El asesino dentro de mí (15 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Mordí el cigarro pero me abstuve de responder.

—Esos muchachos buscaron estacas y garrotes de tamaño razonable, y fueron a hacerle una pequeña visita a Johnnie. No estaba en casa, ni tampoco en la gasolinera de Slim Murphy. El caso es que no estaba en ninguna parte a aquella hora; se balanceaba colgado de su cinturón en los barrotes de la celda. Pero su coche estaba en la gasolinera, y tenía puestos los otros dos neumáticos robados. Los recuperaron —Murphy, naturalmente, también fue con el cuento a la policía— y el asunto acabó así. Pero esto se ha comentado, Lou. Se ha comentado aunque,
aparentemente
, nadie haya dado importancia al incidente.

Carraspeé.

—Y… ¿y por qué tenían que darle importancia, Joe? Creo que no entiendo…

—Échele esa mierda a otros cerdos, Lou… ¿Recuerda…? Esos neumáticos fueron robados después de las nueve y media de la noche en que Elmer y su amiga dejaron este mundo. Suponiendo que Johnnie no empezase a trabajar en ello hasta que su dueño aparcó el coche, y aunque hubiese empezado antes, llegamos a la inevitable conclusión de que el chico estaba ocupado en actividades relativamente inocentes hasta bastante después de las diez. Dicho de otra forma, no pudo intervenir en las cosas terribles que pasaron tras esos robles.

—No veo el porqué.

—¿No lo ve? —abrió los ojos desmesuradamente—. Bueno, naturalmente los pobres Descartes, Aristóteles, Diógenes, Euclides y demás están muertos, pero creo que encontrará a mucha gente por ahí dispuesta a defender sus teorías. Me temo, Lou, que no están de acuerdo con su razonamiento de que un cuerpo puede estar a la vez en dos lugares distintos.

—Johnnie tenía muchas relaciones dudosas. Me imagino que algún amigo suyo pudo robar esos neumáticos y dárselos a él para que los vendiese.

—Ya veo… ya veo… Lou.

—¿Por qué no? —insistí—. Johnnie tenía buenas oportunidades para deshacerse de los neumáticos. Trabajaba en la gasolinera, y Slim Murphy no hubiese dicho nada… Demonio, tuvo que ocurrir así, Joe. De tener Johnnie alguna coartada, me lo hubiese dicho a mí, ¿no le parece? No se habría ahorcado.

—Le apreciaba, Lou. Se fiaba de usted.

—Y tenía motivos sobrados para ello. Sabía que yo era amigo suyo.

Rothman tragó saliva, y emitió un sonido que quería ser una carcajada. Como cuando uno no sabe si reír, gritar o enfurecerse.

—Magnífico Lou. Perfecto. Todos los ladrillos están bien colocados, y el albañil sabe lo que hace. Sin embargo, no acabo de comprender por qué necesita defender su estructura de «quizás» y «es posible», su pared de contención hecha de alternativas lógicas. No acierto a comprender por qué no le dice a cierto pobre sindicalista que se ocupe de sus asuntos.

Con que… con que ésa era la situación. Mi situación. Pero ¿y la suya? Asintió con la cabeza como si se lo hubiese preguntado. Se arrellanó en su asiento.

—Humpty Dumpty Ford, asentado justo en la cima del templo del trabajo. Ya no importa cómo ni por qué ha llegado a estar ahí. Va a tener que moverse, Lou. Antes de que alguien… antes de que usted pierda la cabeza.

—Tengo la vaga intención de irme de la ciudad —dije—. No es que haya hecho nada, pero…

—Claro que no ha hecho nada. De lo contrario, un celoso «fascista rojo» como yo no podría hacer nada por librarle de las garras de sus detractores y perseguidores… de sus perseguidores en potencia, diría yo.

—¿Cree que…? ¿Qué tal vez…?

Se encogió de hombros.

—Lo creo, Lou. Creo que puede tener dificultades para marcharse. Y estoy tan convencido que voy a ponerme en contacto con un amigo mío, uno de los mejores abogados criminalistas del país. Probablemente ha oído hablar de él, Billy Walker. Hace tiempo le hice un favor, en el Este, y tiene muy buena memoria para los favores, prescindiendo de sus otros defectos.

Había oído hablar de Billy Boy Walker. Como casi todo el mundo. Había sido gobernador de Alabama, Georgia, o algún otro estado del sur. Había sido senador de los Estados Unidos. Había sido candidato a la presidencia. Luego empezó a tener problemas y decidió apartarse de la política y dedicarse a su profesión de abogado criminalista. Era muy bueno. Los imbéciles se reían de él por haber abandonado la política. Pero cuando se hallaban en un apuro, corrían en busca de Billy Boy Walker.

Me inquietó un poco el que Rothman pensase que yo necesitaba tal ayuda.

Y además de inquietarme, me sorprendió que Rothman y sus sindicatos se preocupasen tanto por buscarme un abogado. ¿Qué arriesgaba Rothman si la policía se ponía a interrogarme? Entonces caí en la cuenta de que si mi primera conversación con Rothman llegaba a ser conocida, cualquier jurado del país consideraría que él me había instigado contra Elmer Conway. En otras palabras, Rothman pretendía salvar dos cabezas (la suya y la mía) con un solo abogado.

—Tal vez no lo necesite —siguió—. Pero es mejor prevenirle. No es persona que esté disponible en cualquier momento. ¿En cuánto tiempo piensa abandonar la ciudad?

Dudé. Amy. ¿Cómo lo haría?

—No… no puedo irme inmediatamente. Conviene que haga alguna alusión acerca de mi posible marcha, para luego preparar un poco a la gente. Compréndalo, resultaría muy raro que…

—Si —frunció el ceño—, pero en cuanto sepan que piensa marcharse, pueden pasar al ataque antes… Con todo, entiendo su razonamiento.

—¿Qué pueden hacer? Si quisiesen pasar al ataque, lo habrían hecho ya. Aunque yo…

—No haga caso. No se fíe. Actúe… tan de prisa como pueda. No espere más de quince días.

Dos semanas. Dos semanas de vida para Amy.

—Muy bien, Joe —suspiré—. Y gracias por… por…

—¿Por qué? —abrió la portezuela—. Que conste que yo no muevo ni un solo dedo por usted…

—No estoy muy seguro de liquidar esto en dos semanas. Puede llevarme un poco…

—Es mejor que no se demore mucho.

Bajó y se metió en su coche. Dio la vuelta, saliendo a escape hacia Central City. Al poco le imité. Conduje despacio, pensando en Amy.

Años atrás había un joyero aquí en Central City que tenía un negocio formidable, una mujer muy hermosa y dos niños encantadores. Cierto día, durante un viaje de negocios, en una de esas ciudades que tienen universidad, tropezó con una chica, un verdadero encanto, y no tardó mucho en acostarse con ella. La chica sabía que estaba casado, y lo aceptaba. Así que todo era perfecto. Tenía a la chica, tenía a su familia, y un negocio floreciente. Pero una mañana les encontraron muertos a él y a la chica en un motel; la había matado y luego se suicidó. Cuando uno de nuestros adjuntos fue a decírselo a su mujer, los encontró muertos a ella y a los niños. El joyero les había matado a todos.

Ese hombre lo había tenido todo y en cierto modo hubiera sido mejor no haber tenido nada.

Esto parece muy confuso y probablemente no tenga mucho que ver con mi caso… Al principio creí que si, pero ahora, volviéndolo a pensar… bueno, no lo sé. Francamente no lo sé.

Yo sabía que estaba obligado a matar a Amy; podía explicar la razón en pocas palabras. Pero cada vez que pensaba en ello, tenía que explicarme otra vez el porqué. Hacía cualquier cosa, leer un libro, por ejemplo, o estar con ella, y de repente me venía el pensamiento de que iba a matarla, y me parecía tan absurdo que casi soltaba carcajadas. Pero luego volvía a pensarlo, y veía con toda claridad que tenía que hacerlo, y…

Era como si estuviera dormido estando despierto y despierto estando dormido. Tenía que pellizcarme, en sentido figurado y entonces me despertaba al revés, volvía a la pesadilla en que me tocaba vivir. Y todo parecía otra vez claro y razonable.

Pero seguía sin saber cómo iba a hacerlo. No daba con el procedimiento que me dejase libre de sospechas. Y esta vez tenía que andarme con cuidado. Yo era Humpty Dumpty, como había dicho Rothman, y no podía seguir saltando mucho tiempo.

No era capaz de idear la forma de hacerlo, porque resultaba muy laborioso, y tenía que recordar constantemente el porqué. Pero al fin lo vi claro.

Encontré el medio, porque tenía que encontrarlo. No podía evadirme por más tiempo.

Ocurrió tres días después de la conversación con Rothman. Era sábado, día de cobro, y tendría que haber estado trabajando, pero me sentí incapaz de salir. Me quedé todo el día en casa con las persianas bajadas, paseando arriba y abajo, recorriendo una habitación tras otra. Al caer la noche, yo seguía allí. Sólo estaba encendida la lámpara del escritorio. Oí unos pasos rápidos en la entrada, y la puerta que se abría.

Amy no podía llegar tan temprano; pero no me extrañé. No era la primera vez que entraba gente allí.

En el momento de cruzar el umbral del despacho, el chico llegaba por el pasillo.

—Lo siento, amigo —saludé—. El doctor no ejerce ya. Esa placa sigue puesta ahí por razones sentimentales.

—No se preocupe, hombre —siguió avanzando hacia mí y tuve que retroceder—. Es sólo una pequeña quemadura.

—Pero yo no…

—Una quemadura de cigarro —dijo, mostrándome la palma de la mano.

Entonces lo reconocí.

Se sentó en el gran butacón de cuero de papá, sonriéndome. Pasó la mano por el brazo del sillón. Con un gesto hizo caer la taza del café y el plato que yo había dejado allí.

—Tenemos que hablar un poco, hombre, y tengo sed. ¿No tendrás alguna botella de whisky por ahí? Sin abrir… No me gusta demasiado el whisky, pero en según qué sitios prefiero que las botellas lleven el precinto.

—Lo que tengo cerca es un teléfono —repliqué—. Y la cárcel está sólo a seis manzanas de aquí, ¿sabes?

—¡Ah, bueno! Si quieres llamar, llama, hombre.

Me dirigí al teléfono. Pensé que no se atrevería a ir más lejos y que si lo hacía, bueno, mi palabra valdría siempre más que la de un vagabundo. Nadie tenía nada contra mí, y yo era aún Lou Ford. En cuanto abriera la boca, se la cerraría de un puñetazo.

—Adelante, hombre, que te va a costar caro. Ya lo verás. Mucho más caro que pagar una quemadura en la mano.

Dejé de marcar, pero sin soltar el aparato.

—Vamos a ver. Dime por qué.

—Me interesas, hombre. Estuve un año en el penal de Houston y conocí a dos sujetos muy parecidos a ti. Pensé que podía valer la pena vigilarte. Por eso te seguí la otra noche. Oí parte de tu conversación con ese individuo del sindicato…

—Apuesto a que te resultaría muy clara, ¿verdad?

—No, señor —acompañó las palabras con la cabeza—. Apenas entendí nada. Ni tampoco entendí gran cosa de lo que vi un par de noches más tarde cuando llegaste a una vieja granja donde me había metido para pasar la noche, y luego te fuiste a campo traviesa hasta una casita cercana. No entendí gran cosa entonces… ¿Dijiste que tenías un poco de whisky, hombre? ¿Alguna botella sin abrir?

Entré en el laboratorio y saqué del botiquín un frasco de un viejo licor medicinal. Se lo llevé con un vaso; alzó el frasco, y llenó a medias el vaso.

—Bebe, es mi ronda —ordenó tendiéndome el vaso.

Bebí; lo necesitaba. Le devolví el vaso, y lo dejó caer al suelo, junto al plato y la taza de café. Echó un buen trago directamente de la botella y chasqueó los labios con satisfacción.

—No, señor. En aquel momento no tenía pies ni cabeza, y yo no podía perder el tiempo averiguándolo. Me fui de allí el lunes por la mañana a primera hora y me dieron trabajo en el oleoducto. Me mandaron al quinto infierno, en el Pecos, con el equipo del martillo neumático, tan lejos que no pude ir a la ciudad el día de paga. Eramos tres, completamente apartados del mundo. Pero hoy ha sido distinto. Hemos acabado el trabajo en el Pecos, y ya podía volver. Al enterarme de lo que había pasado, hombre, las cosas que habías hecho y dicho empezaron a tener sentido.

Asentí. En el fondo, me sentía casi contento. Ahora ya no tenía opción, y las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Ya sabía cómo lo iba a hacer. Y cómo tenía que hacerlo.

Echó otro trago de whisky, y sacó un cigarrillo del bolsillo.

—Soy una persona comprensiva, hombre, y como la ley nunca me ha hecho ningún favor, no pienso hacerle ninguno yo tampoco. A no ser que me vea obligado a ello. ¿En cuánto valoras tu vida?

—Yo… —vacilé. Había que ir despacio. No debía ceder con demasiada facilidad.

—No tengo mucho dinero —dije—. Sólo lo que gano con mi trabajo.

—Tienes esta casa. Debe de valer un buen montón de billetes.

—Si, pero es todo lo que tengo, maldita sea. Si no me queda ni una ventana por donde tirar el poco dinero que tengo, no veo el interés de comprar tu silencio.

—Podrías cambiar de opinión, hombre —dijo, pero sin gran convicción.

—En cualquier caso —proseguí—, no es fácil vender esto. La gente se preguntaría qué he hecho con el dinero. Tendría que declarar la venta y pagar una fortuna en impuestos. Además… apuesto a que tienes prisa.

—Apuestas sobre seguro, hombre.

—Bueno, lleva tiempo vender una casa como ésta. Quiero vendérsela a un médico que tenga interés en comprar también el equipo de mi padre. Un médico pagaría un tercio más que otro comprador, pero la operación no puede cerrarse de inmediato.

Me observaba desconfiado, intentando descubrir hasta qué punto le tomaba el pelo. En realidad, casi todo lo que le estaba diciendo era cierto.

—No sé. No entiendo mucho de eso. A lo mejor… podrías conseguir un préstamo con la casa como garantía.

—Bueno, eso no me gustaría…

—No es eso lo que te he preguntado, hombre.

—Mira —dije con mi tono más sincero—. ¿Cómo quieres que devuelva ese préstamo con lo que gano? Es imposible. Descontando los intereses y los derechos, no sacaría probablemente más de cinco mil dólares. Y luego tendría que pedir otro préstamo para pagar el primero… Esa no es manera de hacer negocios, maldita sea. Si me das cuatro o cinco meses para encontrar a un comprador que…

—Ya. ¿Cuánto tiempo necesitas para conseguir ese préstamo? ¿Una semana?

Bueno… Tenía que darle a Amy más de una semana. Quería darle un poco más de vida. Intenté ganar todo el tiempo posible.

—Me parece que corres mucho. Yo diría dos semanas. Pero, oye, no me gusta…

—Cinco mil —exigió, removiendo el whisky que quedaba en la botella—. Cinco mil dentro de dos semanas. A partir de esta noche. Muy bien, hombre, hemos llegado a un acuerdo. Pero hay que respetar los acuerdos, ¿eh? No soy ambicioso ni mucho menos. Cuando tengas los cinco mil, si te he visto no me acuerdo. Es de esperar que por tu parte sepas cumplir también el compromiso.

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