El asesino de Gor (28 page)

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Authors: John Norman

De pronto oí un rugido colérico detrás de la puerta.

—Me hirieron —le expliqué a los guardias— en el deporte del cuchillo curvo.

—¡Márchate! —gritó uno de los guardias.

—Os lo mostraré —dije, y aparté un poco la venda para revelar la herida.

De pronto, se oyó un grito salvaje detrás de la puerta, un grito de intensidad casi maníaca, y me pareció que algo se movía detrás de las piedras, un ser incontrolable dotado de garras.

—¡Vete! —gritó el segundo guardia—. ¡Vete!

—Pero no es una herida grave —dije, y la apreté un poco para que brotara sangre.

Horrorizado oí que detrás de la puerta algo manipulaba un cerrojo. Me pareció que lo corría, y después con un movimiento brusco volvía a cerrarlo. Comprendí entonces, definitivamente, que la puerta estaba cerrada por dentro, y podía ser abierta por dentro.

Hubo otro grito salvaje, un rugido pavoroso y casi enloquecedor, y de nuevo se corrió el cerrojo interior dejando abierta la puerta, y con un grito de temor los dos guardias pusieron las vigas en los soportes, de modo que no fuese posible abrir la puerta. Los dos guardias se apoyaron contra ella. Detrás, se oyó un rugido colérico, frustrado y terrible. Dos garras arañaron la madera; vi cómo temblaba y se movía la pesada puerta, golpeada contra las trancas.

—¡Vete! —gritó el primer guardia—. ¡Vete!

—Muy bien —dije, y me volví y caminé por el corredor.

Oí las maldiciones de los guardias, y las sacudidas de la puerta. Cuando ya me había alejado, devolví a su lugar el vendaje, me bajé la manga y miré hacia atrás. La cosa que estaba detrás de la puerta ya no emitía sonidos, y la puerta misma ya no presionaba contra las vigas; desde el lugar en que me encontraba oí el ruido del cerrojo que se corría y volvía a ocupar su lugar. Un minuto o dos después vi que los guardias quitaban las trancas. Al parecer, lo que estaba ahí dentro se había tranquilizado.

Continué explorando la casa, y aquí y allá tropecé con guardias embriagados o miembros del personal en la misma condición; y todos me saludaban con el grito «¡Kajuralia!» a lo cual yo respondía del mismo modo.

Mi memoria evocaba insistente un pensamiento. Era Cernus que me decía frente a la celda de los prisioneros especiales: «Matador, no serías buen Jugador».

Volví a pensar en Caprus, Caprus el bueno y valeroso. El hombre que merecía la confianza de los Reyes Sacerdotes. Había arreglado personalmente que un agente de los Reyes Sacerdotes comprara a las muchachas. Caprus, que rara vez salía de la casa. El valeroso Caprus. Matador, no serías buen Jugador. El valeroso Caprus.

De pronto, entré en la cocina donde se preparaban alimentos para el salón de Cernus. Algunas esclavas sobresaltadas se pusieron de pie; todas estaban encadenadas a los anillos, pero la mayoría dormía borracha.

—¿Dónde está el Paga? —pregunté a una de las jóvenes. Sobresaltado, vi que la muchacha no tenía nariz.

—¡Allí, amo! —dijo, y señaló un canasto de botellas, bajo la larga mesa de trinchar.

Me acerqué al canasto y retiré una botella grande.

Miré alrededor.

Retiré otra botella de Paga del canasto y la entregué a la joven sin nariz.

—Gracias, amo —dijo la muchacha, sonriente, y volvió junto a sus amigas.

—Kajuralia —dije.

—Kajuralia —repitió.

De nuevo, el mismo pensamiento: Matador, no serías buen jugador. Matador, no serías buen Jugador. Con gesto sombrío, la botella en la mano, regresé al corredor y hallé la escalera que descendía a los pisos inferiores del cilindro, y en definitiva a los sótanos.

Continué descendiendo hacia las entrañas del cilindro, y el pensamiento se repetía en mi cerebro: Matador, no serías buen Jugador.

Comencé a sentir que el miedo me dominaba, y también la cólera. Comenzaba a entender algo que al mismo tiempo me horrorizaba. Matador, jamas serás buen Jugador.

Así, con la botella en la mano, pasé frente a los guardias y me encontré caminando por los estrechos corredores de hierro que circundaban las mazmorras; ahora estaban atestados de esclavos borrachos, algunos dormidos y otros absortos en sus propios pensamientos; algunos cantaban desordenadamente, y otros trataban de continuar bebiendo de las botellas.

Pasé por el nivel donde se realizaban interrogatorios, y continué descendiendo hacia las profundidades del cilindro dejando atrás otras mazmorras y nuevos niveles. Cuando pasaba frente a un guardia, lo saludaba con la palabra «Kajuralia» y continuaba camino.

El mismo pensamiento me asaltaba una y otra vez: Matador, jamás serás buen jugador; y parecía que me envolvía ese horrible miedo que no se manifestaba con palabras, pero cuya presencia podía percibir claramente.

Después de descender una última espiral de escalones de hierro llegué al nivel más bajo del cilindro.

—¿Quién va? —gritó un guardia sobresaltado.

—Yo, Kuurus, de la casta negra —dije—, que por orden de Cernus trae Paga a los prisioneros en Kajuralia.

—Pero aquí hay un solo prisionero —dijo, desconcertado.

—En ese caso, todos tendremos más —contesté.

Sonrió y extendió la mano, y yo mordí el corcho de la botella, que era muy grande, y se la entregué.

—Pasé la Kajuralia —gruñó— sentado aquí, sin Paga… ni siquiera me envían una muchacha.

De sus palabras deduje que el guardia debía conservarse sobrio; por lo tanto, vigilaba a un prisionero importante, pero el propio guardia ignoraba el valor de su presa. Aunque también era posible que simplemente le hubiesen olvidado en el desorden general de la Kajuralia.

Después de beber un rato, el guardia se sentó en el suelo; ya no deseaba permanecer de pie.

—Es un buen Paga —dijo. Bebió dos o tres tragos más, y después se limitó a mirar la botella, absorto en su embriaguez.

Le dejé y miré alrededor. Descubrí varios corredores y a los costados pequeñas celdas con puertas de hierro, en cada una un panel de observación. Los corredores estaban húmedos. Reinaba la oscuridad, salvo el hecho que a intervalos de unos veinte metros había una pequeña lámpara de aceite de tharlarión. Tomé una antorcha y la encendí con la llama de una lámpara cercana.

El guardia bebió otro largo trago de Paga. Exploré uno o dos corredores. Las celdas estaban cerradas con llaves, pero deslizando el panel y acercando la antorcha al orificio podía ver el interior. En todas había muchas cajas; reconocí las cajas, idénticas a las que había visto descargar de la nave con esclavos en las Voltai. Llegué a la conclusión de que la mayoría de las celdas en este nivel estaban ocupadas por dicha mercancía.

Oí la voz del guardia que llamaba desde la escalera.

—El prisionero está en el corredor nueve. La celda cuarenta.

—¿Dónde está la llave? —pregunté. Las restantes celdas estaban todas cerradas con llave.

—Cerca de la puerta.

—Gracias.

Comencé a avanzar por el corredor nueve. Poco después llegué a la celda que mostraba el número cuarenta en la minúscula placa metálica a un lado de la puerta.

Moví el panel de observación. Como los restantes, tenía unos quince centímetros de ancho y aproximadamente tres centímetros de altura. A lo sumo uno podía pasar los dedos. Entreví una figura oscura y acurrucada, encadenada a la pared.

Inserté la llave en la cerradura y abrí la puerta. Con la antorcha en alto entré en la celda.

Sobresaltado por la luz, un urt se cruzó en mi camino, y desapareció en una pequeña grieta de la pared. Había estado mordisqueando los restos de potaje seco adheridos a un plato de estaño, cerca de los pies del prisionero.

Pude oler la paja húmeda, el excremento de los urts y el olor de un cuerpo humano.

La figura acurrucada pertenecía a un hombre pequeño; estaba desnudo y tenía los cabellos blancos. Olía mal. El rostro estaba demacrado y cubierto de llagas. Al despertar, gemía de dolor. Se arrastró sobre las rodillas, entrecerrando los ojos para evitar la luz de la antorcha.

—¿Quién eres? —murmuró.

Vi que en realidad no era un anciano, pese a que tenía los cabellos blancos. Tenía una oreja parcialmente destrozada. Los cabellos muy largos, de un blanco amarillento.

—Me llamo Kuurus —dije, hablándole a la luz de la antorcha.

De los cuatro miembros y el cuello partían cadenas que los sujetaban a la pared; cualquiera de las cadenas hubiera bastado para retener a un hombre. Llegué a la conclusión de que, en efecto, era un prisionero especial. Además observé que las cadenas le permitían cierta libertad de movimiento, aunque no demasiada; la necesaria para permitir que se alimentara, se rascase el cuerpo y hasta cierto punto se defendiese de los ataques de los urts. Pensé que el propósito era permitir que el prisionero sobreviviera por lo menos un tiempo. Al parecer, hacía mucho que vivía en condiciones tan miserables.

Volví los ojos hacia el prisionero.

—Perteneces a la casta negra —murmuró—. Al fin han decidido matarme.

—Quizá no —dije.

—¿Me torturarán otra vez? —preguntó con voz desfalleciente.

—No lo sé.

—Mátame —murmuró.

—No.

Miré el cuerpo pequeño, tembloroso y esquelético, los cabellos desordenados, la oreja mutilada, las llagas; irritado me incorporé y busqué alrededor, y encontré algunas piedras sueltas, y con el pie las hundí en las diferentes grietas por donde salían los urts.

Me acerqué nuevamente al prisionero; tenía escaras en todos los lugares donde lo aferraba el hierro. Se necesitaban meses para formar dichas escaras.

—¿Por qué viniste? —preguntó.

—Es Kajuralia —contesté.

Le acerqué la botella.

—¿Kajuralia?

—Sí.

Comenzó a reír con voz ronca.

—Tenía razón —dijo—. Tenía razón.

—No comprendo.

Comenzó a beber de la botella. Le quedaban pocos dientes en la boca; la mayoría estaban rotos o podridos.

Le arranqué la botella de la boca. No deseaba que se matase bebiendo. No sabía de qué modo el Paga podía afectar su sistema, después de meses de tortura, encierro, miedo, mala alimentación, agua descompuesta y urts.

—Tenía razón —dijo, asintiendo.

—¿Acerca de qué? —pregunté.

—Hoy es Kajuralia.

Señaló una larga serie de minúsculas marcas en la pared; quizá las había hecho con el borde del plato de estaño. Indicó la última de las marcas.

—Ésta es Kajuralia.

—En efecto, acertaste —confirmé, los ojos fijos en las rayas trazadas cuidadosamente. Las hileras tachadas con método, los meses, las semanas de cinco días, las Manos de Pasaje.

—Algunas veces —dijo— no estaba seguro de haber marcado la pared, y después olvidaba el asunto; otras, temía haberla marcado.

—Sin embargo, llevaste bien la cuenta —dije. Comencé a contar hasta llegar a la primera raya—. Éste es el primer día de En´Kara anterior al último En´Kara.

—Sí —replicó—, el primer día de En´Kara, del año 10. 118; hace más de un año.

—Eso fue antes de que yo llegara a la Casa de Cernus. Tu calendario está bien llevado. Digno de un Escriba.

—Soy un Escriba —afirmó el hombre. Me mostró un harapo de lienzo azul, los restos de lo que en tiempos habían sido sus ropas.

—Ya lo sé —dije.

—Me llamo Caprus.

—También eso lo sé.

Oí detrás una risa, y me volví bruscamente.

En la puerta había cuatro guardias armados con arcos, y con ellos estaba Cernus. También estaba el guardia a quien yo había dado la bebida. Detrás, estaba el delgado Escriba que todos esos meses había personificado a Caprus. Sonreía. Los hombres entraron en la celda.

—No desenvaines tu espada —dijo Cernus.

Sonreí. Hubiera sido absurdo resistirse. Los cuatro arqueros me apuntaron con sus armas.

El guardia a quien yo había dado la bebida se acercó a Caprus y le arrancó la botella. Después, con la manga de la túnica, limpió desdeñosamente el gollete.

—Debiste devolverme este Paga —dijo el guardia—, ¿no es así?

—Es tuyo —dije—, te lo ganaste.

El hombre rió y bebió.

—Y tú, matador —dijo burlonamente Cernus—, jamás serás buen Jugador.

—Parece que tu observación es cierta —dije.

—Aplicadle cadenas —ordenó Cernus.

Uno de los guardias apoyó el arco contra la pared, y trajo gruesas manillas de acero. Me aseguraron las manos a la espalda. Sentí el pesado acero aferrarse sobre mis muñecas.

—Caprus, te presento a Tarl Cabot de Ko-ro-ba —siguió Cernus.

Quedé atónito.

—Tarl Cabot —dije con voz sorda— fue muerto en Ko-ro-ba.

—No —me corrigió Cernus—, en Ko-ro-ba fue muerto el guerrero Sandros de Thentis.

Le miré.

—Sandros creyó que sería tu Asesino —dijo Cernus—. Él creyó que se le enviaba con ese fin a Ko-ro-ba. En realidad, lo enviaron para que muriese abatido por el cuchillo de un matador. Su parecido con cierto guerrero llamado Tarl Cabot sugeriría que, en la oscuridad de la noche, el arma homicida estaba destinada a ese Guerrero; y una pista muy apropiada, un pedazo de lienzo verde apuntaría a Ar, y precisamente a la Casa de Cernus.

—¿Seguramente había razones para desear mi presencia aquí?

—Basta de bromas, Tarl Cabot —dijo Cernus—. Sabíamos que los Reyes Sacerdotes sospechaban de nuestra casa; un recurso tan sencillo y provechoso como vender jóvenes de la Tierra bajo los auspicios de la casa, garantizaba que ellos investigarían. Y si era posible, desearían elegir a un Guerrero como Tarl Cabot.

—Bien jugado —dije.

Cernus sonrió.

—Y para garantizar que fuese Tarl Cabot, a quien conocíamos y con quien teníamos que arreglar una vieja cuenta, el asunto del huevo de los Reyes Sacerdotes, arreglamos que Sandros de Thentis fuese a Ko-ro-ba para que lo matasen como resultado de una supuesta confusión.

—Una maniobra brillante —comenté.

Cernus rió.

—Y así, todos esos meses, mientras promovíamos nuestra causa, tú esperabas, paciente y disciplinado, juguete de nuestra maniobra, la garantía de que los Reyes Sacerdotes no enviarían a otro hombre.

—Hablas de Nosotros y Nuestra causa —dije.

Cernus me miró con expresión hostil.

—Guerrero —dijo—, no te burles de mí. Sirvo a quienes no son Reyes Sacerdotes.

Asentí.

—Es la guerra, Tarl Cabot —dijo—. Y no daremos cuartel. Ni ahora ni nunca.

Asentí de nuevo. Había luchado y perdido.

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