El asesino dentro de mí (16 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

—Conforme —gruñí.

Se metió el frasco en el bolsillo y se levantó.

—De acuerdo, hombre. Me vuelvo esta noche al oleoducto. Este lugar no es muy acogedor para las personas como yo, así que el próximo sábado tampoco vendré. Pero no intentes jugármela…

—¿Cómo? —respondí—. ¿Crees que estoy loco?

—Haciendo preguntas desagradables, hombre, sólo tendrás respuestas desagradables. Si tienes los cinco mil aquí dentro de quince días, no tienes que preocuparte de más.

Le puse una objeción; me seguía pareciendo que me entregaba con demasiada facilidad.

—Harías mejor no volviendo aquí. Podría verte alguien y…

—No me verá nadie. Tendré cuidado como esta noche. Me gustan las complicaciones tan poco como a ti.

—Bueno, estaba pensando que sería mejor que…

—Mira, hombre. ¿Qué sucedió la última vez que te diste una vuelta por una granja abandonada? Nada bueno, ¿verdad?

—Está bien. Haz lo que quieras.

—Naturalmente —miró el reloj—. Todo queda claro, ¿eh? Cinco mil, dentro de dos semanas, a las nueve de la noche. Y que no se te olvide.

—No te preocupes. Los tendrás —aseguré.

Se detuvo un instante en la puerta, escrutando la situación. Luego salió rápidamente y se perdió entre los árboles del jardín.

Sonreí, sintiéndome un poco apenado por él. Es curioso ver cómo se busca problemas cierta gente. Se obstinan, por mucho que quieras disuadirlos, en decirte cómo quieren que acabes con ellos. ¿Por qué acudían todos a mi para hacerse matar? ¿No se mataban ellos mismos?

Recogí los platos rotos del despacho. Subí arriba, me tumbé, y esperé a que llegase Amy. No tardaría mucho.

Y no tardó. En cierto modo, era la misma de siempre; llena de ímpetu, pero tratando de disimularlo. Observé una diferencia, sin embargo. Su desconfiada rigidez había desaparecido; era como quien teme decir algo y no sabe por dónde empezar. Tal vez ella notaba algo parecido en mí; o quizá lo observábamos mutuamente.

Debía ser así, porque los dos abrimos la boca a la vez. Hablamos al mismo tiempo:

—Lou, por qué no nos…

—Amy, por qué no nos… —dijimos.

Nos echamos a reír como locos. Luego Amy preguntó:

—Me quieres, ¿verdad? ¿Verdad que sí?

—¿No es eso lo que acabo de preguntarte?

—¿Cómo…? ¿Cuándo piensas que…?

—Bueno, pensaba que en un par de semanas…

—¡Querido! —y me besó—. ¡Eso es lo que iba a proponerte!

Faltaba algo más. La pincelada final.

—¿Qué estás pensando, querido?

—Bueno. Pensaba que siempre hemos hecho lo que la gente esperaba que hiciésemos. Quiero decir… Bueno, ¿en qué estás pensando?

—Tú primero, Lou.

—No. Dilo tú, Amy.

—Bueno…

—Bueno…

—¿Por qué no nos escapamos los dos? —preguntamos a la vez.

Nos reímos, me echó los brazos al cuello y se apretó contra mí.

17

Se presentó… bueno, creo que fue el martes siguiente. El martes siguiente al sábado en que vino el vagabundo poco antes de que Amy y yo decidiéramos fugarnos. Era un tipo alto, cargado de espaldas, de rostro huesudo y piel amarillenta. Dijo que era el doctor John Smith, añadiendo que pasaba por allí, que había estado dando vueltas por el barrio y que había oído decir… o le había parecido oír… que aquella casa y el equipo médico podían estar en venta.

Eran sobre las nueve de la mañana. En realidad, yo tendría que haber partido ya para el juzgado, pero esos días no tenía prisa por ir hacia el centro de la ciudad; y mi padre siempre había tenido la puerta abierta para cualquier médico que se presentase.

—He estado dudando si venderla o no, pero nunca me he decidido en firme, si le tengo que ser franco. No he dado ningún paso para venderla. De todos modos, pase usted, los médicos siempre son bien recibidos en esta casa.

Le introduje en el despacho y saqué una caja de puros. Tras ofrecerle café me senté yo también dispuesto a hacerle los honores. No me caía en gracia el tipo, es cierto. Me devoraba con los ojos, unos ojos amarillentos, como si yo fuese una especie de bicho raro, más digno de ver que de escuchar. Pero, en fin… los médicos tienen extraños modales. Viven en su mundo, en el que son soberanos. Son los únicos que tienen razón.

—¿Es usted internista, doctor Smith? —le pregunté. No quisiera desanimarle, pero me temo que en esta ciudad el campo de la medicina general está casi monopolizado por un grupo de doctores que lleva años ejerciendo aquí. Por lo demás, como le decía, no tengo muy pensado lo de vender la casa, aunque quizá llegara a decidirme. Supongo que aquí un pediatra o un obstetra encontraría clientela.

Lo dejé así. El sujeto parpadeó y salió de su ensimismamiento.

—Precisamente ando interesado en esas ramas, señor Ford. No es que… me atreva a llamarme especialista, pero… ejem…

—Igual encontraba usted buen terreno —dije—. ¿Tiene usted experiencia en el tratamiento de la nefritis, doctor? ¿Piensa que está suficientemente demostrado que la vacuna del sarampión tiene una eficacia curativa que supere el riesgo inherente?

—Pues verá… ejem… —cruzó las piernas—. Si y no.

Hice un gesto de comprensión. Pero permanecí serio.

—¿Piensa usted que esa cuestión tiene doble filo?

—Pues… ejem… si.

—Comprendo —dije—. Nunca se me había ocurrido, pero supongo que tendrá usted razón.

—¿Es usted especialista en eso, señor Ford? ¿En enfermedades infantiles?

—Yo no tengo especialidad, doctor —reí—. Soy una demostración viviente del refrán que dice que los hijos del zapatero andan descalzos. Pero siempre me han interesado los niños, y creo que mis pocos conocimientos médicos se refieren fundamentalmente a ese campo.

—Comprendo. Pues verá, ejem, en realidad yo he trabajado sobre todo en el campo de la geriatría.

—En tal caso, encontraría usted muchas posibilidades aquí —dije—. En esta población hay un porcentaje muy elevado de ancianos. ¿Con que geriatría, eh?

—Pues… ejem… en realidad…

—¿Conoce usted la obra de Max Jakobson sobre las enfermedades degenerativas? ¿Qué opina usted de su teoría sobre la relación entre actividad desacelerada y senilidad progresiva? Porque yo comprendo el concepto básico, naturalmente, pero no alcanzo a apreciar el valor de esa fórmula. Tal vez usted podría explicármelo.

—Pues, sí… ejem… es bastante complicado…

—Comprendo. Tal vez usted considera que el enfoque de Jakobson peca de excesivo empirismo. Yo mismo lo había pensado, pero ahora tengo la impresión de que esa opinión se debía a que yo le daba un enfoque excesivamente subjetivo al problema. Por ejemplo: ¿tiene base patológica? ¿Psico-patológica? ¿Psicopatológica-psicosomática? Si, si, si. Puede ser una de las tres cosas o las tres a la vez…
pero
en grados diversos, doctor. Nos guste o no, tenemos que incluir un factor x. Ahora bien, si queremos establecer una ecuación, y perdone usted que simplifique excesivamente, podemos decir que nuestro coseno es…

Seguí hablando y sonriendo. Me hubiese gustado que estuviera presente el doctor Jakobson. Por lo que sabía de él, probablemente habría cogido a aquel sujeto por el trasero de los pantalones y lo habría echado por la ventana.

—Usted perdone —me interrumpió, pasándose una gran mano huesuda por la frente—. Tengo un dolor de cabeza terrible. ¿Qué toma usted para los dolores de cabeza, señor Ford?

—Nunca tengo —le dije.

—¿Ah, no? Pues yo creía que con tanto estudiar y pasar noches en blanco sin poder… ejem… dormir…

—Yo nunca padezco insomnio —objeté.

—¿No tiene usted preocupaciones? Yo creí que en una ciudad como ésta, tan llena de maledicencia… ejem… de malicia… ¿No tiene usted nunca la impresión de que la gente murmura de usted? Ejem… ¿No le parece a veces insoportable?

—¿Usted cree? —dije despacio—. ¿Qué si me siento perseguido? Bien, en realidad, sí, doctor. Pero yo nunca me preocupo por ello. No puedo decir que no me importe, sin embargo…

—Si, señor Ford. Siga usted.

—Simplemente que, cuando ya me molestan demasiado, me limito a dar una vuelta y matar a algunas personas. Las destrozo hasta matarlas, con un zuro de alambre espinoso que tengo. Una vez hecho esto, ya me siento bien de nuevo.

Había estado intentando recordar quien era el tipo, y por fin lo había conseguido. Esa ancha cara tristona la había visto años atrás en un periódico de fuera de Central City. La foto no era muy buena, pero era él sin duda, y recordé parte del reportaje. Se había graduado en Edimburgo, en una época en que aquí admitíamos para efectuar prácticas a los licenciados procedentes de aquellas universidades. Había matado a media docena de personas antes de conseguir una licenciatura en filosofía pasada por agua y dedicarse a la psiquiatría.

En la Costa Oeste había encontrado un trabajo burocrático con la policía. Se dio entonces un caso de asesinato de gran relieve, y el sujeto se había comprometido considerablemente con los sospechosos, precisamente con los que no debía: sujetos con suficiente dinero como para volverse contra él. No perdió la licencia, pero tuvo que largarse a toda prisa. No me quedaban dudas sobre su ocupación actual. O su supuesta ocupación. Porque hay que tener en cuenta que los locos no pueden votar y, por lo tanto, ¿por qué razón van a dedicarles las Cámaras unos presupuestos elevados?

—En realidad… ejem… —por fin empezaba a reaccionar—. Creo que sería mejor que…

—¡Quédese! —le dije—. Le voy a enseñar el zuro. O igual me enseña usted alguna de las piezas de su colección… Aquellos objetos sexuales japoneses que usted solía esgrimir, por ejemplo. ¿Qué hizo usted de aquel falo de goma que tenía? El que vació en la cara de aquella estudiante de bachillerato… ¿No tuvo usted tiempo de meterlo en la maleta cuando se fugó de la costa?

—M-me temo que me ha confundido usted c-con…

—Es posible —dije—. Usted, en cambio, no ha conseguido confundirme a mí. Usted no es capaz de distinguir la miel de la basura, de modo que lárguese y firme su informe con un garabato. Y es mejor que añada una nota explicando que el próximo hijo de puta que manden por aquí, va a recibir tantos puntapiés que saldrá con el ano puesto de collar.

Se fue hacia la puerta, temblándole entre contorsiones todos los huesos del cuerpo bajo la tenue piel amarillenta. Le seguí, sonriendo.

Levantó una mano para coger el sombrero de la percha. Se lo puso echado hacia atrás; yo me reí y aceleré el paso tras él. Ya se imaginaba que le echaba a puntapiés. Le cogí la cartera y se la tiré al patio.

—Ándese con ojo, doctor —dije—. Ojo con las llaves. Si las pierde, le dejan toda la vida encerrado ahí.

—Va a… ver usted… —los huesos le brincaban a sacudidas. Cuando estuvo al pie de las escaleras, pareció recuperarse un poco—. Si alguna vez le pillo…

—¿A mí, doctor? Yo duermo bien. No tengo dolores de cabeza. No estoy preocupado en absoluto. Lo único que lamento es que el zuro se me está quedando viejo…

Recogió la cartera y se fue con el rabo entre las piernas. Andaba por la acera con el cuello echado hacia delante, como un mono. Di un portazo y me dispuse a preparar más café.

Desayuné de nuevo, con mucha hambre.

¿Ven ustedes? No importaba. No había perdido nada echándole. Antes pensaba que me estaban cercando, y ahora lo sabía con certeza. Y ellos sabían que yo lo sabía. Pero no por ello estaba nada perdido, ni nada había cambiado.

Seguían sin poder hacer otra cosa que sospechar de mí. No tenían más indicios que los de antes. Ni tendrían otros en quince días… o diez. Sus sospechas se intensificarían, se sentirían, más seguros que nunca. Pero no dispondrían de prueba alguna.

Sólo podrían encontrar la prueba en mi persona, en lo que yo era. Pero yo no iba a mostrarlo.

Me terminé la cafetera, fumé un cigarro y limpié y sequé los platos. Eché al patio algunos pedazos de pan para los gorriones y regué la planta de boniato que tenía en la ventana de la cocina.

Luego cogí el coche y me fui a la ciudad. Pensé que me había hecho mucho bien el poder charlar un rato… aunque hubiese resultado ser un engaño. Hablar de verdad, aunque fuese poco rato.

18

Maté a Amy Stanton el sábado 5 de abril de 1952, poco antes de las nueve de la noche.

Había sido un día brillante y soleado, lo bastante cálido como para anunciar la proximidad del verano y la noche era fresca. Amy mandó a sus padres al cine, a eso de las siete, después de cenar. Luego, a las ocho y media, llegó a casa, y…

Vi pasar a sus padres por delante de casa y supuse que ella les despedía desde la puerta de la suya; puesto que se volvían con un ademán de saludo. Supongo que se volvería a meter en casa para prepararse a toda prisa; para peinarse, tomar un baño, maquillarse y hacer las maletas. Supongo que tendría que correr como una loca, para estar lista a la hora convenida, ya que con sus padres en casa no habría podido hacer gran cosa. Supongo que iría de un lado para otro, enchufando la plancha, cerrando el grifo de la bañera, arreglándose las medias, moviendo la boca para perfilar la pintura de los labios mientras se quitaba las pinzas del pelo.

Eran incontables las cosas que tenía que hacer, y si llega a ir demasiado despacio, sólo con que se hubiese retrasado un poco… Pero Amy era una de esas mujeres rápidas, seguras. Aunque habría previsto tiempo suficiente para prepararse —supongo—, y entonces —supongo— se miraba en el espejo, frunciendo el ceño y sonriendo, sacudiendo la cabeza, sacando la barbilla y levantando las cejas, estudiándose de frente y de perfil, dándose la vuelta y mirándose por encima del hombro, frotándose las nalgas, ciñéndose la faja, tirando de ella hacia arriba y luego hacia abajo, ajustándosela a las caderas. Luego… supongo que eso fue todo. Ya estaba lista. Vino hacia casa, y yo…

Yo también estaba preparado. No había terminado de vestirme, pero también estaba preparado para recibirla.

La esperaba en la cocina, y llegó sin aliento, supongo que por las prisas, o porque las maletas debían pesar mucho. Y supongo que…

Supongo que todavía no estoy en condiciones de contarlo. Sería prematuro, y aún no es necesario. Porque, maldita sea, habíamos pasado dos semanas escasas antes de aquel sábado 5 de abril de 1952, poco antes de las nueve de la noche.

Quince días muy agradables, porque por primera vez desde hacía mucho tiempo me sentía realmente libre. Se acercaba el fin, se me echaba encima, y pronto habría acabado todo. Al fin podría pensar, decir algo, hacer cosas, nada importaba. Había concedido un plazo y ya no tenía por qué dominarme.

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