Authors: John Norman
—¡Basta! —gritó Sura—. ¡Ho-Tu, basta!
Cedí repentinamente, y rodé sobre el suelo para apartarme de mi antagonista. Ho-Tu cayó pesadamente, y un instante después yo estaba de pie y había desenvainado la espada.
Ho-Tu se incorporó, y su rostro era una máscara de odio. Miró alrededor, vio la barra, corrió hacia ella y la retiró de la pared.
No fui tras él porque no quería matarlo.
Se volvió y yo vi que su dedo movía el dial, fijándolo en el Punto de Matar. Después, agazapado, la barra candente en la mano, comenzó a acercarse.
Pero Sura se interpuso.
—No le hieras —dijo.
—Apártate —dijo Ho-Tu.
—¡No! —gritó Sura.
Ho-Tu avanzó la barra, y hubo una lluvia de chispas luminosas, y Sura lanzó un alarido de dolor y cayó a un costado, gimiendo y llorando.
Durante un momento el rostro de Ho-Tu expresó un profundo sufrimiento, y después se volvió de nuevo hacia mí.
Yo había retrocedido hasta el armario, y después de envainar la espada me apoderé del cuchillo que Ho-Tu había arrojado un momento antes. Con un grito de cólera y rabia, Ho-Tu me arrojó la barra. Pasó rozándome la cabeza, golpeó la pared con una explosión de chispas y cayó sobre el suelo, donde comenzó a quemar las losas.
—¡Arroja tu cuchillo! —ordenó Ho-Tu.
Miré el cuchillo, y después al hombre.
—Con un cuchillo como éste —dije— mataste a un Guerrero de Thentis en un puente de Ko-ro-ba: fue por En´Var, cerca de la torre de los Guerreros.
Ho-Tu me miró desconcertado.
—Le atacaste por la espalda —dije—, como un cobarde.
—No maté a nadie —dijo Ho-Tu—. Estás loco.
Sentí que me dominaba una fría furia.
—Vuélvete —le dije—, muéstrame la espalda.
Ho-Tu obedeció.
Ahora Sura había conseguido pasar lo peor, y se había incorporado apoyándose de las manos y las rodillas.
—¡No lo mates! —murmuró.
—¿Dónde te hiero, Ho-Tu? —pregunté.
No dijo nada.
—Por favor, ¡no lo mates! —gritó Sura.
—¡Arroja el cuchillo! —gritó Ho-Tu.
Sura saltó entre nosotros, de espaldas a Ho-Tu.
—¡Mata primero a Sura! —gritó.
—¡Apártate! —exclamó Ho-Tu sin volverse, los puños cerrados—. ¡Apártate, esclava!
—¡No! —gritó Sura—. ¡No!
—No temas —dije—. No te mataré por la espalda.
Ho-Tu se volvió para mirarme, y con el brazo apartó a Sura.
—Recoge tu cuchillo curvo —ordené.
Sin quitarme los ojos de encima Ho-Tu encontró el cuchillo curvo y lo levantó.
—¡No peleéis! —gritó Sura.
Ho-Tu y yo comenzamos a describir círculos uno alrededor del otro.
—¡Basta! —gritó Sura. Después corrió hacia la barra y la levantó; aún estaba encendida y era imposible mirarla sin dolor.
—La barra —dijo Sura— está en el Punto de Matar. ¡Dejad las armas! —tenía los ojos cerrados, y estaba sollozando. Sostenía la barra con ambas manos, y estaba acercándola a su propio cuello.
—¡Alto! —grité.
Ho-Tu arrojó su cuchillo curvo y corrió hacia Sura, y le arrancó la barra. Vi que la apagaba y después la arrojaba a un rincón de la habitación. Abrazó a Sura, que sollozaba.
Después se volvió hacia mí.
—Mátame —dijo.
Yo no deseaba matar a un hombre desarmado.
—Pero —agregó Ho-Tu— yo no maté a nadie… ni en Ko-ro-ba ni en otra ciudad.
—Mátanos a ambos —pidió Sura—, pero te aseguro que él es inocente.
—Él mató —insistí.
—No fui yo —dijo Ho-Tu—. No soy el hombre a quien buscas.
—Hace un momento —le acusé— intentaste matarme.
—Sí —dijo Ho-Tu—. Es cierto. Y lo haría de nuevo.
—Pobre tonto —dijo Sura, sollozando, y al mismo tiempo besando a Ho-Tu—. ¿Matarías por una esclava?
—Te amo —exclamó Ho-Tu—. ¡Te amo!
—Yo también te amo, Ho-Tu.
Ho-Tu permaneció un momento como aturdido. Le temblaban las manos. En sus ojos negros vi lágrimas.
—¿Amas a Ho-Tu que es menos que un hombre?
—Eres mi amor —dijo Sura—, y lo fuiste muchos años.
Él la miró, sin atreverse a decir palabra.
—Sí —dijo ella.
—Ni siquiera soy un hombre —dijo Ho-Tu.
—En ti encontré el corazón de un larl y la suavidad de las flores. Para mí fuiste la bondad, la dulzura y la fuerza, y me amaste. En Gor no hay nadie que sea más hombre que tú.
—No maté a nadie —dijo él.
—Lo sé —afirmó Sura—. No podrías haberlo hecho.
—Pero cuando pensé que él estaba contigo —sollozó el maestro guardián— quise matar… matar.
—Ni siquiera me tocó. ¿No comprendes? Quiso protegerme, y me trajo aquí y me liberó.
—¿Es verdad? —preguntó Ho-Tu.
No contesté.
—Matador —dijo Ho-Tu—, perdóname.
—Usa la túnica negra —dijo Sura— y no sé quién es, pero no pertenece a la casta negra.
—No hablemos de eso —dije con expresión sombría.
Ho-Tu me miró.
—Quienquiera que seas —dijo—, debes saber que no maté a nadie.
Ho-Tu miró el cuadrado de seda, y los frasquitos y las cuentas.
—¿Qué estabais haciendo aquí? —preguntó.
—Me enseñó a jugar el juego —dijo Sura, riendo— con estas cosas.
Ho-Tu hizo una mueca.
—¿Te agradó? —preguntó.
—No, Ho-Tu —dijo Sura. Lo besó—. Es demasiado difícil para mí.
—Jugaré contigo, si lo deseas.
—No, Ho-Tu. No lo deseo.
Después se separó de él y fue a buscar la kalika. Ho-Tu se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y ella hizo lo mismo frente al hombre. Los dedos de Sura tocaron las seis cuerdas una nota por vez, y después insinuaron una melodía… una canción de amor.
Ni siquiera supieron que yo había salido del aposento. Encontré en sus habitaciones a Flaminio el Médico, y aunque estaba borracho me vendó el brazo que Ho-Tu había herido con el cuchillo curvo. La herida no era grande.
—Los juegos de Kajuralia pueden ser peligrosos —observó Flaminio mientras ajustaba un lienzo blanco sobre la herida.
—Muy cierto —dije.
—Es la sexta herida de cuchillo curvo que he tratado hoy —dijo Flaminio.
—¿Sí?
—Imagino que tu antagonista está muerto.
—No —repliqué.
—¿Cómo?
—Recibí esta herida en las habitaciones del ama Sura.
—¡Ah! ¡Qué hembra! —después me miró y sonrió—. Confío en que el ama Sura habrá aprendido algo esta noche.
Recordé que le había enseñado el juego.
—Sí —dije con gesto agrio—, esta noche el ama Sura aprendió mucho.
Flaminio rió, muy complacido.
—Es una esclava arrogante —dijo—. No me desagradaría ponerle la mano encima, pero Ho-Tu no lo permitiría. Es un hombre muy celoso, a pesar de que ella no es más que una esclava. A propósito, esta noche Ho-Tu estuvo buscándote.
—Lo sé.
—Cuídate de él.
—No creo que Ho-Tu moleste a Kuurus, de la casta negra —dije, y me puse de pie.
Flaminio me miró con cierta aprensión. Después se puso de pie y se acercó a un armario de donde retiró una gran botella de Paga. La abrió, y vi sorprendido que servía dos copas. Bebió un buen sorbo de una de las copas, y después exhaló satisfecho.
—Por lo que he visto y oído, creo que eres buen médico —dije.
Me entregó la segunda copa, pese a que yo vestía la túnica negra.
—Durante los años cuarto y quinto del reinado de Marlenus —dijo Flaminio, sus ojos fijos en los míos— fui el primero de mi casta en Ar.
—Entonces —sugerí—, ¿descubriste el Paga?
—No.
—¿Fue una muchacha?
—No —repitió Flaminio—. No. —Bebió otro sorbo—. Yo deseaba encontrar una sustancia que inmunizara contra la Dar-Kosis.
—La Dar-Kosis es incurable.
—Antaño —dijo Flaminio—, hace siglos, hombres de mi casta decían que la vejez era incurable. Otros no aceptaron esta afirmación y continuaron trabajando. El resultado fue el suero de estabilización.
La Dar-Kosis o enfermedad sagrada es una dolencia virulenta y grave de Gor. Los enfermos no pueden participar de la sociedad normal. Recorren el campo cubiertos de harapos amarillos, golpeando un triángulo de madera para advertir de su presencia a los hombres; algunos aceptan ser arrojados a los pozos de la Dar-Kosis, varios de los cuales están en las proximidades de Ar; allí los alimentan, y por supuesto, viven aislados; la enfermedad es sumamente contagiosa. Para la ley, los enfermos prácticamente son seres muertos.
—La Dar-Kosis —afirmé— es sagrada para los Reyes Sacerdotes, y los que la padecen se consagran a los Reyes Sacerdotes.
—Es un dogma de los Iniciados —dijo Flaminio amargamente—. La enfermedad, el dolor y la muerte nada tienen de sagrado.
—Se cree que la Dar-Kosis —afirmé— es un instrumento de los Reyes Sacerdotes, utilizado para castigar a quienes les desagradan.
—Otro mito de Iniciados —insistió Flaminio.
—¿Cómo lo sabes?
—No me importa si es verdad o no. Soy médico.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—Durante muchos años —explicó Flaminio—, y esto ocurrió antes de 10.110, el año de Pa-Kur y su horda, yo y otros trabajamos en secreto en el Cilindro de los Médicos. Consagramos nuestro tiempo al trabajo, el estudio, la investigación, las pruebas y los experimentos. Lamentablemente, un médico sin importancia a quien habíamos expulsado por incompetencia comunicó nuestro trabajo al Supremo Iniciado. El Cilindro de los Iniciados exigió que el Consejo Supremo de la Casta de los Médicos interrumpiera nuestra labor; y además, que se destruyesen los datos reunidos. Me agrada poder afirmar que los Médicos nos respaldaron. No hay mucha amistad entre los Médicos y los Iniciados, lo mismo que entre los Escribas y los Iniciados. Después el Cilindro del Supremo Iniciado solicitó al Consejo de la ciudad que interrumpiese nuestra labor, pero Marlenus, que era Ubar, permitió que continuáramos trabajando —Flaminio rió—. Recuerdo la vez que Marlenus habló al Supremo Iniciado. Le dijo que los Reyes Sacerdotes o bien aprobaban nuestra labor, o no la aprobaban; en el primer caso, debíamos continuarla; y en el segundo, como ellos eran los Amos de Gor, tenían el poder suficiente como para suspenderla.
Me eché a reír.
Flaminio me miró con curiosidad.
—Rara vez —dijo— los miembros de la casta negra ríen.
—¿Qué ocurrió después?
—Antes de la siguiente Mano de Pasaje, hombres armados irrumpieron en el Cilindro de los Médicos; quemaron los lugares donde trabajábamos; destruyeron nuestra labor, nuestros registros y los animales que utilizábamos; mataron a varios miembros del personal, y expulsaron a otros —se quitó la túnica, y vi que la mitad de su cuerpo era una inmensa cicatriz—. El efecto del fuego, cuando traté de salvar nuestro trabajo. En definitiva, nos castigaron y destruyeron nuestros papiros.
—Lo siento —dije.
Flaminio me miró. Estaba borracho, y quizá por eso me hablaba, Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Antes de que el fuego se propagase, yo había obtenido ciertos cultivos resistentes al organismo de la Dar-Kosis; un suero se inyectó a otros animales, que después se mostraron inmunes a la infección. No era más que un comienzo, pero yo abrigaba la esperanza… sí, esperaba mucho.
—¿Quiénes fueron los hombres que atacaron el Cilindro?
—Secuaces de los Iniciados —dijo Flaminio—. En efecto, los códigos de las castas no permiten que los Iniciados porten armas; tampoco se les permite herir o matar; por lo tanto, para cumplir esos propósitos necesitan contratar a otros.
—¿No intentasteis reanudar el trabajo?
—Todo había desaparecido —explicó Flaminio—, los archivos, el equipo y los animales; los médicos que sobrevivimos no deseábamos continuar trabajando; además, si hubiéramos reanudado nuestra labor los cómplices de los Iniciados habrían necesitado únicamente apelar otra vez a las antorchas y el acero.
—¿Y qué hiciste?
—Qué tonto fue Flaminio —dijo—. Una noche regresé a los lugares donde habíamos trabajado. Permanecí allí, de pie entre los equipos destruidos, las paredes quemadas. Y me reí. Comprendí que no podía combatir a los Iniciados. En definitiva, triunfarían ellos.
—No lo creo.
—La superstición —dijo Flaminio— proclamada como verdad, siempre se impondrá a la verdad, ridiculizada como superstición.
—No debes creer eso.
—Y me reí —continúo diciendo Flaminio—, y comprendí que el principal motor de los hombres es la codicia, el placer, el poder y el oro, y que yo, Flaminio, que sin éxito había intentado curar una enfermedad, era un tonto.
—No eres un tonto.
—Ya no lo soy. Abandoné el Cilindro de los Médicos, y al día siguiente entré a servir en la Casa de Cernus, donde estoy desde hace muchos años. Aquí me siento satisfecho. Me pagan bien. Tengo mucho oro, y gozo de cierto poder, y puedo elegir a las jóvenes Seda Roja. ¿Quién podría pedir mas?
—Flaminio.
Me miró sobresaltado. Después se rió y meneó la cabeza.
—No —dijo—, aprendí a despreciar a los hombres. Por eso esta casa me conviene —me miró, con el odio del borracho—. ¡Desprecio a los hombres! Por eso bebo contigo.
Asentí brevemente, y me volví para salir.
—Un detalle más de esta pequeña historia —dijo Flaminio. Alzó la botella hacia mí.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Durante los juegos de En´Kara, en el Estadio de los Filos, vi al Supremo Iniciado, Complicius Serenus.
—¿Y?
—No lo sabe —afirmó Flaminio—, no lo sabrá quizá durante un año.
—¿Qué?
Flaminio rió, y se sirvió otra copa.
—Que se está muriendo de Dar-Kosis —dijo.
Recorrí la casa. Había pasado la Vigésima hora, la medianoche del día goreano, pero aquí y allá aún se oían los festejos de la Kajuralia, celebrada a menudo hasta el alba.
Absorto en mis pensamientos, de pronto me encontré en el salón de Cernus, donde habíamos cenado. Movido por la curiosidad, abrí la puerta por donde había salido el esclavo arrojado a la bestia. Encontré una larga escalera, y la seguí. Llegué a un descansillo, de donde partía un largo corredor. Al final, dos guardias. Apenas me vieron se incorporaron. Ninguno estaba borracho. Al parecer, ambos estaban bien descansados y se mostraban alertas.
—Kajuralia —dije.
Los dos hombres extrajeron sus armas.
—No pases de aquí, matador.
—Muy bien —contesté. Miré la gruesa puerta detrás de los dos hombres. No estaba cerrada de nuestro lado, y el hecho atrajo mi atención. Sin embargo, había medios de atrancarla a mano: dos grandes trancas que podían ajustarse sobre soportes de hierro.