El aviso (7 page)

Read El aviso Online

Authors: Paul Pen

Sentada en el sofá, con la espalda muy erguida y el sobre apoyado sobre sus muslos, entre sus manos, se vio a sí misma sosteniendo a Leo por primera vez entre sus brazos en aquella calurosa madrugada de junio en que se convirtió en madre. Recordó también cómo una gota de sangre de la herida aún abierta en su frente había manchado la cara de su hijo en una escena maternal insólita.

Cuando Victoria consideró oportuno hacerlo, se levantó con lentitud. Colocó sobre su soporte el teléfono inalámbrico que había lanzado contra el sofá. Apagó la luz.

Y subió a oscuras la escalera.

Capítulo 5

AARÓN

Sábado, 13 de mayo de 2000

El olor a café despertó a Aarón.

Su olfato se había inmiscuido en su mundo onírico para atraparle y desterrarle a la realidad de una mañana muy concreta: la mañana siguiente a la noche en que alguien había intentado asesinar a su mejor amigo. Tardó algunos segundos en sentir la punzada del recuerdo en su interior. Entonces abrió los ojos y dejó de parecerle delicioso el olor a mantequilla.

El familiar sonido de Andrea, sus pasos cortos rozando el parqué, la forma de cerrar suavemente el microondas, los dos golpes de la cuchara contra la taza al servir el café, y la continua vibración lastimosa de la nevera que siempre se dejaba abierta mientras cocinaba, le permitieron pensar que aquel podía ser un despertar cualquiera. Sin embargo, el paracetamol que no se llegó a tomar disuelto en un vaso aún lleno sobre la mesilla, la incómoda sensación del vaquero abrochado estrangulándole una estúpida erección matutina, la sábana lisa que desvelaba la kilométrica distancia a la que habían dormido, y el aterrador eco de los pensamientos de la noche anterior, le obligaron a aceptar que no lo era.

Desde el marco de la puerta de la cocina —una pequeña barra americana daba al comedor en donde Andrea había dispuesto un desayuno de proporciones hoteleras—, Aarón la observó durante unos instantes antes de que ella advirtiera su presencia. Cuando lo hizo, apoyó la sartén que llevaba en la mano en uno de los calentadores de vitrocerámica apagados. Se acercó a él con el rostro hinchado por el sueño y las lágrimas, pero irradiando esa luz única que solo existía en las costas más afortunadas del relieve de Andrea. No hubo beso de buenos días. Solo una tierna caricia sobre su rostro espinado con la barba de varias noches.

—Ya te has despertado. ¿Cómo estás? —preguntó, y se apartó de la cara el mechón de siempre—. Yo, nada bien. Mira qué desayuno he preparado —dijo, dejando escapar un suspiro entrecortado—, pensé que te vendría bien comer. Y fíjate la que he montado, creo que me he pasado. Y ahora iba a hacer una tortilla.

Miró hacia la mesa que ella misma había servido como el artista que ve por primera vez la obra nacida de un trance. Se llevó la mano a la boca como haría una madre que hubiera herido los sentimientos de su hijo atacando su punto más débil. Encogió los hombros en un intento de disculpa que Aarón encontró encantador.

—Aún no me creo lo de Davo. —Andrea soltó la palabra prohibida y guardó silencio esperando su reacción—. Y ya son las once, me gustaría ir al hospital. Desayunamos y vamos. Nos dejarán entrar a verle, ¿no?

Agarró a Aarón de un brazo y lo empujó hacia la mesa.

—¿Verle? —A
él
, la palabra se le escapó de la boca.

—Claro. —Separó una silla para que Aarón se sentara, y ella se acomodó en la de enfrente—. Quiero verle, saber cómo está. —Y respondiendo a una pregunta imaginaria, añadió—: Sí.

El movimiento de Aarón fue lento. Se sorprendió cuando se descubrió sentado a la mesa con la mirada perdida en el interior de la taza, como si aquel café tuviera la profundidad de un océano. El eco de su propia voz en el interior de su cabeza ensordeció las palabras de Andrea.

Ha sido tu culpa.

—Aarón, ¿qué te pasa?

Colocó la mano sobre la suya. Los ojos de Aarón enfocaron de golpe la superficie del mar color marrón. Andrea pudo ver la rápida contracción de sus pupilas.

—Necesito comer, solo es eso.

Sonrió con la mitad de la boca. Cuando Andrea retiró la mano, quiso agarrarla. Lo que agarró en realidad fue la taza. La blanca grande que compraron en Ikea. Dio un sorbo amargo al café y tragó llevándose con él gran cantidad de saliva.

—He bajado a ver si el portero tenía ya el periódico. Quería ver si decían algo.

—¿Y?

Un torrente de celos sacudió a Aarón al pensar que aquel viejo salido de orejas peludas habría visto a Andrea tal y como él la estaba viendo en aquel momento. Vestida con la camiseta que utilizaba para dormir en el apartamento, la que le quedaba enorme y llevaba impresa un símbolo pi.

—Lo tenía. Me lo ha regalado. Y también me ha dicho que lo sentía. —Respiró profundamente y sus pezones se dibujaron con claridad bajo la tela gris dada de sí—. Seguro que ya lo sabe todo el mundo. Será la noticia del año en Arenas.

Andrea le alcanzó el periódico, abierto por la página exacta y doblado por la mitad. Aarón vio en un recuadro la foto en blanco y negro de la tienda del americano y reconoció el coche policial de Héctor, uno de los dos que se apostaban a las puertas del establecimiento. Comenzó a leer con ritmo acelerado, saltándose algunas palabras y mezclando otras en un murmullo indescifrable.

—¿Has leído esto de que ya pasó algo parecido en el mismo sitio hace treinta años? —señaló Aarón a mitad del texto—. Aquí pone que cuando solo era una gasolinera también hubo un atraco y mataron a un chico. Sería antes de que el americano abriera la tienda, ¿no? Lo ha contado un hombre que estaba presente en el lugar cuando sucedió.

—No he querido leerlo —dijo Andrea—, no quiero ver el nombre de Davo escrito con iniciales.

En efecto, la noticia hablaba de que R. Palmer se recuperaba favorablemente en el Hospital Universitario de Arenas, pero aseguraba que el pronóstico del joven D. M. continuaba siendo «muy grave».

Andrea dio un mordisco a una de las tostadas. Tuvo que hacer un esfuerzo inverosímil para poder tragarlo. Sentía cada miga de pan atravesar su garganta encogida, como si dos grandes manos intentaran estrangularla. Aarón continuaba inmerso en la lectura, ahora silenciosa, moviendo ligeramente los labios cada vez que llegaba, intuyó Andrea, a una consonante labial. Como si se tratara de un desayuno de lo más convencional
—esta es la mañana más feliz de mi vida, feliz sexto aniversario
, fue un inesperado eco mental de Andrea—, Aarón preguntó por el azúcar. Tras dirigir dos rápidas miradas a la mesa, se levantó a buscarla.

—Siempre me toca a mí abrir el paquete —le dijo de espaldas desde la cocina mientras vertía casi un kilo de azúcar en un tarro reutilizado de Nescafé. Cuando hubo terminado, dio un paso para tirar el papel a la basura—. Drea, tienes que dejar las cajas de pizza a un lado, que si no, luego no se puede levantar la tapa.

El sollozo que llegó desde la mesa le hizo darse la vuelta en el acto.

Encontró a Andrea con la frente apoyada en ambas manos, los codos sobre la mesa. Miraba al plato y la rebanada rectangular de la tostada, en una de cuyas esquinas se dibujaba el pequeño semicírculo de los dientes con que la había mordido. La mujer que nunca se tomaba las cosas demasiado en serio se sorbió los mocos y le dijo:

—Tú preocúpate por el azúcar si quieres —descifró Aarón entre sus dientes—. Yo me voy.

Todavía dedicó una larga mirada a la marca del mordisco en el pan antes de levantarse. Una mirada que en realidad era para él, y que significaba más que muchas palabras.

Aarón alcanzó a Andrea y la agarró por uno de sus hombros tras rodear la barra de la cocina. La abrazó y apoyó su cara en el hueco del cuello de ella.

—No puedo ir tan pronto —le dijo a su nuca—. Antes necesito saber que se va a poner bien. Imagínate que vamos y nos dicen que...

La erección decreciente rozó su muslo, y su aroma a manzanilla lo envolvió hasta hacerle dejar de entender por completo por qué había decidido poner fin a su relación con ella. Su vista cayó sin querer sobre el pequeño montón de papeles que Drea había dejado en la barra la noche anterior. La carpeta granate de la agencia de viajes estaba intencionadamente colocada arriba de todo. Aarón entendió que Andrea quería que él supiera que había visto los billetes. Pensó que era típico de ella, no decir las cosas pero hacérselas saber de alguna forma. Quizá no era tan difícil encontrar razones para la ruptura. Su reacción inmediata fue la de deshacerse en explicaciones, aunque entendió que quizá ya no eran necesarias. El pensamiento de aquella semana de vacaciones que David y él no iban a poder compartir hizo que incrementara la fuerza del abrazo.

Andrea apartó la cabeza y le miró a los ojos. Se humedeció los labios y Aarón olió la mermelada de fresa. Ella abrió la boca. Tan solo pudo tomar aire. No dijo nada. Tragó saliva y los músculos de su cuello se tensaron. Al segundo intento encontró su voz y dijo:

—Aarón, David se muere.

Y en la cabeza de Aarón, los labios de Andrea continuaron moviéndose y añadieron:
Ha sido tu culpa.

Se deshizo del cuerpo de ella como ella se había deshecho del suyo tantas noches después de saber lo de Rebeca. Aarón apoyó una mano sobre la barra de la cocina. Negó con un gesto, sin dejar de mirar a Andrea, mientras en su mente reverberaba el eco de la culpa. Siguió sacudiendo la cabeza de un lado a otro, ahora tapándose la boca con la palma de la otra mano.

—Yo me voy —dijo ella finalmente—. Necesito verle.

Apartó su mirada de Aarón y la dirigió de nuevo al desayuno. El desquiciado servicio la hizo sentir incómoda.

—Me voy —repitió—. Espero verte allí.

Se secó las manos en su propia camiseta. Luego, se frotó la cara.

Aarón escuchó la puerta abrirse y después cerrarse.

Continuaba negando con la cabeza.

Tras pensarlo unos segundos, se dirigió a la entrada y salió al pasillo. Andrea estaba de pie, paralizada a mitad de camino, las piernas desnudas bajo la enorme camiseta gris. Descalza. Cuando escuchó la puerta abrirse a sus espaldas, giró la cabeza y le dijo a Aarón, o quizás a sí misma:

—Será mejor que me vista.

Cuando volvió a quedarse a solas unos minutos después, Aarón contempló el apartamento. Todavía vestido con la misma ropa con la que había decidido romper con Andrea hacía una eternidad, sintió el vértigo de asomarse a un abismo desconocido. Freno sus oscuros pensamientos sacudiendo el rostro como si la culpa fuera agua y él un perro mojado.

Regresó a la mesa y terminó de leer la noticia del atraco. Releyó el nombre del vecino del pueblo que había recordado para el periódico el suceso ocurrido treinta años atrás. Samuel Partida. Aarón miró a un lado, tratando de pensar si el nombre le sonaba de algo. En quien pensó en realidad fue en David. Sentado, se palpó ambos bolsillos. De uno de ellos extrajo su móvil. Quizá su erección no era en realidad para tanto.

La voz derrotada de Héctor contestó al otro lado.

—Aarón, tío, menos mal que eres tú. No sabía que Davo fuera tan conocido en Arenas. —Sonaba sincera su alegría al haberse encontrado con una voz familiar—. Nos está llamando un montón de gente que no sabemos ni quién es.

Aarón prestó atención especial a los matices e inflexiones de aquella voz que se había quebrado la noche anterior. Como si pudiera descifrar en ellos la situación de David antes de hacer la pregunta que no quería hacer.

—¿Se sabe algo más?

—Sí.

Aarón contuvo la respiración e imaginó lo peor. No se tranquilizó hasta que Héctor continuó hablando.

—Bueno, no, de mi hermano nada todavía. Sigue igual. Casi no nos dejan entrar a verle. —Aarón le oyó respirar por la nariz antes de continuar—. Yo aún no me he ido a casa, macho, sigo con el uniforme. Pero ha venido Carlos hace un rato, ¿conoces a Carlos? Mi compañero de patrulla, creo que estudió con vosotros. Me ha contado algunas cosas.

Aún sentado, Aarón se había llevado a la tripa la mano con la que sostenía el diario. La frotaba con fuerza. No sabía qué decir ni tampoco estaba seguro de poder mantener aquella conversación mucho rato. No se sentía preparado para escuchar demasiados detalles sobre el altercado. No de la boca de Héctor, quien seguramente tendría ganas de gritarle que había sido todo por su culpa. Que su hermano estaba como estaba porque él había sido tan estúpido de no querer cumplir con un recado absurdo.

—Resulta que ya han detenido al hijo de puta que le disparó. Es más joven que él, ¿te lo puedes creer? —La última palabra patinó de rabia en sus cuerdas vocales y sonó aflautada, como la de un adolescente a quien le ha empezado a cambiar la voz—. No es más que un crío. Pero por lo menos es mayor de edad, va a pagar el cabrón. Más le vale que mi hermano... Que no se muera mi hermano. Más le vale.

Sin saber por qué, tal vez solo por rellenar el silencio, Aarón preguntó si el chaval actuaba solo.

—Qué va, pero si había dos más esperándolo fuera de la tienda, en el coche —respondió como si fuera el final de un chiste malo—. Menuda panda de mierdas.

Héctor recorría acelerado, de un lado a otro, un pasillo del hospital.

—Querían robar una mierda de caja de una tienda que no vale nada, y el cabrón acabó disparando a mi hermano. Ha dicho que fue un error, que se puso nervioso y no supo cómo reaccionar. Por lo visto, Davo hizo un movimiento extraño para proteger a un niño que estaba en la cola... ¡y a la mierda! —Héctor golpeó la pared con el puño—. Y el tío va y dispara. Que no supo cómo reaccionar.

Hablaba con los dientes apretados, escupiendo polvo de saliva en cientos de perlas brillantes que salían despedidas de su boca como perdigones. Aarón, que supuso que el golpe que había oído era un puñetazo contra algo, pensó que no tardaría mucho en aparecer una enfermera para darle un tranquilizante a Héctor. Como si hubiera leído sus pensamientos, este bajó la voz y añadió:

—Pero yo sí sé lo que voy a hacerle a ese hijoputa como me lo pongan por delante. Va a ver lo que pasa por meterse con el hermano de un policía. Se va a llevar una buena sorpresa cuando descubra que yo también puedo disparar. —Era consciente de que estaba hablando de más, pero prosiguió—. Y que cuando yo disparo, encima es legal. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Aarón confirmó que entendía.

—Joder, ¿y tú qué tal lo llevas? —preguntó Héctor.

—Andrea y yo estamos mal. Ella va hacia el hospital. Yo no he querido ir con ella. Creo que no estoy preparado todavía para...

Other books

Murder of a Barbie and Ken by Denise Swanson
The Tower and the Hive by Anne McCaffrey
Hidden Barriers by Sara Shirley
The Beautiful Possible by Amy Gottlieb
Revenant by Kilmer, Jaden