El aviso (13 page)

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Authors: Paul Pen

Mientras recordaba a Rebeca, Aarón se sintió incapaz de explicarse.

—No lo sé. No tengo ni idea de qué significa. Pero ¿qué hago entonces? ¿Cierro los ojos a lo que tengo delante? Van cuatro muertos... —chasqueó la lengua y agitó la cabeza—, tres muertos, en el mismo sitio de un pueblo de fantasía como Arenas.

Al mencionar el pueblo extendió el brazo en un gesto teatral, abarcando la idílica imagen que la noche de primavera les devolvía: la de las parejas que retozaban y se decían al oído cosas sin mayor significado que el de la piel reaccionando al aliento del otro sobre un césped convertido en cama de humedad y deseo. El lago reflejaba la luz de una luna casi dibujada con compás como un charco de plata fundida.

—Sé lo mismo que tú —continuó Aarón—, pero no es posible que esto sea casualidad. Ha ocurrido lo mismo cuatro veces en ese lugar. Tiene que haber alguna explicación. Y no me voy a quedar tranquilo hasta que la descubra. Porque creo que yo debería haber sido el cuarto, no Davo.

—Deja de decir que tú deberías...

—No, Andrea, deja tú de decir que yo no tuve nada que ver —la interrumpió Aarón—. No repitas como una máquina lo que me dicen todos los demás. ¿Por qué estaba Davo esa noche en el Open? Pues porque yo se lo pedí. Es mi culpa. Me da igual que mi madre me diga que yo no disparé la pistola, sigo siendo yo quien lo llevó allí. Y eso lo sé yo, lo sabes tú y lo piensa toda su familia, por mucho que me digan lo contrario. Ese atraco se iba a producir en el Open esa noche. Y necesito saber por qué. —La voz se le quebró en la garganta y quedó reducida a un susurro—. Necesito una explicación.

—¿Para qué, Aarón? ¿Te va a servir para salvar a Davo?

—No, Drea, claro que no.

De súbito, todo dejó de tener sentido. Las vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en cómo él y David estarían, a estas alturas, preparando el viaje a Cuba. Las horas leyendo una y otra vez los recortes de Samuel Partida. La certeza de que algo más poderoso que la casualidad había llevado a todas esas personas a encontrar la muerte en el mismo sitio. Los dolores de cabeza. Los temblores. El odio que sentía hacia sí mismo por haber desencadenado con una llamada de teléfono la progresiva destrucción de todo lo que era importante en su vida. La culpa. Morder un trapo y gritar hasta que doliera la garganta. La frenética búsqueda de un porqué para aquel caprichoso giro del destino. Un porqué al que Andrea, con una sencilla pregunta, había desprovisto de significado. ¿Y si encontraba una explicación? ¿Iba a servir acaso para salvar la vida a David?

—Claro que no —repitió en voz baja.

Quiso agazaparse junto a ella, cerrar los ojos y dejar de pensar.

Pero fue entonces cuando un pensamiento nítido, tan resplandeciente como la luz de la luna que iluminaba aquella perfecta noche primaveral en Arenas, se encendió en su mente y brilló ante a sus ojos.

—A él ya no —dijo, o creyó decir—. Al próximo, quizá sí. Andrea no escuchó nada.

Capítulo 10

LEO

Sábado, 28 de febrero de 2009

—Vamos, coge la toalla y baja.

Victoria esperaba fuera del coche, con la mano alzada y el pulgar sobre el llavero.

—Te dejaré encerrado.

Extendió el dedo dándole una última oportunidad.

Leo salió de la parte trasera del BMW blanco. Se colgó la toalla sobre los hombros, cerró con un movimiento de todo el cuerpo y miró a su alrededor.

Victoria señaló a lo lejos, a la colosal entrada engalanada con banderas que recibía hordas de niños acompañados por sus padres.

—Venga, mira la cola que se va a formar.

Decenas de coches aparcaban guiados por las líneas diagonales apenas visibles en el suelo del aparcamiento del Aquatopia.

—¿Leo? —insistió su madre.

Era el último sábado de febrero, la fecha que siempre elegía la organización del parque para presentar la nueva atracción de cada año. Meses antes de la temporada veraniega, el Aquatopia reabría sus puertas durante un único día, en un evento casi tan importante como las celebraciones del 20 de agosto. Nadie en el pueblo se perdía el acontecimiento. Con la llegada del otoño, un antiguo tobogán del parque era destruido. En su lugar, comenzaba a construirse un nuevo proyecto. Los niños observaban, apoyados en sus bicis desde el otro lado de las vallas, cómo transcurrían las obras durante todo el invierno. El último sábado de febrero, el alcalde reunía a todos los vecinos para hacer público el nombre de la nueva atracción. También mostraba una gran foto con el aspecto final que tendría. Todos los años se repetían las mismas frases incrédulas de quienes no confiaban en que la obra pudiera estar finalizada para junio. Todos los años, la obra se terminaba justo a tiempo.

—¿Para qué venimos hoy si mañana nos lo puede contar cualquiera? —preguntó Leo, caminando detrás de su madre.

Leo había rechazado la idea de ir al parque desde el primer momento, pero terminó accediendo por la misma razón por la que había accedido durante los últimos meses a casi todo lo que sus padres le habían impuesto. Tras los incidentes del verano pasado, los de la carta y el telescopio, Victoria y Amador le habían amenazado con llevarle a la consulta del psicólogo. Y Leo no podía permitirlo. Porque sabía que la noticia acabaría llegando hasta Edgar, Brecha, o cualquiera de los otros. Y eso era lo único que le faltaba a Leo. Ser considerado un tarado de verdad.

—Cielo, ciertas cosas hay que vivirlas —dijo Victoria. Se colocó las gafas de sol que llevaba sobre la cabeza y frunció los labios—. Venimos porque hoy es el gran día. Seguro que están todos tus compañeros de colegio.

Apoyó una mano en la espalda de su hijo y se dirigieron hacia la puerta. El día había amanecido soleado pero frío. Aun así, era tradición en Arenas acudir a la presentación de la nueva atracción con complementos veraniegos. Por eso la mayoría de la gente cargaba con toallas. Algunos llevaban flotadores. Y solo los más atrevidos hacían cola en bañador y chanclas. «En Aquatopia siempre es verano», solía finalizar el discurso el alcalde todos los años, como si fuera la primera vez que lo decía.

Leo iba con la mirada dirigida al suelo. No deseaba toparse con ningún conocido. Tras avanzar unos metros, descubrió un cable serpenteando sobre la arena. Avisó a su madre, que caminaba con el cuello erguido, como un ave zancuda, escrutando el gentío.

—¿Que hay un qué? —preguntó, antes de descubrir el cable—. ¿Pero qué demonios...?

Tambaleándose sobre sus tacones, esquivó la inquieta víbora de estaño.

—Anda, pero si es gente de la tele. ¡Ven, cielo! —gritó, agitando una mano.

Victoria se acercó a una joven de tobillos hinchados que blandía un micrófono frente a los visitantes, el brazo extendido hacia atrás dando indicaciones a un hombre de pelo largo recogido en una coleta.

—Disculpa —se presentó Victoria—, puedes hacerme una pregunta a mí si quieres.

La atención de la reportera se centraba en los niños que se arremolinaban junto a ella. Saludaban con rapidez a la cámara, apagada la mayor parte del tiempo.

—Que no estamos en directo, chavales —aclaró, antes de prestar atención a Victoria, girando la cabeza sobre un cuello inexistente.

—He venido con mi hijo —dijo Victoria señalando a Leo, que se había quedado varios pasos rezagado y daba la espalda a todo cuanto acontecía alrededor de la pareja televisiva—. Tiene ocho años, está allí.

Una mujer pelirroja, de pelo largo y andar errático, chocó con el poste en que se había convertido Leo. Se disculpó mientras buscaba el rostro de aquel niño que no dejaba de mirar al suelo.

—¡Cielo, ven, que te van a sacar por la tele! —gritó Victoria—. ¿Le importa que salga yo también con él? —preguntó—. Me gustaría que nos viera mi marido. Él trabaja este fin de semana. Es abogado, de una firma importante —comentó, dejando caer la información, como tantas otras veces—. Hoy no ha podido venir.

—No hay problema, señora, claro que no. Hoy es un día familiar —respondió la chica, regalándole una luminosa sonrisa.

Victoria pensó que las mujeres que no tenían buen físico estaban obligadas a ser tan simpáticas como lo era la reportera. Estiró las comisuras de los labios para devolverle una sonrisa forzada.

Leo se acercó hasta su madre arrastrando los pies, levantando pequeñas nubes del polvo a cada paso.

—Preparados —confirmó Victoria antes de erguir la espalda, echarse el pelo hacia atrás y colocarse correctamente la chaqueta sobre sus hombros. El gesto despertó en el cámara pensamientos lujuriosos—. ¿Preguntas tú o hablamos nosotros?

Leo aclaró en voz alta, para que los de la tele lo escucharan también, que no quería participar. Que no quería salir ni responder preguntas.

—Pero lo vas a hacer —replicó Victoria sin dejar de mirar a la reportera—. Verás tus amigos del colegio, la envidia que te van a tener. Todos van a querer hablar contigo.

La mano derecha de su madre cayó como una tenaza sobre su hombro. Leo sintió que se le encogía la garganta. La rabia amenazó con humedecer sus ojos, pero logró contener el impulso. La reportera sin cuello hizo entonces una señal al cámara y le acercó el micrófono.

—Hola, chico, ¿cómo te llamas y cuántos años tienes?

—Me llamo Leo —dijo—. Y nací el doce de junio de 2000, haz tú la cuenta.

Victoria identificó el enfado en la voz arisca de su hijo, pero decidió ignorarlo.

—Hemos venido a disfrutar del parque en un día como hoy —se agachó, para ir recuperando la postura a medida que la reportera subía el micrófono—, porque creemos que Arenas es una gran localidad, pensada para las familias, y tenemos que apoyar las campañas de nuestro ayuntamiento. Yo soy abogada, y no me viene nada mal un día de descanso para dejar a un lado todo el estrés laboral —dijo Victoria como si recitara de memoria algún anuncio.

—Y tú, Leo, ¿tienes ganas de saber cómo será el nuevo tobogán para este verano? —preguntó la reportera, volviendo a dirigir la atención al niño.

—No. Solo vengo porque mi madre ha querido traerme. Dice que tengo que hacer amigos.

La mano de su madre se tensó sobre su hombro, junto al cuello, sin atreverse a apretar.

—¡Venga ya, no te creo! —bromeó la joven—. Pero si tú tienes que tener un montón de amigos, con lo simpático que pareces.

Un calor invisible atravesó a Leo desde arriba. El calor de una mirada, la de Victoria. Aunque acabara pasando todas las tardes de lo que quedaba de curso encerrado con un extraño en una consulta llena de muebles tapizados en piel y olor a madera, y teniendo que convencerse a sí mismo de que algo andaba mal en su cabeza, esa mirada de su madre que no veía pero sentía iba a ser la última que Leo iba a dejarse encajar.

—Es que soy un poco raro —dijo.

En apariencia, la frase se escapó de su boca, pero en realidad había surgido de lo más profundo de su alma. Cuando Victoria gritó su nombre, Leo lo saboreó como un triunfo. La mano sobre su hombro lo empujó hacia abajo y lo obligó a girarse. Su madre se arrodilló para poder mirarle a los ojos. Aunque durante un momento pareció que iba a regañarle allí mismo, de su boca no salió ni una sola palabra. Leo advirtió un ligero temblor en su barbilla. Victoria se incorporó, lo soltó y se adelantó. Le dio la espalda para acercarse a la reportera. La intención de la mujer sin cuello había sido sonreír ante la inesperada respuesta de Leo, pero finalmente había dado un paso atrás para no verse involucrada en aquella regañina.

Leo vio a su madre intercambiar palabras inaudibles con la chica del micrófono. También vio cómo sacaba dos billetes de diez euros de su bolso. Supuso, sin error, lo que en efecto estaba ocurriendo.

—Os doy uno a cada a uno —dijo Victoria con el dinero en la mano. Leo era tan solo una figura de cera tras ellos—. Uno para ti, y otro para ti, si me prometéis que no emitiréis nuestra entrevista.

La reportera estaba acostumbrada a las miradas de mujeres como aquella, mujeres que habían sido las más guapas de la clase en el instituto y aún no habían aprendido a disimular el semblante de superioridad que se dibujaba en sus rostros cuando se encontraban frente a una mujer fea y gorda, como ella misma admitía que era su caso. Solo por eso, aceptó los billetes justo antes de responder:

—Señora, somos de la cadena local. No lo habríamos emitido si simplemente nos lo hubiera pedido por favor.

La reportera le dedicó una fugaz sonrisa a Victoria. Se guardó el dinero en un bolsillo. Después, le guiñó un ojo a Leo y se dio la vuelta.

Cuando Victoria regresó con su hijo, ni siquiera lo miró.

—Nos vamos a casa —dijo al aire.

Entonces recordó que Leo no había querido ir al Aquatopia. Que temía encontrarse con sus compañeros de clase. Pensó en cómo caminaba avergonzado entre la gente, con la mirada dirigida al suelo. Victoria se arrodilló de nuevo ante su hijo, lo miró fijamente a los ojos y susurró:

—No, cielo, mejor nos quedamos.

Avanzaron hacia la cola, donde familias enteras aguardaban su turno. Se detuvieron y ocuparon el último lugar. Delante de ellos, el rostro de un bebé los miró sonriente desde el hombro de su padre. La mujer pelirroja que había tropezado antes con Leo pasó otra vez junto a ellos. Rozó el hombro de Victoria en su camino de vuelta al aparcamiento.

—Una que ya se ha cansado —dijo, con desdén.

Victoria cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Volvió a hacerlo a los pocos segundos. Y otra vez más. Cuando chasqueó la lengua, Leo supo lo que iba a ocurrir. Lo agarró de la mano y tiró de él. Salieron de la cola por la derecha.

—Algún conocido habrá por ahí delante que nos ahorre esta estúpida cola.

Se adelantaron hasta la entrada y allí dieron media vuelta para recorrer la fila hacia atrás. Victoria centró su atención en las caras aburridas de los padres, soslayando la expresión ilusionada de los niños. Una locución anunció que el parque abriría en breves momentos. Fue recibida con aplausos por quienes imaginaban que la nueva atracción superaría incluso al célebre Giga Splash.

Muchas caras le resultaban familiares a Victoria. Reconoció a uno de sus vecinos, de escasa estatura y barba matemáticamente recortada. Se movía por la cola de forma eléctrica, hablando con todo el mundo y sin dejar de sonreír. Victoria no recordaba su nombre. Le saludó con un altivo gesto del mentón, acompañado por un ligero arqueo de cejas, apenas un forzado ademán de cortesía suburbana.

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