El asesino de Gor (34 page)

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Authors: John Norman

Ahora la multitud comenzó a proferir gritos irritados. Los aficionados a los juegos de Ar habían sido engañados. No les agradaba asistir a la broma pesada de un alto personaje, sin duda el propio Ubar. En su condición de aficionados, reaccionaban ante el engaño de que eran objeto; como hombres, les enfurecía la desventaja en que me habían puesto.

Me desplacé rápidamente atrayendo primero a un Guerrero y después a otro, y el más veloz de mis antagonistas era quien moría primero. Volvía y giraba, aceptando o rechazando el ataque para aislar a un hombre; oí los gritos lejanos de Filemón que estaba en el palco del Ubar, y los gritos de los taurentianos. En una pausa vi cómo un taurentiano mataba a un ciudadano que quería saltar a la arena para ayudarme; otros taurentianos contenían a la multitud, cada vez más encolerizada.

—¡Matadle! ¡Matadle! —se oyó cómo Filemón vociferaba.

Otro taurentiano cayó, abatido por mi espada.

Un guardia descargó el látigo sobre mi cuerpo. Me volví, y él arrojó el látigo a la arena y huyó. Otro se acercó con su hierro candente.

—Márchate —dije.

Miró alrededor, dejó caer el hierro y huyó. Los restantes servidores le siguieron.

Ahora me enfrentaba a seis taurentianos, que se habían organizado en una formación defensiva: tres hombres delante, y cerrando la figura otros tres. Un sistema muy móvil, porque los espacios entre los primeros tres hombres permiten que los espadachines manejen sus armas y se defiendan. Yo suponía que el hombre que ocupaba el centro trataría de atraerme, y los hombres de los flancos me atacarían; si uno de éstos caía, ocupaba su lugar uno de los hombres que estaba en la reserva.

El grupo avanzó lentamente. Retrocedí sobre los cuerpos caídos. Es difícil romper o atacar una formación de este tipo. Fingí tropezar, y el hombre del centro se adelantó para aprovechar la ventaja.

—¡Espera! —gritó el jefe, que estaba detrás.

Pero el hombre que se había adelantado ya estaba muerto.

Otro taurentiano quiso aprovechar la presunta ventaja, y también murió.

Los cuatro hombres restantes trataron de mantener la formación. Continué retrocediendo, con la esperanza de atraer a otro Guerrero. Pero se mantuvieron unidos.

Es difícil mantener una formación cerrada en terreno accidentado. Yo no esperaba que otro Guerrero se atreviese a atacar solo. Retrocedí entre los cadáveres de los taurentianos caídos. Con pasos lentos, los hombres del grupo trataron de reducir la distancia, los ojos fijos en mi persona. De pronto, el grupo atacó, pero tal como yo había previsto, tuvo que saltar encima de los cadáveres de sus compañeros. Me desvié hacia un lado. El último tropezó cuando quiso volverse contra mí, y de un brinco yo me puse detrás. Los tres hombres restantes giraron sobre sí mismos sin cambiar de lugar. Un Guerrero intentó atacarme, pero tropezó con otro taurentiano caído, y su compañero, que venía detrás, tropezó con el primero; en lugar de abalanzarme sobre los caídos, ataqué al jefe, y le derribé. Los dos taurentianos restantes se incorporaron rápidamente, y retrocedieron hacia la salida.

El más veterano dijo al otro:

—Retírate. —Ya no deseaban continuar la batalla. Ya no contaban con la misma ventaja que les favorecía un momento antes.

Los dos hombres se retiraron.

La multitud aullaba de placer, porque le agradaba el espectáculo que había presenciado.

De pronto todos comenzaron a gritar de cólera. Unos doscientos taurentianos comenzaban a descender a la arena, con las armas preparadas.

Me dije: «De modo que así moriré».

El jefe de los hombres emitió una risa sonora.

—¿Qué te parece —preguntó— el momento antes de la muerte?

Pero la risa se le murió en la garganta, porque cayó con el pecho atravesado por una pesada lanza goreana.

Me volví y vi a poca distancia, a la derecha, espada en mano, la cabeza cubierta por el pesado yelmo del gladiador, en otra mano el pequeño escudo redondo, nada menos que a Murmillius.

—¡Adelante! —gritó el nuevo jefe de los taurentianos, que ya había descendido a la arena.

La multitud comenzó a presionar más fuertemente contra las lanzas de los taurentianos, y los soldados realizaron denodados esfuerzos para contenerla.

Los taurentianos atacaron, y con la ayuda del maravilloso y gigantesco Murmillius me preparé a recibirlos.

El acero chocó con el acero y así combatimos, espalda contra espalda. Muchos enemigos cayeron, abatidos por nuestras espadas.

Y de pronto vino a unírsenos un tercero, ataviado con el uniforme de los gladiadores.

—¡Ho-Sorl! —grité.

—Tardaste en llegar —comentó Murmillius.

Ho-Sorl rió, mientras descargaba mandobles a derecha y a izquierda.

—Cernus había dispuesto que también yo usara el yelmo ciego —dijo—. Pero Ho-Tu no miró con buenos ojos ese plan.

Otro se unió a nosotros, y los cuatro continuamos el combate.

—¡Relio! —exclamé.

—También yo —dijo, mientras blandía la espada— estaba destinado al yelmo ciego. Felizmente, me encontré con Ho-Tu.

Advertí que un taurentiano tras otro, de una línea que se aproximaba, iban cayendo de bruces sobre la arena.

Ahora Ho-Tu se había reunido con nosotros, en una mano el cuchillo curvo, en la otra un escudo.

Aparté una hoja que apuntaba a su corazón.

—Creo que observarás —dijo Murmillius— que una espada es aquí más útil que tu cuchillito.

Ho-Tu desenvainó su espada y continuó luchando.

—¡Matadles! —oí el grito de Filemón.

Otro grupo de taurentianos, quizá un centenar, descendió a la arena y se abalanzó sobre nuestro grupo.

Oí el grito de Relio a Ho-Tu:

—¡Maté a diecisiete!

—¡Silencio! —rugió Murmillius, y obedientes combatimos en un silencio interrumpido únicamente por los gritos de los hombres, nuestro jadeo, el centelleo de las hojas.

—¡Son muchos! —grité.

Murmillius no contestó. Pero continuó luchando.

Me volví durante un momento de respiro. No podía distinguir los rasgos del magnífico combatiente que tenía al lado.

—¿Quién eres? —pregunté.

—Soy Murmillius —dijo riendo.

—¿Por qué Murmillius combate al lado de Tarl Cabot? —pregunté.

—Digamos más bien —afirmó— que Tarl Cabot combate al lado de Murmillius.

—No comprendo —dije.

—Murmillius —afirmó orgullosamente— está en guerra.

—También yo estoy en guerra —dije. De nuevo se acercaron los taurentianos, y nosotros salimos al encuentro de los guerreros—. Pero mi guerra no es la de Murmillius.

—Libras guerras de las que nada sabes.

De pronto vi sorprendido que venía a ayudarnos un guerrero común, no un taurentiano; era un hombre cuyo yelmo no estaba adornado con oro ni el escudo revestido de plata, ni los hombros cubiertos con el púrpura de la guardia del Ubar.

No le pregunté quién era y acepté agradecido su presencia.

Más taurentianos, quizá unos doscientos, franquearon el muro que separaba la arena de las gradas.

Ahora vi que se iniciaban combates entre el público que ocupaba las gradas; algunos entre taurentianos y ciudadanos, y otros entre los propios ciudadanos. En ciertos lugares, los guerreros comunes armados comenzaban a combatir contra los taurentianos vestidos de púrpura.

Los taurentianos ya no pudieron contener al público, y millares de ciudadanos saltaron a la arena, y otros avanzaron hacia el palco del Ubar. Vi a Hup que saltaba y brincaba sobre las gradas, y a ciudadanos que, espada en mano, corrían hacia los taurentianos.

Filemón, el rostro pálido y los ojos agrandados por el miedo, huyó seguido por siete u ocho taurentianos.

—¡El pueblo se levanta! —gritó Ho-Sorl.

Los taurentianos comenzaron a dispersarse y huyeron hacia las salidas. En medio del público había docenas de hombres impartiendo órdenes, al parecer miembros de diferentes castas que llevaban un pañuelo de seda púrpura atado al brazo izquierdo.

Entregué a Ho-Tu la llave de mi yelmo, la misma que Fays había puesto en mi cinturón. Ho-Tu me quitó el yelmo.

—¿Puedo mirar ahora el rostro de Murmillius? —pregunté.

—No ha llegado el momento —afirmó Murmillius mirándome.

—En esta tu guerra —dije—, ¿cuál es el paso siguiente?

—Es tu paso, Tarl Cabot, guerrero de Ko-ro-ba.

Le miré.

Señaló la grada más alta. Vi allí a un hombre que sostenía las riendas de un tarn pardo.

—Seguramente —dijo Murmillius—, Gladius de Cos corre esta tarde en el Estadio de Tarns.

—¿Le conoces? —pregunté.

—¡Deprisa! —ordenó Murmillius—. ¡Los Aceros deben conquistar la victoria!

—¿Y tú? —pregunté.

—Iremos por las calles, hacia el Estadio de los Tarns.

Me apoderé de una capa de la guardia imperial, y pasé de la arena a las gradas. Cuando llegué al nivel más alto, me acerqué al hombre que sostenía las riendas de un tarn común. Volví los ojos hacia la arena y vi, empequeñecidos por la distancia, a Murmillius, Ho-Sorl, Relio, Ho-Tu y la multitud inquieta y vociferante. Murmillius alzó la espada para saludarme. Sí, era el saludo de un Guerrero. Devolví el saludo.

—¡Deprisa! —dijo el hombre que sostenía las riendas.

Salté sobre la silla. El ave remontó el vuelo desde el Estadio de los Filos, y un momento después se desplazaba entre los cilindros de Ar dejando atrás a los hombres con quienes yo había luchado, la arena sucia de sangre, y la empresa que allí habíamos iniciado.

20. EL ESTADIO DE LOS TARNS

El tarn, guiado por las riendas, descendió en el sector correspondiente a los Aceros.

Oí el toque de advertencia: poco después comenzaría una carrera.

Cuando mi montura tocó la arena del sector, se acercaron cuatro hombres armados con ballestas.

—¡Alto! —grité—. ¡Pertenezco a los Aceros!

Las armas de los hombres me apuntaron.

—¿Quién eres? —preguntó uno.

—Gladius de Cos —repliqué.

—Puede ser —dijo uno—, porque tiene el mismo cuerpo e idéntica altura.

Pero las ballestas no dejaban de apuntarme.

—El tarn me conoce —dije.

Descendí del ave y corrí hacia la percha del tarn negro.

En mitad del trayecto me detuve. Cerca de una percha yacía un tarn muerto; tenía la garganta cortada. Cerca, estaba el cuerpo del que debía ser su jinete; el hombre gemía, mientras le curaban las heridas. Yo le conocía: se llamaba Callius.

—¿Qué es esto? —grité.

—Recibimos una visita de los Amarillos —dijo uno de los hombres—. Mataron al tarn e hirieron gravemente al jinete. Conseguimos rechazarlos.

Otro de los hombres hizo un gesto amenazador con su ballesta.

—Si no eres Gladius de Cos —dijo—, morirás.

—No temas —dije, y continué caminando hacia la percha donde, según sabía, debía estar el gran tarn negro, mi Ubar de los Cielos.

Cuando nos acercamos, oímos el grito de un tarn salvaje, un alarido de odio y desafío, y detuvimos la marcha.

Alrededor de la percha había más de cinco hombres, o mejor dicho sus restos.

—Amarillos —dijo uno de los hombres armados con una ballesta—; intentaron matar al ave.

—Es un tarn de guerra —dijo otro.

Vi sangre en el pico del ave; sus ojos negros redondos relucían salvajes.

—Cuidado —dijo uno de los hombres—, aunque seas Gladius de Cos, pues el tarn probó sangre.

Advertí que incluso las garras revestidas de acero del ave estaban ensangrentadas.

Mirándonos cautelosamente, el ave permaneció sosteniendo con su garra el cuerpo de un Amarillo. Después, sin apartar de nosotros los ojos, inclinó el pico y arrancó un brazo de la cosa que sujetaba con la pata.

—No te acerques —dijo uno de los hombres.

Retrocedí. No es conveniente molestar a un tarn cuando está comiendo.

Oí el toque del juez, tres veces, indicando que los tarns debían volar hasta las perchas de salida. Oí el rugido de la multitud.

—¿Qué carrera es? —pregunté, temeroso de llegar tarde.

—La octava —dijo uno de los hombres—, después se corre la Carrera del Ubar.

—Callius debió participar en ésta —dije.

Pero Callius estaba herido. Su tarn había muerto.

—Llevamos una carrera de retraso —dijo uno de los hombres.

Se me oprimió el corazón. A causa de la caída de Callius los Aceros no tenían jinete. Aun si fuese posible prepararlo, mi propio tarn no podría llegar a las perchas de partida antes de la novena carrera, la del Ubar. Por lo tanto, los Aceros no podrían vencer, aun si ganaran la Carrera del Ubar.

—Los Aceros están acabados —dije.

—No, aquí hay un jinete para los Aceros —dijo uno de los ballesteros.

Le miré.

—Mip —aclaró.

—¿El pequeño Criador de tarns? —pregunté, escéptico.

—El mismo —insistió el hombre.

—¿Con qué montura?

—Su propia ave —dijo el hombre—. Ubar Verde.

Le miré desconcertado.

—Es vieja —dije—. Hace años que no corre. Y además, Mip sabe mucho de carreras, pero no es más que un Criador de tarns.

Uno de los hombres me miró y sonrió.

Otro alzó la ballesta, apuntándome al pecho.

—Quizá es un espía de los Amarillos —dijo.

—Quizá —convino el jefe de los ballesteros.

—¿Cómo sabemos que eres Gladius de Cos? —preguntó otro.

Sonreí.

—El tarn me conoce —dije.

—El tarn probó sangre —dijo el jefe—. Ya mató. Se alimenta. No te acerques ahora porque te matará.

—Disponemos de poco tiempo —dije.

—¡Espera! —exclamó el líder de los ballesteros.

Me acerqué al gran tarn negro. Estaba al pie de su percha, encadenado por una pata. La cadena tenía unos ocho metros de longitud. Me aproximé lentamente, las manos abiertas, sin decir palabra. Me miró.

—El ave le conoce —dijo uno de los hombres, el que había sugerido que yo era espía de los Amarillos.

—Quieto —murmuró el jefe del grupo.

—Es un estúpido —murmuró otro.

—Eso —convino el jefe—, o Gladius de Cos.

El tarn, ese animal grande y fiero de Gor, es una bestia salvaje, un monstruo depredador de los altos cielos de este áspero mundo; en el mejor de los casos, es posible domesticarlo a medias; incluso los tarnsmanes rara vez se acercan sin armas y aguijón de tarn; y se considera una locura aproximarse al que está comiendo; el majestuoso carnívoro alado de Gor no desea compartir su presa.

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