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Authors: Paul Pen

El aviso (33 page)

Y entonces Andrea, David, él mismo, o todos a la vez, dijeron unas últimas palabras:

—Lo mejor de todo es que esa persona eres tú.

El padre del niño rubio empezó a agitar los brazos cuando el aullido de una sirena lejana empezó a subir de volumen. Las luces azules de dos coches policiales aparecieron a lo lejos.

Andrea Sandiego, que estrenaba camiseta comprada en el centro comercial y se dirigía en ese momento al Open para preguntarle al americano si Aarón había aparecido por la tienda a solucionar el problema con su jefe, levantó la cabeza para mirar hacia el lugar de donde procedían las sirenas. Entonces vio a un hombre agitar los brazos frente a los coches de policía y señalar la tienda. Contuvo la respiración.

Andrea escuchó el disparo antes de soltar el aire.

Sus piernas empezaron a trabajar solas. Corrió hacia la tienda. Mientras atravesaba la zona de surtidores de gasolina, un niño salió del interior. Se abrazó al hombre que había estado agitando los brazos en la calle.

—¡Es Aarón Salvador! —gritó alguien desde dentro.

Andrea se lanzó a las puertas. Un policía intentó detenerla. Ella reconoció las zapatillas de Aarón al final de una pierna tendida en el suelo.

Nada hubiera conseguido pararla.

Más que el dolor, a Aarón le sorprendió el frío y la oscuridad cuando la bala le atravesó la cabeza.

Después, sus sentidos se apagaron uno a uno.

Sus ojos abiertos no vieron a Andrea arrodillarse junto a él.

Su lengua herida no pudo ya distinguir el sabor de sus labios cuando Andrea los pegó a los suyos y sopló con fuerza para ayudarle a respirar.

Tampoco su tacto muerto le permitió sentir cómo Andrea colocaba las manos bajo su cabeza, tapando la herida para evitar que se derramara su vida por aquel agujero. Una sustancia gris le manchó los dedos y la camiseta.

Sin oído, Aarón no pudo escuchar a Andrea decir:

—Por favor, no te mueras, te creo.

Pero fue cuando Andrea apoyó la frente sobre el pecho ensangrentado de Aarón, cuando el dulce olor de la manzanilla entró en su cuerpo.

Y Aarón supo que Andrea había aparecido y estaba junto a él.

Como siempre.

Como siempre.

Sin poder estar seguro de si su mano respondía o no, se imaginó llevándosela al bolsillo. Sacó de él la piedra del lago.

Y aunque Aarón quiso decirle una cosa a Andrea
—avisa al niño, calculé mal, ocurrirá un mes después, el catorce de septiembre
—, de sus labios salió otra:

—Ven al agua —dijo.

Y en agua fue en lo último que pensó Aarón. Después, no hubo nada.

Capítulo 22

ANDREA

Toulouse, viernes, 14 de agosto de 2009

El sonido del disparo despertó a Andrea.

Recostada sobre la mesa de la cocina, a oscuras, encogió los hombros y se incorporó de repente. Tardó unos segundos en salir de la pesadilla. La pesadilla que siempre acababa con la imagen de ella misma apoyada sobre el pecho ensangrentado de Aarón. La que se había repetido durante nueve años, con mayor frecuencia en el último mes.

Con los ojos abiertos, pero incapaz todavía de distinguir las siluetas de la estancia, le asustó la luz repentina que surgió sobre la mesa. Y la vibración que la acompañó. En realidad era el movimiento del móvil lo que la había despertado. El aparato siguió temblando, girando sobre sí mismo.

Andrea se frotó la cara con fuerza, como si eso la ayudara a despertar. Alargó el brazo en una rápida sacudida y colocó el teléfono junto a su cara.

—¿Qué ha pasado? —dijo sin más.

Tragó con fuerza y contuvo la respiración.

Al otro lado de la línea, el hombre suspiró en el interior de su coche.

—Davo, por favor. —Andrea incrementó la urgencia en su voz—. Dime qué ha pasado.

—No ha pasado nada.

David colocó sobre el asiento del copiloto la muleta que acababa de recoger del suelo del aparcamiento de la tienda del americano.

—No ha pasado nada —repitió—. Te lo dije. Na... da.

Separó la palabra en dos sílabas.

Andrea escuchó las palabras de David y cerró los ojos. Durante unos segundos la pesadilla volvió a reproducirse.
No te mueras, te creo
. Sacudió la cabeza para intentar detenerla.

—¿No apareció el niño? —insistió ella.

—Que sí, que el niño ha venido. Pero ha entrado en la tienda y ha salido por su propio pie. Nadie le ha disparado, ni le ha secuestrado, ni le ha pasado nada dentro de la tienda. Bueno, el pobre ha salido con un susto del quince, claro. Con todo lo que le hemos hecho creer, digo yo que el pobre crío...

—¿Le dejaste entrar? —Andrea contuvo un grito—. Se supone que estabas ahí para evitar que el niño entrara.

—Andrea —hizo una pausa para asegurarse de que estaba escuchando—, déjalo. Para, en serio. Ese niño ha entrado en la tienda hace cinco minutos, justo en la fecha que decía Aarón. Y no le ha pasado nada. ¿Cuántas veces lo voy a tener que repetir? Nada. Aarón estaba mal, se equivocó en todo.

Andrea escuchó en boca de David las palabras que ella se había repetido tantas veces. Lo hizo sonar más real. Y ella se negó a aceptarlo.

—No entiendo cómo le has dejado entrar después de todo lo que te dije —siguió aferrándose a la historia.

Una historia que ella misma se había negado a creer cuando Aarón intentó explicársela con aquel montón de papeles. Andrea los volvió a ver la misma noche en que Aarón murió. Carlos Ferrero, compañero de patrulla de Héctor Mirabal, apostado en la puerta del edificio franqueado con cinta policial, atendió los ruegos de Andrea para abrir ella el apartamento de Aarón. Aunque era algo que se salía completamente del procedimiento oficial, Carlos se enterneció al verla apretarse la nariz con dos dedos como si eso la ayudara a dejar de llorar. Ella había subido temblando hasta el primer piso. Tenía el pantalón manchado de sangre. La saliva de Aarón seguía húmeda entre sus dedos. Un círculo se oscurecía en la camiseta azul que se había comprado esa misma mañana. Cuando entró en el apartamento, reconoció el montón de papeles que se amontonaban por toda la superficie de la mesa. Las fotocopias del periódico. Las hojas cuadriculadas del cuaderno arrancadas de su espiral, llenas de nombres y números. El montón de folios grapados sobre el teclado del ordenador. Recordó, arrepentida, cómo se los había tirado a la cara. Permaneció asomada a aquellos papeles, sin saber qué hacer, durante los cinco minutos que Carlos le había concedido. Después, escuchó el timbre del ascensor y el ruido de botas acercándose por el pasillo. Entonces sus ojos distinguieron, entre la maraña de papel y tinta, un recuadro enmarcado varias veces con el mismo bolígrafo hasta rasgar el folio en sus esquinas. Dentro del recuadro, ocupando dos filas, las palabras:

14 de agosto de 2009 Víctima: el niño Andrea notó el calor pegajoso de una mano masculina sobre el pecho izquierdo. Carlos la agarró con decisión. La voz de Aarón retumbó en la cabeza de Andrea sin que ella pudiera apartar la vista de aquel trozo de papel.
Y esta vez matarán al niño
. Andrea alargó la mano, la cerró con fuerza sobre el rectángulo de tinta y expulsó todo el aire por la boca. Sin ni siquiera cerrar los ojos, se dejó marchar.

—Oye —la voz de David chispeó en el auricular del teléfono—, ¿me estás escuchando?

—No he oído eso último, ha fallado la cobertura —mintió.

Recordó el dolor en los párpados y las sienes cuando despertó en la ambulancia aquella noche.

—Te digo que el niño echó a correr antes de entrar en el Open. Mira cómo iría de asustado. No me dio tiempo ni a gritarle. Menos mal, ¿imaginas el ridículo? Después me puse a llamarte. No sé en qué momento volvió a entrar. Yo de repente le escuché gritar y, cuando miré, el niño salía de la tienda. Estaban sus padres ahí esperando. Sus padres, Andrea. ¿Te das cuentas de lo que les hemos hecho pasar?

Andrea se levantó en la oscuridad de la cocina. Encendió la luz. Los ojos le dolieron cuando se contrajeron las pupilas. Emilio estaría en el piso de arriba. Seguro que ni se había dado cuenta de que Andrea había pasado la tarde encerrada en la cocina. Lanzando la mirada del reloj al móvil y del móvil al reloj. Como tampoco se había dado cuenta de que ella apenas había dormido junto a él las tres últimas noches.

—¿Y qué hacemos ahora? —le preguntó a David. Abrió un cajón y extrajo una caja de medicamento. El envoltorio de la farmacia hizo que se le humedecieran los ojos—. Sabes el nombre del niño, ¿no? Tu hermano te ayudó a buscarlo. Me dijiste que era Leo no sé qué.

Tragó sin agua dos pastillas, solo con saliva.

—Andrea —subió el volumen de su voz porque quiso sonar autoritario—, basta. En serio, para. Punto final. Se acabó. No voy a permitir que acabes igual que Aarón. ¿Me estás oyendo? Esto ha llegado hasta aquí. Debí haberte obligado a olvidarlo cuando viniste a mi casa. Nueve años sin verte y apareces de repente para esto.

Hablaba del último sábado de febrero, el día de la presentación de la nueva atracción del Aquatopia. Justo después de que Andrea hablara con Leo e intentara huir de Arenas por segunda vez, su pie había pisado el pedal del freno para impedírselo. Luego, Andrea había conducido, casi con los ojos cerrados, en dirección a casa de la madre de David. Ruth había abierto la puerta, la había mirado con sus ojos azules enmarcados ahora por un pelo ya del todo blanco, y la había abrazado mientras ella lloraba por tercera vez aquel día. «Quiero ver a Davo», había dicho después. Ruth la guió por los pasillos de la casa. Preguntó varias veces a Andrea por qué había abandonado Arenas de la forma en que lo hizo. Entonces llegaron a la habitación de David. La habitación en la que había crecido. La misma en la que había jugado a los vaqueros con Aarón. Y a la que había regresado después de despertar del coma porque no le resultaba sencillo valerse por sí mismo con aquellas muletas y casi medio cuerpo paralizado. Cuando David vio entrar a Andrea, no pudo decir nada. Solo abrió los brazos, uno se quedó pegado al tronco, y bajó la cara para dejarse abrazar. Y entonces Andrea lo hizo. También le tocó la cara. Le besó la frente. Pidió perdón por haber desaparecido. Y empezó a contarle por qué había vuelto a Arenas. Le contó lo que Aarón había estado haciendo durante su último mes de vida. La obsesión que lo condujo a pegarse un tiro en el Open.

—Te lo dije. Eran chorradas —continuó David al teléfono—. Seguro que si yo me pongo a estudiar un montón de fechas al azar también acabo encontrando conexiones. ¿Pero cómo iba a ser verdad? Andrea, en serio, lo hemos hablado. Fue Aarón. Debió de ser muy jodido su sentimiento de culpa, sentirse responsable por lo que me pasó a mí. Muy chungo, no me lo quiero ni imaginar. —Hizo un silencio—. Se inventó todos esos números para darle un significado a mi accidente. Para creer que todavía podía salvarme.

—No —dijo Andrea. Rodeó la mesa de la cocina con la mano libre en la frente—. Lo que pasa es que yo no supe explicártelo bien. Porque no le hice ni caso cuando él me lo contó a mí. Solo me acuerdo de que el niño nació el mismo día que dispararon sobre ti. El doce de mayo. —Recordó al recepcionista del hospital negando este dato—. Dios, tendría que haberle prestado más atención. —Creyó escuchar el chasquido del tobillo de Aarón—. Tenía un montón de papeles. Un montón. En la mesa esa que tenía en el salón. Había calculado las fechas exactas. Decía que todo coincidía... —Volvió a pensar en el recepcionista del hospital y añadió—: No lo entiendo. Aarón hablaba de intervalos exactos de tiempos. De meses. De días. Calculó la fecha en la que iban a matar a ese niño. El día en que te dispararon comenzaba todo.

—Y calculó la fecha de hoy. —David hizo énfasis en la última palabra—. Hoy, Andrea. Hoy. El 14 de agosto. Me enseñaste ese trozo de papel.

Durante aquella conversación en la habitación de David, Andrea había extraído de su bolsillo el trozo de papel que conservó tras su última visita al apartamento de Aarón. El que arrancó mientras un policía la reducía. Lo desdobló. Estaba húmedo y arrugado. «¿Has guardado esto durante nueve años?», había preguntado David. Y Andrea había asentido apretando los labios para no llorar, acariciando con el pulgar la caligrafía de Aarón. «Esta es la fecha que él tenía apuntada. Ocurrirá el catorce de agosto. Y nosotros tenemos que evitarlo. Se lo debemos a Aarón», había dicho.

—Pero ese niño acaba de entrar en el Open, te lo estoy diciendo —siguió la voz de David en el auricular—. Acaba de entrar y no ha ocurrido nada. ¿Qué más quieres? ¿Qué más necesitas para darte cuenta de que todo ha sido un invento?

—Tú viste al niño —le recordó Andrea. David se quedó callado al otro lado—. No creíste nada de lo que te conté en tu casa, pero... Pero después viste al niño. Lo viste en la televisión y me llamaste. Viste en él lo mismo que yo. Viste a Aarón en ese niño, dime que no has olvidado eso.

—Andrea —suspiró David—, solo vi a un niño que me recordó a Aarón. ¿Y qué? Ni siquiera era un parecido físico. Era...
algo
. No sé qué. Y ahora ya se ha visto que no era nada.

Dos días después del evento en el Aquatopia, David había estado mirando la televisión en el techo de la sala de rehabilitación. Sin sonido, y mientras estiraba y encogía la pierna izquierda con la ayuda de una máquina, observó las caras alegres de decenas de críos del pueblo en el parque acuático. Algunos hablaban a cámara. Fue cuando apareció el niño en pantalla. Con un brazo, David detuvo el movimiento del monitor a su lado. El mecanismo de la máquina que estiraba su pierna dejó de hacer ruido. David miró la televisión con el pulso acelerado. Y entonces el niño había fruncido el ceño, manteniendo un ojo más abierto que el otro.

—No —Andrea subió el tono de voz—, no digas eso. Cuando viste al niño empezaste a creerlo. ¿Por qué me llamaste si no? ¿Por qué le pediste ayuda a tu hermano para identificar al niño? ¿Eh, Davo? Dime por qué hiciste todo eso si solo era...
algo
—imitó la forma en que él lo había dicho—. ¡Dime, venga! —Andrea gritaba sin importarle que Emilio pudiera oírla—. ¡Dime para qué has ido al Open esta noche si no creías nada de lo que descubrió Aarón!

Tras el grito, Andrea separó el móvil de su cara y dejó caer el brazo con el que lo sujetaba. Se tapó la boca con la mano. Tardó unos segundos en volver a llevárselo a la oreja.

—... cosa que me hubieras pedido —decía David.

—¿Cómo?

—Que por ti habría hecho cualquier cosa que me hubieras pedido —repitió—. Por eso hice las llamadas a su casa. Tú me lo pediste. Era lo que tú querías que hiciera, joder. ¿Que sentí algo especial cuando vi a ese niño en la televisión? Vale, pero porque lo vi justo después de lo que me habías contado, de ver lo chunga que estabas... —Se detuvo un instante y midió las siguientes palabras—. De repente todo estaba lleno de mensajes ocultos y números malditos.

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