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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (11 page)

—Soy reportero del
Charlotte Observer
—se apresuró a decir Brazil con orgullo—. Escribo un artículo sobre una mujer que jugó en su equipo masculino hace mucho tiempo.

A Wagon quizá se le borraban un montón de archivos últimamente, pero no olvidaría nunca a Virginia West. En aquellos tiempos, el instituto no tenía equipo femenino y Virginia era demasiado buena como para no aprovecharla. Menuda la que se armó. Al principio el estado no había querido ni oír hablar del asunto, y aquello la había mantenido fuera del equipo durante su primer año, mientras Wagon batallaba por ella contra el sistema. El segundo año, West fue la tercera raqueta, con el saque plano más duro que Wagon vería en una chica en toda su vida, y un revés cortado como un golpe de kárate. Todos los chicos se enamoraban de ella e intentaban atizarle con la pelota cada vez que podían.

Durante los tres años en que jugó a tenis para el entrenador Wagon, Virginia no perdió nunca un partido, ni en individuales ni en dobles. Habían aparecido varias reseñas sobre ella en el
Shelby Star
y en el
Observer,
cuando pasó con brillantez las eliminatorias previas y la fase regional. La chica había alcanzado los cuartos de final del campeonato del estado hasta que Hap Core la barrió de la pista, poniendo fin a su carrera como atleta masculino. Brazil encontró los artículos en microfilme cuando regresó al periódico. Como un poseso, repasó más historias mientras tomaba abundantes notas.

La pervertida también estaba poseída pero, salvo este rasgo, no había más parecidos entre su perfil y el de Brazil. La pervertida se revolvía en su silla en el cuarto a oscuras de la pequeña casa en la que vivía a solas, en Dilworth, no lejos de donde habitaba Virginia West. No se conocían. La pervertida estaba en una butaca de vinilo marrón con el reposapiés levantado, tenía las bragas bajadas y jadeaba. No había información acerca de ella pero el FBI habría elaborado su perfil como el de una mujer blanca entre los cuarenta y los setenta años, pues no se conocía que el impulso sexual de la mujer desarrollara problemas de transmisión tan pronto como el del varón. De hecho, los analistas habían señalado que las mujeres sentían un sobreimpulso por la misma época, más o menos, en que se quedaban sin estrógenos.

Ésa era la razón de que el agente especial Gil Bird, en Quantico, ocupado en trabajar en los asesinatos en serie de Charlotte, hubiese calculado la edad de la pervertida entre los cuarenta y cincuenta años, con un reloj biológico que era un dolor fantasma del tiempo y que sólo hacía tictac en su imaginación. Sus puntos eran simplemente eso, el final de una frase, una coda. No era que quisiera de verdad a Brazil. Sólo creía que sí. Su lujuria era mucho más complicada. Bird habría ofrecido un posible escenario que podría haberla explicado, de haber sido invitado oficialmente al caso.

El agente especial Bird habría formulado con precisión la hipótesis de que era hora de cobrarse las deudas. Durante todos aquellos años, la pervertida había sido marginada; no había contado para la sociedad local, no había sido adorada ni querida. De joven había trabajado en la cafetería de Gardner Webb, donde los jugadores de baloncesto, en especial Ernie Presley, siempre protestaban y la mortificaban, como si estuviera tan baja en la cadena alimenticia como los huevos fritos grasientos con sémola que le pedían. Andy Brazil la habría tratado de la misma manera, exactamente. No tenía que conocerlo para estar segura de ello. A aquellas alturas de su frustrada vida, prefería joderlo a su manera y en el momento en que a ella le conviniera.

Las cortinas estaban corridas, la televisión a poco volumen, y pasaban una película antigua de Spencer Tracy y Katharine Hepburn. La pervertida se quedó sin aliento en sus cuchicheos por teléfono, apurando el aire de los pulmones para decir, muy despacio:

—Te vi conduciendo. Cambiando de marchas. Arriba y abajo, a toda velocidad…

El poder que tenía sobre él era lo más excitante que la mujer había conocido en su nula existencia. Cuando pensaba en la humillación por la que él estaría pasando, no podía contenerse. Lo controlaba tan completamente como a un pez en un acuario, a un perro o a un coche. Su corazón era un redoble de tambor mientras escuchaba el confuso silencio al otro lado de la línea, y Hepburn entraba en el dormitorio con una bata de satén. Qué huesos tan increíbles. La pervertida la odiaba y habría cambiado de canal, pero no tenía manos libres para hacerlo.

—Vete a la mierda. —La voz de Brazil la recompensó con su presencia—. Tienes mi permiso.

La pervertida no necesitaba permisos.

Packer repasó el último y magistral artículo de Brazil.

—¡Magnífico trabajo! —Packer estaba extasiado con cada frase—. ¡Espléndido! ¡Me encanta!

El redactor jefe se levantó de una silla que había acercado. Se metió los faldones de la camisa blanca en el pantalón, moviendo la mano en torno a la cintura como si fuera una marioneta. Llevaba una corbata a rayas rojas y negras de lo más hortera.

—Dale curso. Esto va en primera —dijo Packer.

—¿Cuándo? —Brazil estaba encantado, porque nunca había aparecido nada suyo en una primera página.

—Mañana —le anunció Packer.

Esa noche Brazil cubrió su primer accidente de tráfico. Iba de uniforme, con el bloc de notas en la mano y los formularios pertinentes preparados. Aquello era mucho más complicado de lo que una persona normal habría supuesto, incluso si los daños no eran denunciables o menores de quinientos dólares. Al parecer, una mujer con un Toyota Camry viajaba por Queens Road mientras un hombre con un Honda Prelude venía también por Queens Road, en ese infortunado punto de la ciudad donde se cruzaban dos calles con el mismo nombre.

La pervertida estaba cerca en su Aerovan, al acecho y pendiente de la emisora policial y de la voz de Brazil que surgía de ella. La mujer estaba preparando también su accidente mientras el joven policía hacía señales y gesticulaba, vestido de azul marino y acero reluciente. Observó a su presa mientras pasaba junto a las luces centelleantes que bañaban de anaranjado la calzada en la oscuridad de la noche. Cruzó Queens y continuó por Queens en dirección oeste.

Que las calles tuvieran el mismo nombre podía atribuirse al rápido crecimiento hormonal, y era parecido a poner a un hijo el nombre de uno sin tener en cuenta el sexo o el aspecto práctico o si los tres primeros llevaban el mismo, como en el caso de George Foreman y en el suyo propio. Queens y Queens, Providence y Providence, Sardis y Sardis, y la lista seguía. Myra Purvis no se había aclarado nunca. Sólo sabía que para visitar a su hermano tenía que tomar por Queens Road West y dar la vuelta en Queens Road East y luego seguir Queens Road hasta el hospital de Ortopedia.

Hacía este recorrido en su Camry cuando llegó a la zona que tanto detestaba, en las cercanías de Edgehill Park, donde ya era oscuro porque el día ya no resultaba provechoso. La señora Purvis era la encargada del restaurante mexicano La Pez, en Fenton Place. Acababa de salir del trabajo aquel atareado sábado por la noche y estaba cansada. Nada de eso era culpa suya cuando Queens se cruzó con Queens y el Prelude gris, difícil de distinguir, chocó con ella.

—¿No ha visto esa señal de stop, señora? —El joven agente señaló la señal.

Myra Purvis había llegado a su límite. Había cumplido los setenta el febrero anterior y ya no tenía por qué soportar aquel trato.

—¿Está en braille? —replicó mordaz a aquel mequetrefe de azul con un torbellino blanco en los brazos que le recordaba un producto que antes utilizaba para fregar el suelo de la cocina. ¿Cómo se llamaba? ¿El Genio de la Botella? No. Ay, Señor, aquello le sucedía tantas veces…

—Quiero ir al hospital. Me duele el cuello —se quejaba el hombre del Honda.

—Miente como un bellaco —aseguró la señora Purvis al policía, sorprendida de que no llevase más armas que un silbato. ¿Y si se veía envuelto en un tiroteo?

La jefa ayudante West no solía salir de patrulla para comprobar de cerca cómo actuaban sus subordinados, pero aquella noche se había sentido de humor para hacerlo. Recorrió las calles oscuras y en mal estado de David One, pendiente de la voz de Brazil por la emisora policial del coche.

—Un sujeto requiere transporte al centro médico Carolinas —decía Brazil.

West lo vio desde lejos, desde el observatorio de su coche azul medianoche, pero el joven estaba demasiado ocupado en rellenar el informe como para advertir su presencia. La mujer dejó atrás el cruce mientras él, concentrado, hablaba con los conductores de unos coches apenas dañados. Las luces de aviso languidecían junto a la calzada y sus destellos palpitaban en silencio. Con los pulsos rojos y azules, Brazil tenía un rostro espectral. Sonreía, y al parecer ayudaba a una anciana que conducía un Camry. Lo vio coger el micrófono y hablar por él.

Marcó «fin de servicio» y se dirigió al periódico. Brazil tenía un rito que poca gente conocía y se dedicó a él después de redactar apresuradamente un pequeño artículo sobre los peculiares problemas de tráfico de Charlotte. Tomó la escalera mecánica y subió los peldaños móviles de tres en tres. Hacía muchos meses que los trabajadores de talleres se habían acostumbrado a verlo y no le prestaban atención cuando aparecía en su zona restringida de enorme maquinaria y ruido ensordecedor. A Brazil le gustaba ver cómo doscientas toneladas de papel volaban por las cintas transportadoras camino de las máquinas plegadoras y eran distribuidas en paquetes y enviadas a los muelles de carga, con su firma en cada ejemplar.

Vestido de uniforme, Brazil contempló la actividad sin una palabra, abrumado por la fuerza de todo ello. Estaba acostumbrado a trabajos académicos que llevaban meses de preparación y que eran leídos por una sola persona, quizá. Ahora escribía algo en días o incluso en minutos, y millones de personas seguían cada palabra. No acababa de entenderlo. Deambuló por la instalación evitando las partes móviles, la tinta húmeda y los carriles con los que podía tropezar, mientras el rugido llenaba sus oídos como un vínculo entre aquella sexta noche y el séptimo día de la creación de su carrera.

La mañana siguiente, domingo, amaneció muy fría y con una ligera llovizna. West estaba construyendo una valla de madera bastante alta en torno a su jardín de Elmhurst Road, en el viejo barrio de Dilworth. La casa era de ladrillo con adornos de madera blanca, y la mujer llevaba reparándola desde que la había comprado. Entre los trabajos se incluía su proyecto más reciente y ambicioso, inspirado en parte por la gente que pasaba en coche procedente de South Boulevard y que arrojaba botellas de cerveza y otros desperdicios a su jardín.

West martilleaba, empapada, con el cinturón de herramientas puesto. Sostenía los clavos en la boca y descargaba su bilis cuando Denny Raines, un sanitario de unidad móvil fuera de servicio, abrió la nueva verja y se coló en el jardín. Venía silbando, llevaba vaqueros y era un tipo grande y atractivo que no resultaba un desconocido para la industriosa mujer. Ésta no le prestó atención mientras medía con cuidado un espacio entre dos tablones.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres retentiva anal? —le preguntó el recién llegado.

Ella descargó un martillazo, lo cual recordó al hombre lo que le habría gustado hacerle la primera vez que se habían encontrado, en una escena del crimen, cuando él sólo pudo suponer que la habían hecho acudir desde su casa porque estaba a cargo de las investigaciones y la víctima era un comerciante con una extraña pintura anaranjada sobre sus partes y varias balas en la cabeza. Raines echó un vistazo a la mujer con galones y allí terminó su ensoñación. Ella continuó martilleando bajo la lluvia, comiendo clavos.

—Iba a proponerte un desayuno-almuerzo… —dijo Raines—. ¿Qué te parece Chili's?

El hombre se acercó por detrás y la rodeó con sus brazos. La besó en el cuello y lo encontró mojado y un poco salado. Ella siguió martilleando impertérrita, sin quitarse los clavos de la boca. Él se dio por vencido y se apoyó en la valla que estaba construyendo; se cruzó de brazos y la observó mientras el agua resbalaba por la visera de su gorra de béisbol de los Panthers.

—Supongo que has visto el periódico… —comentó.

Ella no tenía comentarios que hacer. Midió otro espacio entre los tablones.

—Eso significa que sí —continuó Raines—. Ahora conozco a una celebridad. Aquí delante. Así de grande en primera página. —Hizo un gesto exagerado con las manos, como si el periódico matutino con el artículo sobre West midiese tres metros—. Y más de media plana, además —continuó—. Una buena historia. Estoy impresionado.

West midió distancias y martilleó.

—La verdad es que me he enterado de cosas que ni siquiera yo sabía. Como eso del instituto de Shelby. Eso de que jugabas en el equipo de tenis masculino del entrenador Wagon, de que nunca perdías un partido. ¿Qué me dices de todo eso?

Raines estaba más encantado que nunca con ella. La devoraba con los ojos y no le costaba diez centavos el minuto. West se dio cuenta y se sintió violenta mientras notaba el sabor a metal en la boca y continuaba golpeando con el martillo.

—¿Tienes idea de cómo se pone un tío cuando ve a una mujer guapa con un cinturón de herramientas? —Raines había llegado por fin a su fetiche—. Es como cuando montamos una escena y te pones ese jodido uniforme. Entonces me pongo a pensar cosas que no debería, en gente que muere desangrada. Ahora mismo te tengo unas ganas que reventaría los pantalones.

Ella sacó un clavo de entre los dientes y lo miró a él y a sus pantalones. Seguidamente, se colgó el martillo por dentro del cinturón con gesto de que ése sería el único instrumento que tendría un contacto tan íntimo con ella aquel día. Todos los domingos sin excepción tomaban un desayuno-almuerzo, bebían unos cócteles, veían la televisión en la cama de ella, y de lo único que él hablaba era de las llamadas que había atendido durante el fin de semana, como si West no tuviera suficiente con la sangre y la desgracia que veía en su vida. Era un buen amante, pero aburrido.

—Vete por ahí a rescatar a alguien y déjame en paz —le sugirió.

La sonrisa y la actitud juguetona desaparecieron de Raines con la cortina de agua que caía del cielo.

—Pero ¿qué cojones he hecho? —se lamentó.

6

West se quedó fuera, a solas bajo la lluvia, y continuó martilleando, tomando medidas y levantando la valla como si fuera un símbolo de lo que le inspiraba la gente y la vida. Cuando la verja se abrió y cerró de nuevo, a las tres de la tarde, supuso que Raines venía a hacer un nuevo intento. Remachó otro clavo en la madera y lamentó la forma en que lo había tratado. En realidad, él no le quería ningún mal y no tenía ninguna culpa de su estado de ánimo.

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