El asesino dentro de mí (14 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

¿Howard Hendricks? Bueno… bueno, había algo que estaba consumiendo a Hendricks.

El primer día que salí después de mi enfermedad tropecé con Howard; subía por las escaleras de entrada del juzgado, cuando me iba yo a almorzar. Me saludó levemente con la cabeza, sin mirarme de frente, y dijo en voz baja:

—Hola, Lou.

Yo me paré para decirle que me encontraba mucho mejor, un poco débil aún, pero ya casi bien.

—Ya sabe lo que pasa, Howard. Lo peor no es la gripe, sino las consecuencias que vienen después.

—Eso tengo entendido, gruñó.

—Es lo que siempre digo de los automóviles. Lo malo no es el precio sino el mantenimiento. Pero creo que…

—Tengo prisa —se excusó—. Tendremos ocasión de vernos.

Yo no estaba dispuesto a soltarle tan fácilmente. Ahora que no pesaba sobre mí sospecha alguna, podía permitirme ciertas cosas.

—Como decía, creo que yo no soy quién para hablarle de enfermedades. ¿No es cierto, Howard? Con ese trozo de metralla que tiene usted… Se me ocurrió una idea sobre ese trozo de metralla, Howard. Creo que podría hacerse una radiografía e imprimirla al dorso de sus carteles electorales. Y en el anverso se podría poner una bandera con su nombre formado por termómetros, y tal vez poner boca abajo un… ¿Cómo le llaman a esos orinales? ¡Ah, sí!, un vaso de noche boca abajo, como signo de admiración. Por cierto, esa metralla, ¿por dónde le entró, Howard? Nunca consigo acordarme dónde está. A veces está en…

—¡En el culo! —Ahora me miraba, fijamente—. ¡En el culo!

Le había estado sujetando por la solapa para evitar que se fuese. Me cogió la muñeca sin dejar de mirarme, me apartó el brazo, y lo dejó caer. Dio media vuelta y siguió subiendo la escalera. Un tanto encorvado, pero con paso firme. Desde aquel momento no volvimos a hablar. En cuanto me veía, daba un rodeo para evitarme, y yo le devolvía el favor.

O sea, que había un problema por ese lado; pero ¿qué otra cosa iba a esperar? ¿Por qué preocuparme? Le había atacado de frente, y eso probablemente le hizo ver claro que muchas otras veces me había burlado de él. Además tenía otro motivo para demostrar frialdad. Las elecciones serían en otoño, y él se presentaría como de costumbre. Su éxito en el caso de Conway sería una gran baza para él, y la aprovecharía. Pero había algo que le molestaba. Tendría que quitarme a mí el mérito, y debía imaginarse que eso me sentaría mal. Así que prefería atacar primero.

Por tanto no había nada que saliera de lo normal. Ni por parte del
sheriff
ni de Chester Conway. Absolutamente nada. Y, sin embargo, la sensación de asedio seguía aumentando. Llegó a ser agobiante.

Me había mantenido a distancia del restaurante del Griego. Incluso había evitado la calle donde se encontraba. Pero un día fui allí. Algo parecía impulsar las ruedas del coche en esa dirección y un día me encontré justo enfrente.

Los cristales estaban cubiertos de jabón. Las puertas estaban cerradas. Pero me pareció oír ruido y voces dentro.

Salí del coche y aguardé un instante. Fui hasta la esquina y crucé la calle.

En una de las puertas había un hueco sin jabón. Con la mano a guisa de visera miré por el hueco, mejor dicho, me disponía a mirar cuando la puerta se abrió de repente y apareció el Griego.

—Lo siento, señor Ford —me dijo—. No puedo servirle. El restaurante está cerrado.

Balbuceé que no quería tomar nada.

—Sólo vine… para…

—Diga.

—Vine porque quería verle. Quise venir la noche que ocurrió aquello, y no he dejado de pensarlo desde entonces. Pero no me decidía a venir. No me sentía con ánimos para enfrentarme con usted. Sabía lo mal que lo estaba pasando, imaginaba sus sentimientos, y yo no sabía qué decirle. Nada. Nada que pudiese hacer o decir… Porque si hubiese podido hacer algo, aquello no habría ocurrido…

Era cierto, y por Dios, qué gran cosa es la verdad. El Griego me estaba mirando de una forma que no me atrevía a definir, pero entonces pareció desconcertarse. De improviso se mordió el labio y clavó la vista en la acera.

Era un individuo trigueño, de edad madura, con sombrero negro y alto y sobremangas de satén negro en la camisa. Levantó la vista y me miró otra vez.

—Estoy contento de que haya venido, Lou —murmuró—. Se lo agradezco. Ya me había dado cuenta de que mi hijo le consideraba su único amigo.

—Yo quería ser amigo suyo. Pocas cosas he deseado más. Pero no sé cómo, no estuve a la altura; no pude ayudarle precisamente cuando más lo necesitaba. Pero quiero que sepa una cosa, Max. Yo… yo no lo hice…

Me puso la mano sobre el brazo.

—No es necesario que me lo diga, Lou. Yo no sé por qué… qué… pero…

Se encontró perdido. Como si estuviera solo en el mundo. Como si hubiese perdido el sentido de las cosas, y no pudiese recuperarlo.

—Si. Pero… si. Siempre anduvo metido en líos y siempre parecía ser el culpable.

Asentí con la cabeza y él me imitó. Luego hizo un gesto de negación y yo le imité. Nos pasamos unos instantes así, moviendo la cabeza sin decir nada, y sentí deseos de marcharme. Pero no sabía como hacerlo. Al fin dije que lamentaba que cerrase el restaurante.

—Si le puedo ayudar en algo…

—No, si no cierro —protestó—. ¿Por qué iba a cerrar?

—¡Ah! Yo creí…

—Lo estoy modernizando. Voy a poner sillones de cuero, un parquet nuevo y aire acondicionado. A Johnnie le habría gustado todo esto. Lo sugería muchas veces, y yo le contestaba que él no era quien para darme consejos. Ahora lo pondremos todo, tal como él quería. Es decir… en la medida de lo posible.

Sacudí la cabeza de nuevo y volví a asentir.

—Quería hacerle una pregunta, Lou. Quiero que la conteste y quiero la verdad.

—¿La verdad? —titubeé—. ¿Y por qué iba a mentirle, Max?

—Porque tal vez no lo crea posible. Por lealtad a su cargo y a sus compañeros. ¿Quién más entró en la celda de Johnnie después de verle usted?

—Bueno… estuvo Howard… el fiscal del condado…

—Ya lo sé. El fue quien lo descubrió. Y le acompañaban un
sheriff
adjunto y el carcelero. ¿Quién más…?

El corazón me dio un salto. Tal vez… pero no, imposible. No podía hacer eso. No me atrevía a intentarlo.

—No tengo ni idea, Max. Yo me había marchado ya. Pero puedo asegurarle que sigue una pista equivocada. Los conozco a todos ellos desde hace años. Son incapaces de una cosa así… igual que yo.

Seguía diciéndole la verdad, y Max tenía que aceptarlo. Le miré fijamente, directamente a los ojos.

—Bueno… —suspiró—. Bueno, volveremos a hablar otra vez, Lou.

—Sin duda, Max.

Y salí huyendo.

Di un paseo en coche por Derrick Road, ocho o diez kilómetros. Paré el coche en el arcén, en la cima de una pequeña colina y me quedé allí mirando en dirección a unos robles pequeños, pero no veía nada. Ni siquiera los robles.

Al cabo de unos cinco minutos, o no, tal vez no fueran más que tres… paró un coche detrás del mío. Se apeó Joe Rothman y se acercó a mí.

—¡Bonita vista! —observó—. ¿Le importa que le acompañe un momento? Gracias, me lo suponía.

Habló de corrido, sin esperar mi respuesta. Abrió la portezuela del coche y se sentó junto a mí.

—¿Viene a menudo por aquí, Lou?

—Cuando me parece —contesté.

—Bueno, es una buena vista, si señor. Casi única. Creo que en todo el territorio de los Estados Unidos no habrá más de cuarenta o cincuenta mil carteles como ése.

Aun sin ganas, no pude reprimir una sonrisa. El cartel era una promoción de la Cámara de Comercio. Decía así:

Está usted llegando a

CENTRAL CITY, TEXAS

Donde un apretón de manos es fuerte

Pob. (1932) 4.800 Pob. (1952) 48.000

¡¡¡VÉANOS CRECER!!!

—Si, es muy publicitario —comenté.

—¡Ah! O sea, que estaba mirando el cartel. Ya imaginé que sería eso lo que le había atraído. Porque, fuera del cartel, desde aquí no se divisa otra cosa que unos robles y esa casita blanca. La casita del crimen, como la llaman.

—¿Qué quiere? —pregunté.

—¿Cuántas veces estuvo ahí abajo, Lou? ¿Cuántas veces se acostó con ella?

—Estuve por aquí alguna vez. Con un motivo concreto. Y no estoy tan mal como para tener que acostarme con furcias.

—¿No? —me miró de soslayo, reflexivo—. No, no creo que lo necesite. Pero, personalmente, yo siempre he creído que incluso en época de abundancia, hay que pensar en el futuro. Nunca se sabe, Lou. Te puedes despertar una mañana y encontrarte con que han dictado una ley contra eso. Por ser antiamericano.

—Bueno, si fuera así no le estaría escuchando.

—Pues tendría que escucharme, Lou. Se va a quedar ahí sentado escuchándome, y responderá inmediatamente cuando se lo ordene. ¿Está claro? ¿Está claro, Lou?

—Perfectamente —dije—. Le he entendido desde el principio.

—Tenía miedo de que no fuera así. Ha de comprender que, si quisiera, estaría usted en mis manos.

Echó tabaco en un papel de fumar, lo lió y lo cerró pasándole la lengua. Se lo puso en una esquina de la boca y pareció olvidarse de él.

—Hace rato hablaba de usted con Max Pappas —comentó—. Por lo que pude ver, parecía una conversación amistosa.

—Lo era.

—¿Se ha resignado al suicidio de Johnnie? ¿Ha aceptado la tesis del suicidio?

—No puedo decir que estuviera resignado. Quería saber si alguien… si alguien estuvo en la celda después de irme yo, y…

—¿Y bien?

—Le contesté que no, que no era posible. Ninguno de los chicos haría una cosa semejante.

—Lo que deja cerrado el caso —concluyó Rothman—. ¿O me equivoco?

—¿Adónde quiere ir a parar? —pregunté secamente—. ¿Qué…?

—¡Cállese! —gritó con voz dura, que luego se hizo más suave—. ¿No se ha fijado en las reformas que está haciendo? ¿Sabe lo que van a costar? Unos doce mil dólares. ¿De dónde cree que ha sacado ese dinero?

—¿Cómo demonios quiere que…?

—¡Lou!

—Bueno, quizás haya estado ahorrando.

—¿Max Pappas?

—O se lo han prestado.

—¿Sin garantía?

—Bueno… no sé.

—Permítame una sugerencia. Que alguien se lo ha dado. Digamos alguien de buena posición. Algún individuo que haya creído deberle ese favor.

Me encogí de hombros y me eché el sombrero hacia atrás; sentía la frente empapada de sudor. Pero por dentro tenía frío, mucho frío.

—Es la Conway Construction la que realiza las reformas, Lou. ¿No le parece raro que Conway trabaje para un tipo cuyo hijo ha matado a su propio hijo?

—Acostumbra a aceptar todos los encargos. Además, lo hace la compañía y no él; no va a pegar los martillazos él mismo. Lo más probable es que no sepa nada del asunto.

—Bueno… —Rothman vaciló para volver a la carga con obstinación—. Es un trabajo a participación, y corre con todos los riesgos. Conway se encarga de todos los materiales, de tratar con los proveedores y pagar a los obreros. Nadie ha cobrado un níquel de Pappas.

—¿Y qué? Conway lo hace con frecuencia. Así saca beneficio de media docena de operaciones a la vez, y no sólo de la construcción.

—¿Y cree que Pappas le dejaría hacer eso? ¿No le parece que Pappas es el típico individuo que discutiría hasta el precio del último clavo? Yo lo veo así, Lou. Y es así.

—Yo también lo creo. Pero ahora no está en situación de actuar por su cuenta. Saca lo que Conway Construction quiera darle, si no, no sacaría nada.

—Puede ser… sí.

Hizo pasar el cigarrillo a la otra comisura y me miró fijamente.

—¿Y el dinero, Lou? Eso deja sin explicar lo del dinero.

—Vive con muy poco. Es posible que lo haya ahorrado, la mayor parte al menos, y que le hayan dado un crédito por el resto. No tenía por qué tenerlo en un banco. Tal vez lo guardaba en su casa.

—Sí, es posible —repitió Rothman lentamente—. Podría ser.

Se volvió ligeramente en el asiento para mirar a través del parabrisas, apartando sus ojos de mí. Tiró el cigarrillo, buscó tabaco y papel, y se puso a liar otro.

—¿No ha ido al cementerio, Lou? ¿A la tumba de Johnnie?

—No, y tendré que ir. Me avergüenza no haber ido todavía.

—Bueno… maldita sea, ¿lo dice de veras? ¿Es realmente sincero?

—¿Y quién es usted para preguntar eso? ¿Qué hizo por él? No quiero atribuirme méritos, pero soy la única persona en Central City que ha intentado ayudar a ese chico. Me gustaba. Le comprendía y…

—Lo sé, lo sé —gruñó, sacudiendo la cabeza—. Quería decir sólo que Johnnie ha sido enterrado en tierra sagrada… ¿Sabe lo que eso significa, Lou?

—Lo supongo. La iglesia no lo ha considerado como un suicidio.

—¿Y cómo explica eso, Lou?

—Era muy joven, su vida no fue nada agradable. Tal vez la iglesia haya estimado que ya había sufrido bastante, y que debía intentarse una reparación. Habrán pensado que fue una especie de accidente, que quiso hacer el tonto en su celda sin tener realmente la intención de llegar tan lejos.

—Quizá —suspiró Rothman—. Quizá, quizá, quizá. Una cosa más, Lou, la más importante… La noche del domingo en que Elmer y la difunta inquilina de aquella casa pasaron a mejor vida, uno de mis carpinteros fue a la última sesión del Palace. Dejó el coche aparcado en la parte de atrás, ¡atención, Lou!, a las nueve y media. Al salir se encontró con que le habían robado los cuatro neumáticos…

16

Hubo una pausa de silencio casi angustioso.

—Bueno —comenté—. Eso sí que es mala suerte. Con que los cuatro neumáticos a la vez, ¿eh?

—¿Mala suerte? Querrá decir extraño, ¿verdad, Lou? Francamente extraño.

—Si. En fin, también es extraño que no haya oído hablar de eso en la oficina del
sheriff
.

—Eso hubiese sido más extraño aún, Lou. Porque no denunció el robo. No diré que sea el mayor misterio de todos los tiempos, pero, por alguna razón, ustedes los de la oficina del
sheriff
sólo se interesan por nosotros, obreros sindicados, cuando hay una huelga.

—Yo no puedo…

—Es igual, Lou, no tiene nada que ver. El hombre no denunció el robo, pero lo comentó con varios compañeros el martes por la noche, en la reunión habitual del grupo de carpinteros y ebanistas. Y resultó que uno de ellos le acababa de comprar dos neumáticos a Johnnie Pappas… ¿Qué pasa, Lou, tiene escalofríos? ¿No estará cogiendo frío?

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