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Authors: Paul Pen

El aviso (3 page)

Aarón se incorporó de golpe sobre el asiento del coche. Lo puso en marcha y bajó la carretera que llevaba al mirador. Avanzó por las tranquilas calles de Arenas, sorteando sus múltiples rotondas. Dobló la esquina de la calle principal. A lo lejos reconoció el cartel de neón de la tienda del americano y la silueta de los surtidores de gasolina. Recordó las primeras cervezas que había comprado para Andrea.

—Gracias, Davo, realmente necesito irme a casa —susurró al coche vacío.

Cuando encendió la radio para entretener su mente, una perversa casualidad quiso que sonara
Smells like teen spirit
, una de las canciones que más escuchó con Andrea durante sus años de universidad. Saltándose las clases en este mismo coche. «Ese Carlos tiene buen gusto», apostillaba Andrea cuando Carlos, compañero de ambos, soltaba alguna de sus canciones favoritas en la emisora local. Como esta de Nirvana con la que siempre iniciaban un juego que ambos sabían cómo terminaba. «¿Qué significará la letra? —preguntaba Aarón con una sonrisa en los labios—, ¿qué tiene que ver un mosquito con la libido?» «El mosquito no sé —contestaba Andrea, siguiendo el código y conteniendo la risa—, pero la libido...» Y entonces ella esquivaba la palanca de cambios. Se subía a las rodillas de Aarón, la cabeza casi golpeando el techo. Colocaba sus pechos muy cerca de la cara de él, el pelo rubio cayendo como una cascada sobre su cabeza. Bailaba pegándose cada vez más al cuerpo de Aarón, una nueva dureza entre las piernas de él y contra los muslos de ella. Y se las arreglaba para seguir el ritmo de la música con sacudidas de la cabeza que terminaban de envolverlos en una nube de olor a sexo y manzanilla.

La canción sonaba ahora en un programa de clásicos para el recuerdo. Aarón bajó el volumen. Después cambió de opinión y lo subió al máximo. La saturación distorsionó la canción hasta dejarla irreconocible, pero Aarón cantó por encima cada uno de los versos. Hacerse daño en la garganta no era una preocupación. Tan solo otro dolor imprevisto.

Apenas había podido comer dos porciones de la pizza. Se recostó sobre el sofá sin ánimo de dormir, colocando su antebrazo izquierdo sobre los ojos y percibiendo aún el olor a manzanilla de Andrea que de alguna manera siempre se le quedaba bailando en la piel.

El primer timbrazo del teléfono le sonó lejano, como una ensoñación dentro del verdadero sueño en el que se había colado sin querer.

El segundo colocó cada realidad en su plano.

Aarón recordó que estaba en el sofá de casa, con el antebrazo sobre los ojos, una pizza casi entera enfriándose en la mesa, y un teléfono sonando por segunda, no, ya tercera vez, junto a la puerta de entrada. Sin saber muy bien por qué, pues a él no le costaba nada permanecer impasible mientras alguien en algún lugar se desesperaba al décimo tono incontestado, se levantó corriendo y descolgó el teléfono.

—¿Drea?

Claro que sabías por qué te levantabas
, se dijo. Apretó con fuerza la piedra en el interior del puño izquierdo.

—Dios mío, Aarón, escucha.

La voz de Andrea sonó alarmada. Aarón no se sintió con fuerzas de volver sobre lo hablado.

—Drea —la interrumpió—, Drea, por favor.

—Es David.

Entonces se quedó callado y la dejó continuar.

—Han disparado a Davo. —Se atragantó con su propia saliva al intentar continuar—. En la tienda del americano.

Capítulo 2

LEO

Lunes, 21 de julio de 2008

Un mosquito explotó en la fluorescente luz asesina que colgaba junto al letrero de neón de la tienda del americano. El resplandor azul parpadeó unos segundos antes de regresar a su mortal continuidad. Leo miró hacia arriba cuando el insecto, y su abdomen abultado con la sangre de algún arenense, se frieron en un fugaz chasquido. Su rostro se coloreó con el reflejo amarillo de la tipografía que escribía Open de manera informal, y luego con el morado que enmarcaba la palabra. El sistema de apertura de puertas detectó su presencia y ambas hojas se deslizaron en direcciones opuestas para permitirle el paso. Una ráfaga de aire helado golpeó su cuerpo delgado, logrando que arrancara la vista del hipnótico fulgor azul de la lámpara asesina.

Miró al interior de la tienda.

Dio un paso atrás para que las puertas se cerraran.

Agarró las asas de su nueva mochila espacial a la altura de los hombros.

Se quedó allí fuera sin saber qué hacer. Dentro, Amador extendió el brazo hacia atrás, esperando que su hijo de ocho años le diera la mano sin percatarse de que Leo se había quedado al otro lado de las puertas. Volvieron a quejarse con un crujido plástico cuando su padre se dio la vuelta y se acercó.

—Hijo, ¿qué haces? —Le ofreció otra vez la mano. Amador percibió que la tenía húmeda—. Vamos, ¿qué pasa? Aquí dentro se está mejor, hay aire acondicionado —dijo, como si Leo sudara a causa del calor de aquella noche de verano.

Esta vez tiró del brazo de su hijo y por fin entraron ambos en el establecimiento. Las puertas se cerraron a sus espaldas.

Era la primera vez que Leo entraba en la tienda del americano. Habían pasado ya dos cursos enteros desde el día en que sus nuevos compañeros le insultaron a coro y le dejaron solo a las puertas del colegio. Aunque el Open abriera para todos, eso era lo que indicaba el cartel, para Leo era como si cada día, después de clase, estuviera apagado, abandonado y, con un par de tablones clavados en la puerta, declarado en cuarentena. Allí se reunían cada tarde sus compañeros al acabar el horario de clases. Los mismos compañeros que le obligaban a sentarse en las primeras filas. Los mismos que le lanzaban bolas de papel. A veces con una piedra dentro. Los dueños de las risas que siempre estallaban a su costa. Brecha y los demás salían disparados hacia la tienda del americano en cuanto sonaba el último timbre del día para comprar unas Coca-Colas —a veces las mezclaban con Mentos para hacerlas explotar en una fuente de espuma—, competir por ver quién tenía la mejor bici y fingir peleas sobre el césped, junto a los surtidores de gasolina del exterior, imitando el videojuego del momento. A veces también miraban a Leo. Le señalaban. Desde el otro lado de la calle que era un mundo, Leo les veía reír e imitarle. Sabía que lo hacían cuando juntaban los talones y daban pequeños pasos con los pies abiertos, como un pingüino, aunque él no anduviera así. Solo, esperaba cada tarde a que mamá fuera a recogerle, cumpliendo la promesa que le hizo aquel primer día de clase, aunque en muchas ocasiones ella le dejara en casa con Linda y tuviera que regresar al despacho.

—Control de tierra a mayor Leo —interrumpió Amador los pensamientos de su hijo, petrificado bajo el chorro de aire acondicionado, a veces tan excesivo, del Open.

Leo observó el interior de la tienda, iluminado con tubos fluorescentes, como miraría a su alrededor un niño que se hubiera colado tras la cortina de la sección para adultos del videoclub. Su mano se resbaló de entre la de su padre. A su izquierda, la pared junto a la puerta llamó su atención cuando vio las cajas de dulces apiladas unas sobre otras en un colorido muro de ladrillos transparentes. Se acercó a ellas. Desde allí era desde donde ellos le miraban. Giró la cabeza y buscó, como en tantas ocasiones habrían hecho los demás, el paso de cebra frente a la entrada del colegio. A partir de ahí, siguiendo las bandas blancas que parecían brillar en la oscuridad, sus ojos avanzaron hasta el lugar junto al semáforo en el que siempre se quedaba de pie «el tarado de Leo». Su propia figura se dibujó en la acera vacía, a través de la puerta transparente de la tienda. Un reflejo fantasmal. La imagen que desde allí habían visto cada tarde Edgar, Brecha y todos los que nunca fueron, ni serían ya, otra cosa que el montón de críos que le rechazaron desde el primer día de colegio. Durante unos instantes, pudo sentirlos materializarse a su alrededor. Se aglutinaron junto a él agarrando montones de golosinas y riéndose del niño raro que les observaba desde fuera, desde el otro lado de la calle que era un mundo. Sin poder evitarlo, Leo agarró una fresa de gelatina y azúcar. Quiso saber qué habría sentido si hubiera sido uno de ellos. Cuando se la metió a la boca y la mordió, saboreó la amargura de la traición a sí mismo. Tragó con los ojos cerrados. Sacudió la cabeza. Volvía a estar solo frente al montón de golosinas. La silueta condensada de sí mismo se evaporó en la calle. Solo él y su padre se encontraban en la tienda. El verano vaciaba el pueblo de estudiantes.

—Acabas de cenar, de esas te compras mañana si quieres —dijo Amador, hablando por encima de las voces de un televisor cuyo sonido inundaba la tienda.

—Da igual, papá —respondió. Se dio la vuelta y se acercó a las piernas de su padre—. No saben bien.

—¿Te la has comido sin pagar? —le regañó—. Parece mentira, con lo que te hemos enseñado...

Se agachó sin terminar la frase, apoyando una rodilla en el suelo. Con el dedo pulgar limpió la boca del niño.

Detrás del mostrador, el señor Palmer observó el gesto. La familiaridad de aquella escena accionó algún interruptor abandonado en su mente. Como la luz fluorescente del exterior de la tienda, un recuerdo titiló varias veces en su cabeza luchando por brillar. No lo consiguió. Y se apagó. El corazón del viejo abortó el plan de emergencia iniciado.

—No te he traído para esto —sentenció Amador antes de volver a levantarse.

No le dio la mano esta vez, y caminó hacia los pasillos de la tienda. Leo le siguió, manteniendo la distancia. Dejaron a su izquierda la sección de prensa y revistas; los últimos ejemplares de algunos periódicos, en el suelo, apenas conservaban la portada. Junto a ella había una gran estantería, refrigerada pero abierta, con refrescos y comidas preparadas. Al fondo, varias neveras almacenaban pizzas, helados y otros productos congelados. En sus inicios, la tienda apenas vendía accesorios para los coches que paraban a repostar gasolina. Después llegó el pan y la prensa. Más tarde aterrizaron en España cadenas norteamericanas que aglutinaban tienda y gasolinera y abrían veinticuatro horas, viejas conocidas del señor Palmer como 7-Eleven, que ya existían en Kansas cuando él se marchó. Adaptándose a los tiempos, el americano fue agrandando la tienda y alargando el horario para responder a la creciente demanda del pueblo. Ya hacía años, desde que comenzó a contratar estudiantes a tiempo parcial, que la tienda vendía casi de todo y abría hasta la medianoche. El señor Palmer contaba con orgullo que había rechazado ofertas millonadas de Shell y Repsol.

Leo y su padre pasaron de largo por el primer pasillo, dedicado a productos para el coche. Leo observó los bidones de aceite, de anticongelante, y los ambientadores con forma de pino. En el segundo pasillo apenas tuvo tiempo de distinguir de qué eran todas aquellas latas de conserva. Amador giró y se adentró en el tercer pasillo.

—¿Cuál se supone que es la que compramos? —preguntó cuando su hijo se colocó junto a él.

Amador miraba confundido, con un dedo delante de la boca, el estante de los lácteos, cereales a un lado y galletas al otro.

—Yo creo que la rosa —dijo Leo—, esa de la vaca dibujada.

Amador rió de nuevo. Le resultaba divertida su propia ignorancia, no saber si en casa compraban leche desnatada o entera. Aquello dejaba bien claro que él nunca hacía la compra y que, como muchas veces le había dicho Amador Cruz padre, «el éxito más grande en la vida es conseguir que alguien la viva por ti». Hubo un eco en su mente que le quiso hacer ver que, más servil que la actitud de los sirvientes que a lo largo de su vida le habían comprado la leche y ordenado el garaje, era la de vivir la vida que su padre había querido verle vivir. Aun así, Amador dejó escapar una risa. Leo hizo lo mismo allá abajo. Papá ya no parecía enfadado por el robo.

—Vamos a llevarnos también uno de entera por si acaso —fue la decisión final de Amador—, ¿aguantará el cohete tanto peso en nuestro regreso a casa? Con lo lejos que está la Tierra, lo mismo nos quedamos orbitando alrededor sin poder llegar —dijo mientras balanceaba ambos cartones en el aire.

—La fuerza de la gravedad es menor en este planeta —respondió Leo, impostando la voz—, no debería haber problemas.

Padre e hijo utilizaban jerga astronáutica desde el día en que Amador regaló a su hijo un montón de estrellas adhesivas fluorescentes, que fueron el detonante del creciente interés de Leo por la astronomía. Ambos las habían pegado, hacía tiempo, en el techo del cuarto del niño, mientras Victoria se quejaba de las manchas que dejarían en la pintura. Leo había dirigido la operación con un plano celeste entre las manos. Sabía cuál era cada constelación, dónde debía colocarse cada estrella. Amador las habría repartido de cualquier manera por la habitación, pero Leo quería que aquel cielo artificial fuera exactamente igual al que otros niños de su edad, todos menos él, miraban junto a una hoguera en algún campamento de verano discutiendo con los amigos sobre cuál era el mejor de los diez alienígenas originales en los que Ben 10 podía transformarse con el Omnitrix. Lástima que en el paquete de estrellas que Amador había comprado en la tienda del americano no hubo suficientes pegatinas para completar el plano celeste que Leo sujetaba emocionado entre los dedos. «Eso será un agujero negro», había inventado papá al ver la cara de su hijo cuando colocaron la última pegatina de una Casiopea inacabada.

Con los cartones de leche, se dirigieron hacia el mostrador sobre el que descansaba una antigua máquina registradora que no se había cambiado en veinte años.

El dueño de la tienda, a quien Amador conocía como señor Palmer, o como el americano, estaba de espaldas. Buscaba algo en unos cajones de los que sobresalían papeles y cables de colores, con los hombros encorvados, el cuello de la camisa casi tocaba su pelo blanco, perfectamente peinado desde la calva superior hasta la nuca. Sobre su cuerpo se proyectaban las imágenes del televisor situado en algún lugar bajo el mostrador, y el sonido estaba tan alto que, ahora que se encontraban cerca, resultaba molesto en los oídos.

Amador advirtió la presencia de un pequeño artilugio en la oreja izquierda de Palmer. Dejó caer con fuerza los dos cartones de leche sobre el mostrador. Los hombros del viejo se encogieron en una repentina sacudida. Cerró de golpe uno de los cajones en los que no encontraba lo que estuviera buscando. Varios papeles cayeron al suelo cuando se dio la vuelta. Arrugó sus pobladas cejas blancas. La elástica papada que colgaba bajo su barbilla continuó balanceándose tras el movimiento de giro.

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