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Authors: Paul Pen

El aviso (8 page)

—Tranquilo. Sé lo que vas a decir. No te preocupes. Yo seguiré aquí con mis padres. Cualquier cosa que pase, te llamo.

Tanto él como Aarón desearon que no hubiera razón para llamar.

—En fin, ahora es el destino quien manda. Te voy a dejar, ¿vale? Creo que nos van a dejar entrar.

Héctor colgó sin despedirse. Iban a permitirle ver a su hermano y el resto del mundo desapareció de repente. Aarón dejó el móvil sobre la mesa, junto a las migas negras de las tostadas quemadas. Hacía tan solo media hora que se había levantado y lo único que quería era regresar a la cama.

«Ahora es el destino quien manda», había dicho Héctor.

Aarón pensó por primera vez, pues no se le había ocurrido verlo de aquella forma hasta entonces, que quizás él había burlado a su propio destino.

Un montón de preguntas azotaron la mente de Aarón en un torbellino sin aparente sentido. Era la manera en que solían acuciarle cuando su cabeza se le adelantaba y pensaba más rápido que él mismo. Accesos de Pensamiento Acelerado, los llamaba. El torbellino terminó con la imagen fija de David en el Open intentando proteger a un niño antes de que le dispararan por la espalda. Y enseguida, otra imagen fija de otro niño, treinta años antes, también en el Open, y también testigo de un tiroteo que, ya de adulto, recordaría para rellenar la noticia de un periódico que casi había cerrado la edición cuando llegó a la redacción el aviso del atraco.

Apretando con los dedos pulgar e índice el inicio de su tabique nasal entre ambos ojos, como si estuviera tratando de recordar el apellido de algún viejo compañero de colegio, Aarón tuvo la sensación de que estaba a punto de caer en algo importante. Y mientras una parte de él intentaba convencerse de que lo que estaba comenzando a insinuar era un pensamiento absurdo, resultado de una noche de mal sueño, otra parte se asustó al sentir que el más reciente y profundo de sus miedos podía estar justificado.

—Ha sido mi culpa —dijo a la habitación vacía.

Y de alguna forma, la taza de café bailó en el borde de la mesa y cayó al suelo.

Capítulo 6

LEO

Lunes, 21 de julio de 2008

Victoria pasó por delante de la habitación de Leo. Se agachó para comprobar si emergía alguna luz por la ranura inferior de la puerta. En la mano derecha sujetaba sus zapatos de tacón; en la otra, el sobre de correo aéreo. Pegó la oreja a la puerta y contuvo la respiración. Dedujo que Leo estaría dormido.

Recorrió el pasillo hacia la habitación de matrimonio. Sus medias chispearon con electricidad estática al rozarse a la altura de los muslos. Abrió la puerta sin importarle el ruido que eso produjera, sabía que Amador estaba despierto. No lo encontró desnudo y tapado hasta la cintura con las sábanas —como había hecho tantas noches al principio de su matrimonio, después solo los sábados—, sino sentado a los pies de la cama, inclinado hacia delante. Tenía los codos apoyados sobre los muslos, las manos entrelazadas moviendo los pulgares en círculo. «No creas que no vamos a hablar de esto», significaba siempre esa postura. Como la noche, hacía tres meses, que ella no regresó a casa porque tenía que «revisar unas declaraciones». O como cuando él pensó que afrontar con palabras la ausencia de sexo durante casi medio año podía ser el primer paso para arreglar la situación.

Victoria se acercó a su marido, lanzó los zapatos a la cama y se sentó a su lado con los brazos extendidos hacia atrás, las piernas cruzadas una sobre otra. Tras mirarse unos segundos, él empezó:

—¿Qué ha sido eso?

—Por favor —dijo, exagerando el tono despreciativo—, ¿crees que yo quería hacerle sentir mal? He preguntado por sus amigos sin darme cuenta. Ya sé que tu hijo no es el niño más popular del colegio —añadió, y desenredó sus piernas—. Pero es que estoy segura de que la carta la han escrito ellos.

Se interrumpió y apoyó una de sus manos sobre la rodilla de Amador.

—¿Qué va a ser si no? —preguntó, sin ánimo real de aventurar otras autorías. Cualquier otra posibilidad resultaba demasiado aterradora.

Su marido la miró fijamente. Reconoció en ella el semblante frío que lo fascinó desde la primera vez que se encontraron en aquella aburrida convención de vejestorios cansados de la abogacía en Praga. La mayor parte de los hombres habrían preferido decir que se enamoraron de sus mujeres en alguna romántica escena bajo la lluvia, o después de una mirada curiosa alguna tarde en un transporte público y un café robado al horario laboral, pero cuando Amador quiso recordar por qué amaba a la mujer que le había dado un hijo, solo una imagen apareció en sus recuerdos. «Esa mujer te interesa», le había indicado su padre, señalando a una tal Victoria Cuevas con el dedo índice de la mano en la que sujetaba un whisky doble. El anguloso rostro de aquella mujer alta, que no sonreía más que con el verde de sus ojos, y que marcaba el ritmo de la agitada conversación que mantenía con tres hombres trajeados mientras sus caderas parecían bailar a otro ritmo, el del corazón acelerado de Amador, lo miró mientras los cubitos de hielo de su padre tintineaban contra el cristal del vaso. Y en efecto, Amador Cruz sintió que Victoria Cuevas le interesaba. En aquel instante, sentados ambos sobre la cama, Amador se sintió incapaz de recordar si en algún momento se enamoró de su esposa más allá de aquella atracción que sintió por la mujer que su padre había considerado que le interesaba.

—Sé que no querías hacerle daño —le dijo. Acarició su mejilla de forma inesperada, algo patosa, como la del médico que aún no ha aprendido a mantenerse al margen cuando comunica a alguien la muerte de un ser querido. Victoria giró la cara y desvió la mirada. La bajó en busca del sobre. Extrajo la carta para colocarla entre las piernas de ambos en lo que suponía una exhausta invitación a una nueva lectura.

—¿Cómo es posible que alguien haga esto? —dijo él. Realizó un extraña inflexión en el pronombre, sin terminar de creerse que una persona, una persona normal, pudiera querer asustar a un niño de una forma tan cruel.

—Han sido esos compañeros suyos. —Victoria quiso sonar convencida—. El susto que nos estamos llevando, y seguro que es una tontería de cuatro niños malcriados. —Apretó una de las rodillas de su marido y le sacudió la pierna—. Seguro que es eso.

—¿De verdad crees que llegarían a tanto?

—Cariño, les he visto burlarse de él. Cuando voy a buscarle por las tardes, siempre está solo. Ahí, en el colegio —agitó una mano en el aire—, como apartado de los demás. Están todos en la tienda que hay enfrente.

—¿En el Open?

—Sí, la tienda del americano, la de la gasolinera, la que... —tardó apenas unos segundos en captar el sentido de la pregunta—, el sitio que nombran en la carta. —Construyó la frase palabra por palabra, como si la estuviera traduciendo de otro idioma—. ¿Ves? Han sido ellos.

Se levantó de golpe. Se llevó la mano a la frente para masajearla ante la inminencia de una jaqueca. Todo parecía cobrar sentido.

Hacía menos de diez años que había muerto aquel chico en la tienda del americano. El Open, como la llamaban todos. Un chico cuya madre seguía encerrada en casa, sin fuerzas para salir. Solo se levantaba cuando sabía que era de noche para besar la foto de su hijo, siempre en el mismo lugar. El roce de sus labios secos y casi muertos había borrado con los años parte del rostro, igual que de su alma se borraban pequeños detalles de la memoria de su hijo. Pero fuera de la habitación de esa madre, la historia se había convertido en el cuento de terror favorito de los críos del pueblo. Los mayores se lo contaban a los más pequeños y las versiones se intoxicaban en el patio del colegio y el campo de fútbol, en las meriendas con churros y chocolate que cada 20 de agosto, día festivo en Arenas, se celebraban en el lago, en las charlas al salir de clase, a las puertas del mismo Open. Los disparos de aquella noche se habían convertido ya en folclore urbano, en una Historia de la Cripta que los niños reinventaban año tras año en los campamentos de verano, intercambiando relatos terroríficos junto a una hoguera mientras se pasaban una linterna para iluminarse la cara desde abajo. Los más pequeños no se atrevían a acercarse a la tienda del americano. Por eso, quienes pasaban la tarde frente a su puerta, con la bici apoyada sobre el césped, ya habían dejado de ser niños a los ojos de los demás. Y por eso Leo seguía siendo solo un gallina, un meón al que recogían del lado de los bebés. Un estúpido niñato que no sabía defenderse de las bromas. Un crío raro al que le podían meter una rana en los zapatos. Un inadaptado que tenía la cabeza en otro sitio y levantaba la mano en clase siempre el primero. Un patán incapaz de saltar el potro del gimnasio, preocupado siempre por llevar la corbata en su sitio. Un imbécil al que asustar fácilmente con la historia del asesinato en el Open. El cabeza de turco perfecto para una broma en la que una carta anónima lo avisara de que a él también lo iban a matar allí. Un mierda al que podían mantener asustado el curso entero, dos a poder ser, tres años con suerte.

—Sé que han sido esos críos —susurró Victoria; pero su pensamiento volvió a traicionarla:
lo que no explica por qué la letra parece la de un adulto ¿no crees?

Amador releyó la carta, en busca de algún detalle que hubiera podido pasarles desapercibido.

—Esto se puede llevar a la policía —dijo al fin, elevando la cabeza para mirar a su mujer. Extendió la barbilla hacia delante para que se le marcara el mentón, un gesto que hacía mucho tiempo excitaba a Victoria—. Es una prueba.

Victoria caminaba frente a él, dando pequeños pasos, de un lado para otro. Presionaba de forma circular una de sus sienes. Imaginaba cómo iba poner las cosas en su sitio con las madres de aquellos críos. Y si por el camino caía alguna que no tuviera nada que ver, mejor aún. Ya estaba bien de que esos demonios se metieran con su hijo. Ya iba siendo hora de poner un poco de orden. A su lado, ya fuera el izquierdo o el derecho, pues variaba a medida que ella caminaba sobre la misma línea en sentidos inversos, Amador continuaba examinando el papel, el dorso del papel, el sobre y el interior del sobre. Su CSI de aficionado, el ruido de la hoja al doblarla y desdoblarla una y otra vez, el del sobre al abrirlo y cerrarlo, el del dedo repasando cada una de las líneas, todos aquellos ruidos de detective inexperto resonaron en los oídos de Victoria como si fueran los de un pésimo telefilme de sobremesa puesto a máximo volumen. Unos ruidos que no le permitían concentrarse en el discurso que pensaba soltarle a cada una de esas parejitas de padres que habían traído al mundo a niños retorcidos, capaces de atemorizar a un compañero de clase y disfrutar con ello.

—¡Amador! —El sonido se interrumpió de golpe tras el grito—. Para, por favor. Para. Para con eso.

Le habló a él pero miró al suelo, señalándolo con la mano con que se había estado masajeando la cabeza y los dedos pulgar e índice extendidos. Habían sido esos críos. Ella lo sabía. Por mucho que Amador examinara esa carta, la tinta no iba a escribir el nombre de su autor. Y Victoria prefería que fuera así. No quería que su marido siguiera estudiando aquella caligrafía. No quería que se diese cuenta de que parecía la letra de un adulto. Tal vez, si no lo había dicho aún, era porque al fin y al cabo no lo parecía. Si Amador no lo descubría es que ella estaba equivocada. Si Amador no veía nada raro en esa letra era porque no había nada raro en ella. Si dejaba de leer la maldita hoja no se daría cuenta nunca. Y entonces ella podría ir a casa de esas madres y decirles que, si sus hijos volvían a meterse con el suyo, se verían en los juzgados. Todo el mundo había oído hablar ya del
bullying
escolar. Si Amador no decía que esa letra era la de un hombre mayor, Victoria conseguiría que esas madres pagaran por lo que habían hecho sus hijos. Y por eso Victoria apretó los puños hasta sentir cómo las uñas se le clavaban en las palmas cuando el ligero movimiento de espalda de Amador, acompañado por un leve giro de cabeza al incorporarse, le advirtieron de que su marido iba a decir algo que ella no quería oír.

—Lo que no entiendo es por qué no han puesto el nombre de Leo en el sobre.

—Cualquier crío puede imitar... —replicó, sin escuchar siquiera a su marido.

Mientras hablaba, procesó aquella nueva información. De pronto, sintió como si algo enorme la mordiera por ambos lados del cuerpo, algo que le impidió seguir hablando.

—Sus amigos —continuó Amador—, sus compañeros saben cómo se llama, ¿no? Si yo fuera uno de ellos, habría puesto el nombre de Leo bien claro. Vamos, lo habría escrito así de grande en el sobre —marcó una medida con los dedos—, para que se enterara de que la carta era para él.

Amador sabía lo que se decía, porque en su momento él fue uno de ellos. Había sido un verdugo sometiendo a una víctima inocente. Un recuerdo vago, de colores lavados como los de las viejas polaroids que guardaba en cajas de zapatos en el garaje, proyectó en su mente la imagen de Alma Blanco bajo el pupitre. Alma, la actual profesora de Leo. Compañera de Amador en sus primeros cursos en el antiguo colegio de Arenas. Cuando los pocos niños del pueblo, de diferentes edades, daban clase en la misma aula. El paso de los años había deteriorado el recuerdo infantil de Alma, pero Amador visualizó la mano de la niña agarrada a la pata de la mesa, blanca por la presión. Recordó los gritos de sus compañeros instándole a darle con la pelota otra vez, más fuerte todavía. Amador recordó la patada que dio al balón. Y el grito de Alma. Era solo una de las escenas que tanto se repitieron durante los primeros años escolares de ambos. Hasta que un día, a mitad de quinto o sexto curso, Alma no volvió a aparecer por clase. Como si la película de los recuerdos se hubiera atascado en un antiguo proyector de Súper 8, la imagen de Alma aterrorizada bajo el pupitre comenzó a quemarse. Pero antes de desaparecer, Amador vio durante un segundo el rostro de Leo superpuesto al de aquella niña. Lo oyó gritar bajo el pupitre. Y vio que los balonazos que él y otros cuatro compañeros lanzaban con fuerza chocaban contra el cuerpo de su hijo.

—¿Qué es lo que pone entonces? —preguntó Victoria, aunque lo sabía perfectamente; lo había leído una decena de veces.

—«Para un niño de nueve años» —releyó Amador—. No sé, Leo ni siquiera tiene nueve años. ¿Y si esto no fuera para él? Hace un mes que terminaron las clases, un mes que no ve a sus compañeros. Y no habla con ellos fuera del colegio.

Victoria expulsó el aire por la nariz. Recordó cómo la había mirado su hijo, abajo, en el salón, cuando le preguntó si tenía el teléfono de alguno de ellos. Empeñada en que no perdiera fuerza la inculpación de los amigos, añadió:

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