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Authors: Paul Pen

El aviso (14 page)

A Leo también lo reconocieron. Oyó su nombre pronunciado por la voz aguda de una niña que lo repitió al menos tres veces.

—Mira, esa niña quiere saludarte —dijo Victoria—. ¿Cómo es que no nos has contado que tienes novia?

Victoria agarró la barbilla de Leo y la dirigió hacia el lugar donde la cría, con la nariz llena de pecas, agitaba una mano.
Sonreía
mostrando la lengua por el hueco que había dejado la caída de un diente de leche.

Claudia se sentaba en clase tres filas detrás de Leo. Habló con ella por primera vez el día en que la ayudó a levantarse del suelo y a colocarse bien la falda. Algunos chicos habían intentado subírsela, y el forcejeo la había hecho caer de rodillas. Sus gafas quedaron colgadas por una de las patillas mientras los chicos huían de la escena del crimen gritando cosas como «zanahoria» o «cuatro ojos». Leo llegó a tiempo de agarrar las gafas que resbalaban sobre el sudor que cubría a Claudia. La niña se levantó, se miró las palmas de las manos y las rodillas raspadas contra el suelo. Las heridas eran solo un poco de piel levantada y sangre más intuida que real, pero Claudia huyó de allí llorando, con el pelo pegado a la cara y sin dirigir una sola palabra a Leo, para chivarse de lo ocurrido a Alma Blanco.

—¿Vienes con tu madre? —preguntó Claudia cuando se acercaron a ella.

El hombre que la mantenía agarrada de la mano dirigió un educado saludo a Victoria.

—Sí, ella ha querido venir —dijo Leo.

—Bueno, y él también —explicó Victoria a quien supuso era el padre de la niña, señalando a Leo con los ojos.

—Hay muchos de la clase, los hemos visto ponerse a la cola. Son de
esos
y ya sabes —contó Claudia, utilizando la palabra «esos» de una forma que Leo entendió a la perfección—. Ya le he dicho a papá que no quiero saludarles.

—Y papá solo recibe órdenes de su coronel —dijo el padre de Claudia, al tiempo que se llevaba la mano a la frente en un gesto militar que a Victoria le pareció ridículo. Tenía el pelo completamente blanco a pesar de su evidente juventud—. Le dije que se trajera a sus amigas, pero esta niña me quiere solo para ella.

—¿Y dónde están esos chicos? —preguntó Victoria.

—Alto secreto —continuó jugando a los soldados—. Este cabo no puede hablar sin autorización de su coronel. Y no le recomiendo enfadarla porque tiene muy mal carácter.

Hablaba sin apenas vocalizar y modulando la voz para que sonara como a dibujo animado. Su hija se moría de risa allá abajo. Victoria no sabía dónde mirar.

—¿Me lo dices tú, compañera de Leo? ¿Claudia?

—Llegaron más tarde que nosotros —dijo la niña, balanceándose agarrada a las piernas de su padre—. Están aquí detrás, en la cola.

—¿Vosotros no estáis haciendo la fila? —quiso saber el padre soldado, hablando como una persona normal esta vez—. Podéis quedaros aquí si queréis.

Le guiñó un ojo a Victoria.

—No, gracias, vamos a ir a que Leo salude a sus otros compañeros. Seguro que están deseando verlo —dijo Victoria.

Fue entonces cuando Leo se separó de su madre y echó a correr.

El ruido del arranque de su hijo, pero sobre todo las piedrecillas que golpearon sus tobillos, alertaron a Victoria apenas unos segundos después.

—Bueno, os dejo, voy a ver qué le pasa —dijo de forma contenida.

No estaba entre los planes de Victoria correr y montar el espectáculo delante de toda esa gente. Por ello comenzó a caminar tranquilamente detrás de su hijo, convertido ya en una nube de polvo muchos metros por delante. Aún llegó a escuchar a aquel joven padre de pelo blanco decir algo como «Alerta roja en el campamento, huida de un cabo en pleno...», antes de hacer un sonido húmedo con la nariz que distrajo sus oídos de aquella pantomima.

Cuando Victoria regresó al coche, se encontró a Leo sentado junto a la rueda delantera del BMW. Escondía la cabeza entre las rodillas y se tapaba los oídos con ambas manos.

—Venga, levanta-ordenó.

Leo no reaccionó.

—No me hagas enfadar más.

A pesar del tono urgente de su madre, Leo permaneció impasible.

—Ya sabes la que te estás buscando —amenazó Victoria esta vez, mientras se arrodillaba junto a Leo—. No lo estropees todo, llevamos unos meses muy buenos.

Lo agarró de un brazo. Tuvo que sacudirlo para conseguir que levantara la cabeza, abriera los ojos y la mirara.

Entonces Victoria se asustó.

Leo tenía la cara llena de polvo. Sobre su rostro amarillento destacaban los ríos de color carne surcados por las lágrimas.

—Cielo, ¿qué te has hecho? —Examinó con los dedos la cabeza del niño justo detrás de las orejas—. Tienes sangre.

Leo empezó a temblar como el día que había bajado las escaleras con el sobre de correo aéreo en la mano.

—Dime. —Victoria tragó saliva en un último intento de contenerse—. ¡Dime qué es lo que pasa! —gritó por fin.

Después, sujetó la cara del niño con ambas manos. Extendió el cuello para mirar por encima del coche en todas direcciones.

El grito hizo reaccionar a Leo, que inspiró de golpe por la boca. Le molestó el sabor a polvo en la lengua. Tosió. Continuó respirando de forma entrecortada hasta que logró calmarse. Se encogió y colocó ambas manos entre las piernas. Sus ojos enfocaron a su madre, como si acabara de darse cuenta de que estaba allí. Victoria le secó la boca y los ojos con la toalla que tenía sobre los hombros. Le apartó el pelo pegado a la frente hacia las orejas. Esperó a que el niño hablara.

Pero Leo la miró y bajó la cabeza.

Apoyó la barbilla sobre el pecho. Vio el talón de su madre fuera de uno de sus zapatos. Vio su rodilla raspándose contra la arena del suelo, rasgando la media. Vio uno de sus gemelos en tensión.

—Háblame, cielo, ¿qué ha pasado?

La voz le temblaba en la garganta. De alguna manera, perdió el equilibrio y la rodilla apoyada en el suelo se deslizó. Varios guijarros diminutos se abrieron camino a través del tejido y la piel.

—Mamá —empezó a decir Leo.

—¿Qué pasa, qué...? —contestó ella sin poder terminar la pregunta.

—Otra vez.

—¿Otra vez qué?

Victoria se dejó caer para sentarse. No se dio cuenta de la herida que sangraba en su rodilla. Agarró las mejillas de su hijo con las palmas de ambas manos, y utilizó los pulgares para secarle los párpados. Leo buscó los ojos de su madre. Sentía el calor que aún desprendía la rueda del coche a su espalda. Apretó las manos entre sus piernas. Sus codos puntiagudos se le clavaron en el estómago. Notó la suciedad en la cara, los dedos de mamá raspaban con el polvo. Olió el aliento cálido de zumo de naranja que salía de entre sus labios. Dudó una última vez. Le reconfortó el calor que desprendían las manos y el cuerpo de su madre. Y dijo:

—Mamá, otra vez. —Tragó saliva, escuchó el chasquido en su garganta—. El catorce de agosto.

Un frío repentino cubrió sus mejillas. Su madre había retirado las manos de golpe. Dejó de oler su aliento. Pero decidió continuar.

—Una mujer... ha venido... tenía el pelo rojo. —Se sorbió los mocos y una agridulce mezcla de sabores bajó por su garganta—. Ha venido y... y me ha dicho su nombre... no me acuerdo... no me acuerdo de su nombre, mamá. Pero ha dicho lo mismo que la carta. —Contuvo un sollozo, dos lágrimas empezaron a formarse en las comisuras de sus ojos—. Ha dicho... la misma fecha. Y... y se ha ido corriendo. Mamá, me ha dicho el mismo día... ha repetido lo del catorce de agos...

La bofetada le hizo bajar la cara antes de poder terminar. De forma involuntaria, se encogió de hombros. El oído izquierdo empezó a pitarle. Tres surcos rojos que las uñas de Victoria habían marcado en su rostro tardarían aún un poco en resultar visibles.

Cuando abrió los ojos vio a su madre con la cara apoyada sobre su mano derecha. Nerviosa, lo miraba a él, al suelo y a algún otro lado. Tenía la boca cerrada con fuerza, los labios agrietados casi blancos. El sollozo que Leo había contenido se desbordó en su garganta. La mirada de Victoria se detuvo entonces en él sin que ella moviera un solo músculo. Lo observó durante algunos segundos que pudieron ser varios minutos.

—Una mujer, ¿eh? —explotó. Su voz sonó grave—. Una mujer pelirroja ha venido y te ha dicho lo mismo que la carta que escribiste. ¿Es eso lo que me estás diciendo? Es eso, ¿verdad? —Había bajado el tono pero seguía hablando más rápido de lo normal—. Estupendo. —Adornó el final la frase con una palmada—. Pues vamos a buscarla, que no ha podido ir muy lejos. Porque supongo que esa mujer no puede volar, ¿no?

Lo pensó dos veces y añadió:

—¿O sí puede, cielo? Eres tú el que se lo está inventando todo, así que dime si esa mujer puede volar o no.

Victoria se incorporó con dificultad. Advirtió el agujero en la media y la herida en su rodilla al sacudirse el polvo, pero no le prestó atención. Tiró de los hombros de la camisa. Ajustó el talón de sus zapatos. Se recolocó las gafas de sol que habían bailado sobre su cabeza. Extendió la mano frente a Leo. Ante la pasividad del niño, que la miraba hacia arriba agazapado junto al neumático, lo agarró por una muñeca y tiró de él sin pararse a medir las fuerzas. Abrió la puerta del copiloto y le obligó a subir al coche. Cerró la puerta. Leo respiró el olor a cuero condensado en el interior. Victoria rodeó el coche por detrás y se puso al volante. Se quitó la chaqueta. La lanzó a los asientos traseros. Arrancó sin abrocharse el cinturón. Una nube de polvo se levantó tras ellos cuando aceleró.

—Venga, cielo, mira, búscala. —Victoria hizo algo con su mano izquierda, las ventanillas delanteras comenzaron a bajar automáticamente—. Dime dónde está.

Avanzaban por la calle de acceso al Aquatopia. Algunos coches rezagados aún acudían al evento.

—¿Dónde está esa mujer? —Victoria movía la cabeza de un lado a otro—. ¿Es aquella vieja? —La señaló con la barbilla—. Ah no, que esa tiene el pelo blanco. Esa no es. Buscamos una pelirroja. ¡Se busca una pelirroja! —gritó.

Victoria hundió el pie en el acelerador.

—Mamá, por favor —dijo Leo.

—Venga cielo, si yo te creo. —Sonreía con fuerza para remarcar la ironía en una mueca exagerada que asustó aún más a Leo—. Me creo todo lo que me dices. Por eso quiero ver a esa mujer, ¡dime dónde está esa mujer!

Respiró hondo para calmarse. Apenas susurró las siguientes palabras:

—Tu madre quiere hablar con ella.

Carlos Ferrero y Héctor Mirabal, que patrullaban en aquel soleado día de febrero las tranquilas calles de Arenas, vieron un BMW blanco entrar demasiado rápido en una rotonda.

—¿No va demasiado rápido? —dijo Carlos.

—Tampoco tanto —respondió Héctor, quien terminó de masticar algo y tragó—. Sale del Aqua. No le habrá gustado la foto de la nueva atracción.

Ambos rieron, deseando que el coche cogiera la carretera para salir del pueblo. Así podrían olvidarse del problema. Hubo un tiempo en que Héctor pensó que perdería la capacidad de reír. Ahora aprovechaba cualquier oportunidad para hacerlo. Era un día demasiado bonito para estropearlo multando a algún visitante de la ciudad.

Victoria enfiló la carretera que salía del pueblo. Pisó aún más el pedal.

—¡Cielo, no te oigo decir nada! ¿Dónde demonios está esa mujer? —gritó aún más fuerte, para que su voz se oyera por encima del estruendo que producía el aire al circular por las ventanillas abiertas.

Su pelo golpeaba con violencia el techo y el reposacabezas. Sus gafas de sol cayeron entre la puerta y el asiento. Su camisa inflada ondeaba descolocada sobre sus hombros.

Recorrieron tres o cuatro kilómetros. La aguja de la velocidad avanzó sesenta grados. El coche protestó con un molesto zumbido del motor. El volante empezó a temblar. Victoria no estaba atenta al cambio de marchas.

Y entonces, de pronto, frenó en seco sin mirar por el espejo retrovisor. Sonó como si relincharan varios caballos. Una marca negra de goma tardaría mucho tiempo en desaparecer del asfalto. Victoria desvió el coche y lo paró en el arcén, justo antes de llegar al cartel que les hubiera despedido de Arenas de la Despernada. El tiempo lo había maltratado haciendo legible solo la parte superior de cada letra, como si en efecto esas letras estuvieran enterradas en arena.

Tenía ambas manos agarradas con fuerza a lo alto del volante. La mirada clavada en el asfalto. Victoria pidió a su hijo que se bajara del coche.

—¿Me vas a dejar aquí? —preguntó Leo.

—No me voy a ir —dijo, subiendo el volumen de voz—. ¿Qué tipo de madre te crees que soy? Pero necesito que bajes del coche. Ahora. —Pronunció la última palabra como si fueran dos.

La puerta no se cerró del todo cuando Leo salió en silencio. Victoria alargó el brazo y tiró de ella hacia dentro. Escondió la cara entre ambas manos.

Cubierto de polvo, Leo rompió a sudar en el arcén. Enseguida tuvo frío. Tres arañazos color carmesí se encendieron en su mejilla. De pie junto al coche, vio por la ventanilla cómo se sacudían los hombros de su madre.

Capítulo 11

AARÓN

Lunes, 29 de mayo de 2000

En la ficha de plástico enganchada a la solapa de su camisa apenas podían leerse las últimas letras de la palabra Canal, y de la inicial que algún día estuvo seguida de un punto apenas quedaba una serifa inferior de color rojo gastado.

—Llevo dos años queriendo renovar la mierda esta —se le adelantó Isaac cuando vio que Aarón escrutaba su identificación—. No sé ni para qué la llevo. Todo el mundo en esta fábrica sabe que aquí mando yo. Pero ¿cómo es esa chorrada de predicar con el ejemplo? Si no me la pongo yo, imagínate los
cucos
—dijo—. Oye, que no es fácil para mí sacar media hora libre. Te recomiendo que aproveches tu tiempo, chico. Sé medirlo bien.

Aarón hizo un rápido repaso a las muñecas de Canal.

—¿De verdad crees que tengo ganas de ponerme uno después de llevar treinta años fabricándolos?

Sobre la superficie de la mesa a la que ambos estaban sentados, colocada en una esquina de la nave industrial que Isaac Canal utilizaba como despacho, se distribuían de forma caótica un montón de papeles, tornillos de diferentes tamaños, marcos circulares y rectangulares, centenares de manecillas contenidas en una caja de alfileres y demás parafernalia relojera. Detrás de la nave se levantaba la fábrica de relojes. Durante mucho tiempo fue la única construcción en aquella parte olvidada de la carretera.

Pero tras la explosión urbanística de Arenas, numerosas industrias y empresas habían asentado centrales o delegaciones en torno a la fábrica, hasta convertir el lugar en uno de los más activos polígonos industriales de la zona noroeste de la comunidad.

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