es decir, las jóvenes secuestradas en la Tierra para convertirlas en esclavas goreanas de placer.

A pesar de la situación en que me encontraba, yo mismo me sentía cada vez más impresionado por la belleza, el desempeño y las danzas de las muchachas que, lote tras lote, comparecían ante el público. ¡Qué bellas son las mujeres, qué fantásticas e inquietantes, qué soberbias, qué maravillosas, qué enloquecedoras pueden ser!

Al fin, ya entrada la noche, el rematador observó con gesto burlón que presentaría a la primera bárbara, y recordó al público que le había advertido que no debía esperar nada interesante.

La multitud gritó irritada:

—¡La bárbara! ¡La bárbara!

Me sobresalté cuando apareció la joven. Era quizá la menos bella de todas las bárbaras traídas en las naves negras; pero yo sabía que esta muchacha era una de las más inteligentes y, por lo que había oído decir, de las más sensibles. Pero ahora, cuando apareció arrastrando los pies sobre las tablas, cubierta por una manta gastada, se la veía tonta, casi estúpida. No podía fijar los ojos, y a veces la lengua sobresalía por el costado de la boca. Se rascó, y miró alrededor, en actitud obtusa y hosca. La multitud se desconcertó, porque una mujer así no podía presentarse ni siquiera en el mercado menos importante de la ciudad. Yo mismo me asombré, porque había visto antes a la joven y la conocía un poco; no era su verdadera personalidad pero el público no podía saberlo. El rematador hizo todo lo posible para mejorar las ofertas; cuando quitó la manta que cubría el cuerpo de la joven, ella se agazapó de tal modo que pareció que su cuerpo estaba afectado por una extraña deformidad. El rematador tuvo que oír silbidos y gritos burlones. Parecía que la joven no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Cuando el rematador la acicateó con la barra, ella dijo en un goreano difícil, al parecer memorizando:

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