El asesino dentro de mí (2 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

—A propósito del tiempo, le diré otra cosa —seguí—. Todo el mundo habla del tiempo, pero nadie lo arregla. Aunque tal vez sea mejor así. Detrás de las nubes está el sol, vamos, en mi opinión. Quiero decir que si no lloviera, tampoco habría arco iris, ¿no le parece?

—Lou…

—En fin —concluí—. Creo que ya es hora de irme. Tengo que dar aún muchas vueltas por ahí, y no quiero ir luego con prisas. Las prisas hacen perder el tiempo, digo yo. Me gusta medir las distancias, antes de dar un salto.

Me estaba pasando, pero ya no podía contenerme. Castigar a la gente de ese modo era casi agradable como el otro, el de verdad. Ese otro modo que tanto había luchado yo por olvidar —y casi había olvidado— hasta que me tropecé con ella.

En ella estaba pensando cuando salí a la fría noche de Texas y vi al vagabundo que seguía aguardándome.

2

Central City fue fundada en 1870, pero nunca llegó a ser una verdadera ciudad hasta hace diez o doce años. Era un centro de transportes que traficaba con ganado y un poco de algodón, hasta que Chester Conway, nacido en el lugar, lo había convertido en cuartel general de la Conway Construction Company. Pero, incluso así, no era aún más que una encrucijada en una carretera de Texas. Luego vino el boom del petróleo, y casi de la noche a la mañana su población llegó a los 48.000 habitantes.

El pueblo estaba enclavado en un pequeño valle rodeado de colinas. Apenas había espacio para los nuevos habitantes que se extendieron con sus casas y sus comercios por donde pudieron, y ahora ocupan casi una tercera parte del condado. Eso no es excepcional en una región petrolera… por esta ruta hay muchas poblaciones como la nuestra. No tienen un cuerpo regular de policía; sólo uno o dos agentes. La oficina del
sheriff
se hace cargo del orden tanto en la ciudad como en el condado.

Desempeñamos esta tarea muy bien, por lo menos desde nuestro punto de vista. Aunque, de vez en cuando, las cosas se desmandan un poco y tenemos que dar un escobazo. Fue durante una de esas limpiezas, hace cosa de tres meses, cuando la conocí.

—Se llama Joyce Lakeland —me explicó el viejo Bob Maples, el
sheriff
—. Vive a unos siete u ocho kilómetros, en Derrick Road, justo al lado de la vieja granja de los Branch. Tiene una casita confortable allá arriba, detrás de las acacias.

—Creo que conozco el sitio —dije—. ¿Es una fulana, Bob?

—Bueno, es probable, aunque actúa muy discretamente. No ha hecho tonterías ni se lía con el primero que encuentra. Si no fuera por alguno de esos clérigos de la ciudad, no me preocuparía lo más mínimo por ella.

Me pregunté si con ello no se la beneficiaría, pero me dije que no. Tal vez no tenía mucha cabeza, pero Bob Maples era un hombre recto.

—Entonces, ¿qué hago con esa Joyce Lakeland? —le pregunté—. ¿Le digo que se largue una temporada o que no vuelva?

—Bueeeno —se rascó la cabeza enfurruñado—. No sé, Lou. Pues… bueno, tú vas allí a verla, te haces una idea y decides tú mismo. Estoy seguro de que serás amable y educado con ella, como sabes serlo. Y lo estoy también de que si es preciso actuarás con firmeza. Ve a ver que opinas. Tienes mi apoyo, hagas lo que hagas.

Me presenté allí hacia las diez de la mañana. Aparqué el coche en el patio dando la vuelta para salir con más facilidad. La placa oficial de la oficina del
sheriff
quedaba oculta, pero no lo hice a propósito. Tenía que ocurrir así, sin más.

Llegué al portal, llamé y retrocedí un poco, con el Stetson en la mano.

Me sentía incómodo. No estaba seguro de saber qué decirle. Porque nosotros tal vez seamos anticuados, pero nuestras normas de conducta no son las mismas que las del Este o el Medio Oeste. Aquí todos dicen «si, señora» y «no, señora» a cualquier persona que lleve faldas; a cualquiera mientras sea blanca, se entiende. Aquí, si se pilla a un sujeto con los pantalones bajados, se le piden excusas… aunque inmediatamente después haya que detenerle. Aquí se es hombre, hombre y caballero, o no se es nada. Y al que no lo sea, que Dios le ampare.

La puerta se entreabrió unos centímetros. Luego se abrió de par en par y la chica se quedó mirando.

—¿Qué hay? —preguntó con frialdad.

Llevaba los shorts de un pijama y un jersey de lana; su cabello oscuro estaba enredado como la cola de un borrego, y la cara sin maquillar aparecía abotargada por el sueño. Pero nada de eso importaba. No habría importado que saliese de una pocilga, con un saco de arpillera encima. Tenía todo lo que necesitaba. Bostezó sin cumplidos y volvió a preguntarme:

—¿Qué hay?

Pero yo seguía sin recuperar el habla. Creo que tenía la boca abierta como un aldeano. Eso ocurrió hace tres meses y no me había pasado desde quince años atrás. Cuando tenía catorce.

La mujer medía como un metro sesenta, no debía pasar los cincuenta kilos, y el cuello y los tobillos parecían algo más flacos de la cuenta. Pero estaba muy bien. Perfectamente bien. El Señor había conseguido distribuir la carne allí donde realmente convenía.

—¡Oh, Dios mío! —se echó a reír—. Pase. No acostumbro a recibir tan temprano, pero…

Sujetó la tela metálica para que pudiera entrar y me hizo un gesto. Entré, y cerró la puerta echando el pestillo.

—Lo siento, señora —dije— pero…

—No, no se preocupe. Pero tendré que tomar primero un poco de café. Pase usted al fondo.

En el extremo de un pequeño pasillo encontré la habitación. Me sentí incómodo mientras la oía poner el agua para el café. Me había comportado como un bobo. Con semejante comienzo, resultaría difícil mostrarme firme con ella, pero algo me decía que tendría que serlo. No sabía por qué, ni lo sé aún. Pero lo presentí desde el principio. Tenía que habérmelas con una mujercita que conseguía lo que deseaba, sin preocuparse por el precio.

Bien, qué diablos, pensé; no era más que una impresión. Ella se había comportado con corrección, la casa era agradable. Decidí dejarle llevar la iniciativa, al menos por el momento. ¿Por qué no? Se me ocurrió echar un vistazo a los armarios, e inmediatamente supe por qué no. Imposible. El cajón superior de la cómoda estaba entreabierto, y el espejo ligeramente inclinado. Y una cosa son las fulanas y otra las fulanas que tienen revólver.

Lo saqué del cajón, un 32 automático, cuando entró con la bandeja del café. Me echó una mirada fulminante y dejó bruscamente la bandeja sobre la mesa.

—¿Qué está haciendo con eso? —saltó.

Me desabroché la chaqueta y mostré la insignia.


Sheriff
adjunto, señora. Y usted con eso, ¿qué hace?

Se limitó a coger el bolso del armario, lo abrió y sacó una licencia. Había sido extendida en Fort Worth, pero era legal. Esos documentos suelen admitirse en cualquier ciudad.

—¿Satisfecho, polizonte? —dijo.

—Creo que está en regla, señorita —le contesté—. Pero no me llame polizonte, me llamo Ford.

Le dirigí una sonrisa afectuosa, que no fue correspondida. Mi instinto no me había engañado. Un minuto antes parecía dispuesta a tendérseme en la cama, sin importarle lo más mínimo que yo no tuviese un centavo. Pero ahora su actitud era distinta, sin que le importara tampoco cómo habría conseguido vivir tanto tiempo.

—¡Santo cielo! —se mofó la mujer—. El tío más guapo que he visto en mi vida, y resulta que es un asqueroso y entrometido polizonte. ¿Qué quiere? Yo no me acuesto con polis.

Noté que me ponía colorado.

—Señora, no es usted muy cortés. Sólo vine para charlar un rato —expliqué.

—¡Estúpido bastardo! —chilló—. Te he preguntado qué quieres.

—Ya que insiste, se lo diré. Quiero que se largue de Central City antes de que anochezca. Si la pillo por aquí más tarde la haré encerrar por prostitución.

Me encasqueté el sombrero y me dirigí hacia la puerta. Se me plantó delante cerrándome el paso.

—¡Miserable hijo de puta! Tú…

—No me llame eso —dije—. No lo repita, señora, o…

—Te lo he llamado y te lo volveré a llamar. Hijo de puta, bastardo, chulo…

Traté de abrirme paso a la fuerza. Tenía que salir de allí. Sabía lo que ocurriría si no me iba inmediatamente, y no podía consentirlo. Era capaz de matarla. Podía volverme la
enfermedad
. Y aunque no sucediese una cosa ni otra, estaba perdido. Se iría de la lengua. Lo contaría a voces en todas partes. La gente empezaría a pensar, a pensar y a preguntarse qué fue lo que ocurrió quince años antes.

Me abofeteó con tanta fuerza que los oídos me retumbaron, primero uno, luego el otro. Continuó pegándome una y otra vez. Se me cayó el sombrero. Al agacharme para recogerlo, me clavó la rodilla en el mentón. Me tambaleé sobre los talones y me encontré sentado en el suelo. Oí una risita malévola, seguida de otra más suave, a modo de excusa. Me dijo:

—Caray,
sheriff
, yo no quería… yo… me sacó usted de quicio, y… yo…

—Claro —sonreí. Empezaba a distinguir de nuevo los objetos y recuperar el habla—. Claro, señora. Lo comprendo. A mí también me pasa a veces. ¿Me ayuda a levantarme?

—¿No… no me pegará?

—¿Yo? ¡Oh! Por favor, señora…

—No —exclamó casi defraudada—. Sé que no lo hará. Se le ve en seguida que tiene buen carácter.

Se inclinó lentamente hacia mí y me tendió las manos.

Me levanté de un salto. Asiéndole las muñecas con una mano empecé a golpearla con la otra. Casi perdió el conocimiento, pero yo no quería que se desmayase. Tenía que darse cuenta de lo que ocurría.

—No, preciosa —le mostré toda mi dentadura—. No te voy a pegar. Sólo voy a arrancarte el culo a tiras.

No era una bravata, lo dije en serio y casi lo cumplí.

Tiré el jersey hacia arriba hasta cubrirle la cabeza y le hice un nudo. Luego la tumbé en la cama, le bajé los shorts de un tirón y le até los pies con ellos.

Me desabroché el cinturón y lo balanceé sobre mi cabeza…

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me detuve, y recuperé el dominio de mí mismo. Sólo sé que el brazo me dolía terriblemente y que sus nalgas estaban en carne viva. Me sentía asustado hasta lo indecible, asustado casi hasta el punto de perder la cabeza.

Le desaté los pies y le quité el jersey de la cara. Empapé una toalla en agua fría y se la apliqué. Le acerqué a los labios una taza de café. Y, mientras, le hablaba y hablaba sin parar, suplicándole que me perdonase, explicándole lo mucho que lo sentía.

Me arrodillé junto a la cama, le pedí perdón una y otra vez. Al fin, sus párpados temblaron y se abrieron.

—No… —musitó.

—No —respondí—. No, señora. Le juro por Dios que jamás volveré…

—Calla —me acarició los labios con los suyos—. No digas eso.

Volvió a besarme. Empezó a desabrocharme la corbata, la camisa, desnudándome después de casi haberla desollado viva.

Volví al día siguiente y al otro. Ya no pude dejar de acudir. Era como si un huracán hubiese avivado un viejo fuego que se extinguía. Empecé a zaherir a la gente con indiferencia, a injuriarla a falta de otra cosa. Empecé a pensar en ajustarle las cuentas a Chester Conway, de la Conway Construction Company.

No puedo ocultar que lo había pensado muchas veces antes. Tal vez, si me había quedado tantos años en Central City era sólo con la esperanza de vengarme de él. Pero de no ser por Joyce, creo que nunca me habría atrevido a intentarlo. Ella avivó el fuego que ardía bajo las cenizas. Hasta me enseñó lo que debía hacer con Conway.

Joyce me proporcionó la solución sin saberlo. Fue un día, o mejor una noche, seis semanas después de habernos conocido.

—Lou —dijo—. No quiero seguir así. Vayámonos de esta maldita ciudad juntos, tú y yo solos.

—¿Cómo? ¿Estás loca? —le contesté sin conseguir contenerme—. ¿Crees que yo…?

—Continúa, Lou. Quiero oírlo de tus propios labios. Dímelo —y comenzó a arrastrar sus palabras—. Nosotros, los Ford, somos de muy buena familia. Dímelo, nosotros los Ford, señora, jamás viviríamos con una puta vieja y despreciable, señora. Nosotros los Ford, no hacemos así las cosas, señora.

Era verdad en parte, una buena parte de la verdad. Pero no era lo principal. Yo sabía que Joyce alentaba lo peor que había en mí, sabía que de no detenerme pronto, jamás volvería a conseguirlo. Acabaría en la cárcel o en la silla eléctrica.

—Dilo, Lou. Dímelo, que te voy a responder.

—No me amenaces, preciosa —le dije—. No me gustan las amenazas.

—No te amenazo, sólo te digo lo que pasa. Tú crees que eres demasiado para mí y yo… yo…

—Sigue. Ahora te toca hablar a ti.

—No quería decírtelo, Lou, pero yo no te voy a soltar. Nunca, nunca. Si ahora eres demasiado para mí, ya conseguiré que dejes de serlo.

Le di un beso, un beso muy largo y duro. Porque Joyce no lo sabía, pero estaba muerta, y, sin embargo, nunca la había amado tanto como en aquel momento.

—Bueno, encanto, escúchame —le dije—. Has montado un drama tremendo, y total para nada. Lo que a mí me preocupaba era el problema del dinero.

—Yo tengo algo de dinero. Y puedo conseguir más. Mucho más.

—¿Ah, sí?

—Puedo conseguirlo, Lou. ¡Te digo que puedo! Está loco por mí, y es más ciego que un topo. Apuesto a que si su padre creyera que iba a casarme con él…

—¿Quién? —pregunté—. ¿De quién estás hablando, Joyce?

—De Elmer Conway. ¿Sabes quién es, no? El hijo de Chester…

—Sí —gruñí—. Sí, conozco muy bien a los Conway. ¿Cómo piensas atraparles?

Hablamos largamente de su plan, tendidos los dos sobre la cama, y de las profundas sombras de la noche me llegaba insistente una voz que decía: «déjalo, Lou, todavía estás a tiempo». Y bien sabe Dios que lo intenté. Pero inmediatamente después, la mano de Joyce asió una de las mías y la llevó hasta sus senos, entre temblores y gemidos… y eso me impidió dejarlo.

—Bueno —murmuré al fin—. Creo que podemos hacerlo. En mi opinión, cuando no consigues algo a la primera, lo intentas de nuevo, y luego has de intentarlo una y otra vez.

—¿Cómo, cariño?

—En otras palabras —concluí. Querer es poder.

Se retorció un poco y se echó a reír como una loca.

—¡Oh, Lou! Siempre con tus refranes… Eres imposible.

… La calle estaba oscura. Me había detenido unos portales antes de llegar al bar; el vagabundo estaba inmóvil, observándome. Era joven, de mi edad más o menos, y llevaba un traje que en su momento debió ser de buena calidad.

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