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Authors: Paul Pen

14 de agosto de 2009

Víctima: el niño

Sonrió consciente del error de cálculo. Todo iba a ocurrir un mes más tarde. O quizá ni siquiera ocurriría.

—No si consigo acabar con el asesino esta noche y toda esta locura deja de tener sentido.

Lanzó el bolígrafo sobre la mesa con un gesto triunfal, y este se deslizó sobre su superficie hasta chocar con la piedra del lago. La que él había recogido del fondo para regalársela a Andrea la noche en que todo empezó. La que ella le había devuelto diez años después, el día de la ruptura, hacía un mes. Aarón sintió el corazón acelerarse. Un mes de vida sin Andrea era mucho más de lo que quería estar sin ella. Ahora lo veía claro. No se estaba perdiendo nada. Porque no existía nada más allá de ella. «Puedes devolvérmela cuando quieras», había dicho Andrea antes de dejar la piedra sobre el salpicadero del coche. Aarón la cogió ahora y se la metió en el bolsillo. Podría devolvérsela esta misma noche.

Colocó las manos a cada lado del marco de la ventana. Debajo, el césped brillaba con un verde que solo existía en los jardines mejor cuidados de las urbanizaciones más adineradas de Arenas.

—Puedes hacerlo —se convenció.

«Venga, tío, pero si es un primero», había dicho David una noche. La misma que saltaron desnudos y corrieron hasta la piscina. Así acababan a veces las noches que empezaban con un par de cervezas. Apoyó el pie izquierdo en la mesa y se impulsó para colocar el derecho sobre el alféizar. La fuerza del movimiento hizo que varios de los papeles cayeran al suelo. Con los dos pies en la ventana, giró sobre sí mismo y se quedó mirando el interior del apartamento. Se fue agachando hasta que pudo agarrarse del alféizar con ambas manos. Apoyó los pies en la pared exterior para ir descendiendo hasta que se quedó colgando.

Aarón cerró los ojos, soltó las manos. Sintió un leve dolor en el tobillo cuando empezó a caminar en dirección a casa de Héctor Mirabal.

Capítulo 22

AARÓN

Lunes, 12 de junio de 2000

—Aarón.

Una mano le golpeó la cara. Algo se le clavó en la espalda.

—Aarón, despierta.

Una sensación de humedad descendió por su barbilla cuando unos dedos le agarraron el mentón y le sacudieron la cabeza. La cosa en la espalda empezaba a doler de verdad. ¿Qué era? Entonces recordó. Era la esquina del marco de la puerta de la casa de Héctor Mirabal.

—¿Héctor?

Aarón pronunció el nombre aún en sueños, moviendo la lengua desde algún lugar lleno de sombras, un mundo formado por dos únicas dimensiones, la del líquido en la barbilla y la del punzón en la columna. La palabra se había convertido en una pregunta de la que Héctor solo escuchó las últimas letras.

—¡Héctor! —repitió, gritando esta vez. Aarón abrió los ojos de golpe, despierto del todo en un segundo. El ladrillo afilado de la esquina en la que se había sentado a esperar le raspó un costado. Con el dorso de la mano se secó los restos de baba que se le escapaban por un lado de la boca. Parpadeó hasta que pudo enfocar la figura de Héctor.

Apostado de cuclillas frente a él, sujetaba con una mano la gorra de su uniforme entre las piernas, el antebrazo apoyado sobre una de las rodillas en una pose tan oficial como amistosa. La otra mano la sentía Aarón sobre la cara. Estaba caliente. Detrás de la silueta, el cielo era negro y volvía a ser de noche. Unos gemidos agudos comenzaron a escucharse al otro lado de la puerta.

—Tío, ¿estás bien?

Aarón miró a ambos lados, situó la realidad en su sitio e impulsó su cuerpo para recoger las piernas. Las cruzó frente a sí antes de frotarse la cara con fuerza.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Héctor.

—¿Me he quedado dormido?

—Dímelo tú.

Héctor se puso de pie con un movimiento ágil. Aarón se quedó mirando las botas del uniforme. La mano gruesa apareció esta vez extendida frente a su cara. Agarró el brazo tendido un poco más abajo del codo, por el mismo lugar en que se cerraba la mano de Héctor sobre el suyo. Tiraron en direcciones opuestas. Tras ponerse de pie, Aarón cerró los ojos unos segundos para hacer frente al mareo repentino. Dentro de la casa, unas garras arañaban la puerta.

—Vine a buscarte esta mañana —empezó a explicar Aarón—. Imaginé... imaginé que estarías de servicio, así que me senté a esperarte. Me he debido de quedar dormido. Normal, si es que anoche no dormí nada.

Héctor extendió los dedos meñique y pulgar de una mano, se los llevó a la oreja y abrió los ojos en un gesto de interrogación.

—Me dejé el móvil en casa. Tuve que salir... —dudó un instante—, corriendo.

—Por lo de mi hermano, ¿no? —Héctor sacó un montón de llaves de uno de los bolsillos apartando primero la porra.

—¿Lo de Davo? —preguntó Aarón para hacer tiempo, cuando el tiempo lo habría necesitado para no hacer esa pregunta.

—Claro que tú no lo sabes. —Sacudió la cabeza y miró al suelo—. Como llevas una semana sin llamarme...

Con ayuda del pie, Héctor empujó la puerta de su casa. El hocico de
Fido
apareció primero, luego el perro saltó eufórico entre las piernas de su dueño. Aarón no supo qué responder hasta que algún resorte escondido saltó en su cabeza.

—¡Lo de Davo! —Quiso disimular la excitación, pero sonó como el concursante que recuerda la respuesta correcta en el último segundo—. A eso te refieres. ¿Es eso? Está mejor. Ya lo sé. Me lo dijo Drea esta mañana. Por eso... —la mentira se escapó de entre sus labios antes de poder contenerla—, por eso he venido.

Por eso te estaba esperando.

Señaló con la mano el lugar del suelo donde había estado sentado. Ante sus ojos apareció una imagen de sí mismo esa mañana, llamando al timbre hasta que pensó que se quemaría, hasta que oyó a sus espaldas abrirse la ventana del chalé vecino y a
Fido
quedarse afónico al otro lado de la puerta. Recordó haberse sentado abrazando sus rodillas, balanceándose. Recordó haber apoyado la cabeza en la pared solo un segundo.

—Por eso estoy aquí —repitió, y empujó la puerta, ya dentro, para dejar de ver el ladrillo que le había raspado la espalda.

Héctor había encendido un montón de luces en un tiempo récord mientras
Fido
bailaba de un lado a otro con las orejas dobladas señalando siempre al frente en su errático camino. También encendió un viejo ventilador de pie, que comenzó a girar con el quejido de una de sus aspas. Héctor se desabotonó la camisa del uniforme con una sola mano. Se la quitó y la colgó en el respaldo de una butaca blanca. Aarón pudo apreciar gotas de sudor entre el vello que cubría su pecho.

—¡Qué calor, joder! —Agitó los brazos como si fuera a volar—. ¿Te lo dijo ella? Pensé que Drea y tú... ya sabes. Pero no tendrías que haberme esperado, macho. Si allí todo mundo está deseando verte. A mí me llamaron esta mañana. Tenía que trabajar esta noche hasta las once, pero no tenía la cabeza para nada. Tío, llegué a pensar que no se iba a despertar nunca. El jefe me acaba de dar permiso para irme. Dice que no va a pasar nada por dejar a Carlos sin compañía dos horas.

Terminó de desatarse los cordones y dejó caer ambas botas en el suelo.
Fido
metió el hocico en una de ellas. Héctor sonreía en momentos imprevisibles a medida que hablaba. Ya descalzo, se acercó a Aarón y le agarró por los hombros.

—Y tú, macho, ¿qué? Me tenías preocupado. Tantos días sin saber de ti. Te he llamado alguna vez. Sigues jodido, ¿no? No se lo tengas en cuenta, si mi madre te dice algo esta noche. —Le golpeó el hombro derecho como si estuvieran charlando en el vestuario tras haber ganado un partido—. Le cuesta entender que no hayas ido a verle. Pero se acabó. Lo importante es que mi hermano está bien.

Le abrazó con fuerza y soltó el aire muy cerca de su oreja. Aarón notó la cálida humedad de todo su cuerpo y cómo el filo de la hebilla del cinturón se le clavaba a la altura del ombligo.

El cinturón
, pensó.

—Joder, qué susto, tío —continuó—. Todavía no me lo puedo creer. Creo que desde la llamada de aquel tipo del Open no había respirado a gusto hasta hoy.

Héctor se separó de él y regresó al lado de la butaca blanca. Se desabrochó el cinturón. Lo colocó sobre el asiento, junto a la gorra. Dejó caer los pantalones y saltó por encima de ellos.

—Mi mujer me va a matar cuando vea este lío, macho. Aunque, qué más da, hoy todo da igual —dijo, sonriendo—. Bueno, me visto en un segundo y nos vamos.

Héctor se lanzó escaleras arriba de su chalé adosado, y Aarón lo recordó cuando era un adolescente que les perseguía a él y David por las escaleras de la casa familiar de los Mirabal para darles una paliza por espiarle mientras se besaba en el sótano con Patricia o con Alicia, o con las dos, aquella otra vez.

El perro salió disparado tras él.

—¡Yo... yo tengo que ir antes a la farmacia! —gritó Aarón un minuto después al hueco de la escalera—. ¡Tengo que arreglar unas cosas con mi jefe!

Aarón intuyó el movimiento de Héctor por el sonido de sus pasos.

—¿Oye? ¡Que tengo que ir a la farmacia a hablar con mi jefe!-repitió.

—¡Venga, tío, pues te veo allí ahora! —exclamó Héctor, su voz proyectada desde arriba.

Bien
, pensó Aarón.
Tiene que ser ahora.

Abría y cerraba las manos a ambos lados de su cuerpo sin darse cuenta. Se secó las palmas en el pantalón antes de acercarse a la butaca blanca. Dio un pequeño salto cuando se percató de que estaba pisando el pantalón del uniforme de Héctor. Se echó el pelo hacia atrás y se repasó la comisura de los labios con dos dedos.

Tienes que hacerlo ahora.

El movimiento fue rápido.

El ruido metálico quedó ensordecido por el del aspa quejumbrosa del ventilador.

—Pues vaya putada lo de la farmacia, macho —dijo Héctor mientras bajaba la escalera—, debiste pedir una baja por depresión o algo así. Pero, tío, ¿para qué me has estado esperando entonces? —añadió mientras metía la cabeza por el cuello de una camiseta.

Con ella sobre los hombros, miró a un lado y a otro del salón.

Aarón no estaba junto a la butaca blanca.

Ni al lado de la puerta.

Porque Aarón, en ese momento, corría hacia el Open igual que correría un niño que huyera de su padre para evitar que lo obligara a hacer algo que lo asustara. El tobillo le latía, dolorido, a cada paso. La primera vez que paró para recuperar el aliento, encorvado y agarrándose las rodillas, sacó el revólver de debajo de su camiseta y lo sujetó con la mano izquierda.

«Tienes casi un kilo en la mano», le había explicado Héctor aquel invierno, cuando le admitieron en el cuerpo de Policía Local de Arenas para orgullo de su padre. «Es uno del 38. Nos hacen llevar el primer orificio del tambor sin munición, nos han dicho que así nos da tiempo de contar hasta cinco antes de disparar. Al fin y al cabo esto es Arenas, aquí nunca pasa nada. Eh, macho, aviso a mi hermano y vamos a tirar a unas latas, ¿qué dices?» Aarón soltó una carcajada a la asfixiante noche arénense cuando recordó la frase de Héctor que terminó por convencerle: «Venga, tío, que tienes quince años, disfrútalos. ¿Cuándo vas a tener otra oportunidad para probarla? ¿Para qué vas a necesitar tú disparar un arma en tu vida?».

Mucho tiempo después de aquello, mientras respiraba con fuerza en un callejón vacío, Aarón miró el revólver. Lo dirigió al cielo y apretó el gatillo. El tambor avanzó una posición. El eco le devolvió su carcajada, distorsionada.

El asfalto se tiñó de amarillo, azul o violeta al reflejar la luz del letrero de neón que decía Open en la tienda del americano. Aarón avanzó con paso lento pero decidido, los brazos extendidos a los lados sin balancearlos apenas. Olió la gasolina. Una brisa cálida recorrió su piel.

A cada paso sentía el frío del metal sobre la tripa.

Un coche pitó tras él para que se quitara de en medio. Estacionó en paralelo a uno de los surtidores de gasolina.

—Está muerto de sed —dijo el hombre que conducía; luego, sacó la lengua y jadeó como un perro.

—¿Puedo darle yo de beber? —le preguntó su hijo.

—Claro, pero con cuidado. Como te manches el pantalón que te acaba de regalar la abuela...

El niño salió del coche y tiró de la manguera. Accionó el mecanismo antes de terminar de colocar el surtidor en el interior del depósito. Cuatro gotas cayeron sobre el pantalón, y cuatro círculos de color marrón oscuro aparecieron en el tejido en una de las piernas.

—Toma, mejor ve pagando —le dijo su padre.

Aarón se detuvo frente a las puertas de la tienda. Permaneció quieto unos segundos antes de dar el paso definitivo. Cuando lo dio, las puertas se abrieron frente a él con un crujido plástico. El aire frío que salió del interior le hizo contraer el estómago. El cañón de la pistola se le clavó en la ingle.

Esto no se puede evitar
, se dijo.

Nada más entrar, examinó con la mirada cada rincón de la tienda. Reconoció al señor Palmer tras el mostrador, de espaldas, su cabeza rodeada de pelo blanco. Estaba atento al televisor, el volumen al máximo. Reconoció también a uno de los hermanos Moreno, que leía una revista de motor, de pie junto a la sección de prensa. Aarón lo identificó como el menor de los tres, Jesús Moreno, al que sus hermanos habían echado de la empresa de piscinas hacía poco; todo el pueblo se había enterado de eso. Con dos hijos adolescentes y en la ruina.

El vello de los brazos de Aarón se erizó. Se los frotó con fuerza, como si tuviera frío. Aún sin avanzar, parado en la entrada, vio a una tercera persona.

Ya somos cuatro.

Era un chico con gorra. Llevaba la visera hacia delante y estudiaba con detenimiento una de las estanterías del segundo pasillo. La estantería de las cervezas. Se golpeaba la pierna derecha con una mano, marcando el ritmo de alguna canción en su cabeza. Parecía encontrarse en un estado de máxima concentración por la forma en que se pellizcaba el labio inferior. La canción debió de llegar a un apoteósico final porque el joven tocó una batería imaginaria sobre las latas y culminó con un punteo en su guitarra invisible.

Aarón se llevó la mano a la bragueta para sentir el bulto de la pistola.

El chico de la gorra se percató del movimiento y le miró. Sus ojos eran de un marrón tan claro que parecía ámbar. Aarón fingió rascarse la entrepierna. El guitarrista cogió una lata de Heineken y la giró en busca de la graduación alcohólica. Quería estar seguro de llevarse la marca que tuviera la mayor.

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