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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (7 page)

Ella Joneston había sabido desde siempre que la muerte se producía cuando se rompía el corazón. El suyo había estado a punto de hacerlo muchas veces, desde que tenía doce años y los chicos de los bloques de viviendas la echaban al suelo apenas terminaba de lavarse el pelo. Los chicos hacían cosas que ella nunca explicaría, y Ella volvía a casa y se limpiaba las trenzas de tierra y de pedazos de hojarasca y se quitaba la suciedad y nadie le pedía explicaciones. La mujer policía era dulce y había alguien más que la ayudaba, un joven de paisano, de aspecto atildado y rostro aniñado. La mujer lo tomó por detective. Los agentes la cogieron por los brazos como si se dirigiera a la fiesta del domingo de Pascua ataviada con ropas finas.

—¿Por qué anda por ahí bebiendo de esta manera?

La mujer de uniforme hablaba en serio pero no era peligrosa. La anciana no estaba segura de dónde era «por ahí». No tenía manera de desplazarse, de modo que no podía estar lejos de su piso de Earle Village, donde aquella tarde se hallaba sentada ante el televisor cuando sonó el teléfono. Era su hija, con la terrible noticia de que Efrim, el nieto de catorce años de Ella, estaba en el hospital. Efrim había recibido varios disparos aquella mañana. Todo el mundo suponía que los médicos blancos habían hecho todo lo que habían podido, pero Efrim siempre había sido muy terco. El recuerdo hizo que le saltaran nuevas lágrimas cálidas de los ojos.

La anciana contó toda la historia a la mujer policía y al detective mientras la introducían en la parte de atrás de un coche patrulla con una pantalla de separación para asegurarse de que no le haría daño a nadie. Ella Joneston relató toda la corta existencia de Efrim, remontándose a cuando lo había cogido en brazos después de que Lorna diera a luz. Siempre había sido problemático, como su padre. Había empezado a bailar con apenas dos añitos y acostumbraba hacer grandes actuaciones bajo la luz de las farolas, con aquellos otros muchachos y todo su dinero.

—Voy a ponerle el cinturón de seguridad, jefa —apuntó el detective rubio. Pasó el cinturón sobre ella y captó un aroma a manzanas y a especias.

La anciana apestaba a bebida y a rancia suciedad y provocó más imágenes en Brazil, a quien le temblaban ligeramente las manos. Las notaba más torpes de lo habitual. No entendía nada de lo que la mujer murmuraba, mascullaba y balbucía entre sollozos, y cada vez que la vieja respiraba, su aliento apestaba como un contenedor de basura en verano. West no colaboraba en nada; desde cierta distancia, observaba y dejaba para Brazil todo el trabajo sucio. Él rozó con los dedos el cuello de la vieja y le sorprendió lo suave y cálido que era.

—No le va a pasar nada —le dijo. Y continuó repitiendo aquello, que no podía ser cierto en absoluto.

West no era ingenua. Sabía que Patrullas era un problema. ¿Cómo podía no serlo si estaba al mando el jefe ayudante Goode? Que los agentes de a pie fueran un poco duros o, simplemente, poco profesionales no resultaba una sorpresa, pero West no lo soportaba. Se acercó a los dos patrulleros, ambos mayores y desmotivados en su trabajo. Se plantó ante la cara de Smith y recordó cuando era sargento y tenía que soportar a inútiles como aquél. Por lo que a ella concernía el agente estaba tan bajo en la cadena alimentaria que no habría juntado con él una piara de cerdos.

—¡No quiero ver ni oír nada parecido nunca más! —dijo en un tono de voz grave que a Brazil le resultó atemorizador.

West estaba lo bastante cerca de la cara de Smith como para ver un principio de barba que parecía arena, y una tormenta de fuego de vasos sanguíneos reventados a consecuencia de lo que el hombre hacía cuando no estaba en su coche patrulla.

—Estamos aquí para ayudar, no para maltratar, ¿lo ha olvidado? —masculló West—. Y eso va para usted también —advirtió a su compañero.

Ninguno de los dos agentes tenía idea de quién era el chico que iba en el coche con la jefa ayudante aquella noche y, sentados en el coche patrulla con el avispero en las puertas, observaron cómo se marchaba en el Crown Victoria azul medianoche. La detenida, en el asiento trasero, roncaba suavemente.

—Quizá la jefa ayudante virgen ha encontrado novio por fin —comentó Smith mientras quitaba el envoltorio de dos chicles.

—Pues cuando se canse de juerga con jovencitos —dijo el otro agente—, yo le enseñaré lo que se pierde con los veteranos.

Pusieron en marcha el coche entre carcajadas. Momentos después, la radio policial anunció más malas noticias.

—Beatties Ford Road, bloque 1300. Informan de una ambulancia tomada como rehén por un sujeto armado con un cuchillo.

—Me alegro de estar ocupado en otra llamada —dijo Smith, saboreando una bocanada de canela.

West tuvo la mala fortuna de que Jerome Swan no había pasado una velada agradable. Había empezado una hora antes de la puesta de sol en aquel ruinoso barrio de la ciudad. West no tenía motivos para conocer la taberna de la zona conocida como The Basin, junto a Tryon Street y muy cerca de la perrera municipal, hacia donde se dirigía desde hacía ya un buen rato. Así, cuando recibió la llamada, se vio atada de manos, realmente. Primero llegaron al lugar dos coches patrulla con identificación; luego lo hizo el capitán Jennings con su acompañante, Hugh Bledsoe, consejero de la Junta Municipal.

—¡Mierda! —exclamó West cuando llegaron al lugar del suceso.

Aparcó junto a la acera de la calle, estrecha y oscura.

—¿Ves a ese hombre de ahí, el que sale del coche, vestido con traje? ¿Sabes quién es?

Brazil alargó la mano hacia el tirador de la puerta, pero se lo pensó mejor.

—Sé perfectamente quién es —respondió—. El Gran Bledsoe.

West le dedicó una mirada de sorpresa. Era cierto que los policías le habían puesto un mote a su consejero municipal, pero no estaba segura de cómo lo había conocido Brazil.

—No llames la atención de nadie —le advirtió ella mientras abría la puerta de su lado—. Apártate de en medio. Y no toques nada.

La ambulancia tenía el motor en marcha y estaba aparcada en medio de la calle. Tenía la puerta de atrás abierta de par en par y la luz del interior bañaba la calzada, juntamente con los destellos azules y rojos de los vehículos policiales. Los hombres se habían congregado cerca de una de las ruedas traseras para establecer un plan. West rodeó el vehículo para evaluar el problema por su cuenta; Brazil iba pegado a sus talones, con unas ganas enormes de ponerse delante. En el interior de la ambulancia, lo más al fondo posible, estaba Swan; blandía unas tijeras quirúrgicas en la mano, y sus ojos eran dos globos inyectados en sangre que se llenaron de furia cuando la mujer policía de la camisa blanca apareció ante sus ojos.

Swan tenía contusiones en la cabeza y sangraba como consecuencia de la pelea en la que se había metido en la taberna, donde había estado jugando y bebiendo Night Train Express. Cuando lo habían llevado a la ambulancia se había producido uno de esos momentos en los que Swan decidía que realmente no tenía ganas de ir a ninguna parte en aquel momento. Cuando sucedía tal cosa Swan aprovechaba el terreno en el que estaba. En este caso, había agarrado el objeto peligroso más próximo y había amenazado a gritos a los enfermeros diciendo que tenía sida y que iba a cortarlos a todos. El equipo de la ambulancia había saltado del vehículo y había llamado a la policía. Todos los agentes que habían llegado eran hombres menos la de las tetas grandes, que lo miraba como si pudiera hacer algo.

West se percató claramente del problema. El individuo tenía sujeta la cerradura de la puerta lateral y la única manera de reducirlo era que alguien subiera a la ambulancia. Para eso no se requerían muchos planes. West rodeó el vehículo para tratar del asunto con los agentes reunidos junto a la misma rueda.

—Yo lo distraeré —dijo mientras Bledsoe la miraba como si no hubiese visto nunca a una mujer de uniforme—. En cuanto aparte la mano de la puerta, ustedes abren y lo cogen.

Se aproximó más a la puerta trasera de la ambulancia, hizo una mueca y agitó la mano ante los ojos.

—¿Quién ha usado sprays de pimienta? —preguntó.

—Ni siquiera eso lo detenía —le informó uno de los agentes.

West se encaramó al interior de la ambulancia y cogió una camilla de aluminio para utilizarla como escudo. Lo hizo con facilidad y movió los labios. A Swan no le gustó lo que le estaba diciendo, fuera lo que fuese. Tenía su mirada fija en la de ella, las venas del cuello hinchadas y una expresión y unos gestos desafiantes. West ya estaba medio dentro cuando él se abalanzó hacia ella. Al instante fue aspirado hacia atrás como si hubiera abierto la puerta de un avión. Brazil rodeó la ambulancia para ver la escena y encontró a Swan boca abajo en el suelo. Los hombres que habían participado en el plan lo estaban esposando. El consejero municipal Bledsoe lo observaba todo con las manos en los bolsillos. Sus ojos siguieron a West mientras ella volvía a su coche. Después contempló a Brazil.

—Ven aquí —le dijo Bledsoe.

Brazil lanzó una mirada furtiva a West, convencido de que ésta podía dejarlo allí solo, en mitad de aquella calle oscura y poco acogedora. Tenía muy presente que West le había ordenado no hablar con nadie.

—Tú eres el acompañante —comentó Bledsoe cuando se acercó.

—No sé si soy «el» acompañante, como usted dice —respondió.

Sólo intentaba ser modesto, pero el consejero se lo tomó a mal. Pensó que el joven era un presuntuoso.

—Supongo que la Supermujer ya te habrá proporcionado una buena historia, ¿no?

Con un gesto de cabeza, el consejero señaló a West, que estaba entrando en su coche.

Brazil empezó a sentir pánico.

—Tengo que irme —respondió.

Bledsoe llevaba perilla y le gustaba la brillantina en gel. Era ministro de la iglesia baptista de Jeremiah Avenue. Las luces destellantes de los coches patrulla se reflejaban en sus gafas mientras miraba a Brazil y se enjugaba el cuello con un pañuelo.

—Permíteme que te diga una cosa —continuó con aire empalagoso—. La ciudad de Charlotte no necesita gente que se presente aquí y se muestre insensible con la humanidad, la pobreza y el crimen. Ni siquiera ese hombre de ahí merece ser ridiculizado.

Los enfermeros se llevaban a Swan, aturdido. Hacía un momento estaba pendiente de sus asuntos en una bodega, y de pronto se encontraba entre unos desconocidos que se lo llevaban. Con un gesto de la mano, Bledsoe abarcó el perfil iluminado del centro de la ciudad, que se extendía, a lo lejos, erizado de torres y brillante como un reino.

—¿Por qué no escribes sobre eso? —dijo el consejero, como invitando a Brazil a tomar notas—. Fíjate en todo lo bueno, en los logros. Observa cómo hemos crecido. Nos han votado como la mejor ciudad del país para vivir, somos el tercer centro bancario de la nación y sabemos apreciar las bellas artes. La gente hace cola para trasladarse aquí. Pero no, claro que no… —Dio unas palmaditas en el hombro a Brazil—. Mañana por la mañana despertaré con otra historia deprimente de una ambulancia secuestrada por un hombre con un arma blanca. Las noticias tienden a causar miedo en el corazón de los ciudadanos.

West empezó a marcharse y Brazil echó a correr como si fuera a perder el autobús escolar. Bledsoe puso cara de sorpresa y de fastidio porque no había terminado de hablar, pero West sabía que no era ninguna casualidad que el concejal estuviera allí aquella noche, mientras Andy Brazil, el experimento en política comunitaria, rondaba las calles. Bledsoe sabría buscarse un hueco en la historia para impresionar a sus electores en aquel año de comicios con una exhibición de diligencia y de atención a lo que sucedía. Casi veía el titular: CONSEJERO MUNICIPAL ENCUENTRA TIEMPO PARA ACOMPAÑAR A UNA PATRULLA POLICIAL. Abrió la guantera y buscó una bolsa de caramelos.

Detuvo el coche para que Brazil subiera. El joven acababa de correr unos buenos cincuenta metros y ni siquiera jadeaba. Este tipo de recordatorios a West le producían deseos de fumar.

—Te había dicho que no hablaras con nadie —le dijo mientras reemprendía la marcha.

—¿Y qué quería que hiciera? —Brazil estaba indignado—. Usted se ha alejado sola, y Bledsoe ha venido a mi encuentro.

Pasaron ante más viviendas desvencijadas, la mayoría de ellas cerradas y tapiadas. Brazil contemplaba a West y pensaba en cómo la había llamado Bledsoe: «Supermujer.»

—Cometieron un error al ascenderla —comentó—. Lo que acaba de hacer ahí atrás ha sido estupendo.

West había estado magnífica en aquella situación, en efecto. Aprobar el examen de sargento había sido el primer paso hacia el trabajo burocrático y la corrección política. West estaba casi convencida de que si Hammer no hubiera aparecido en escena, habría podido aspirar a algo más.

—Cuénteme —añadió Brazil.

—¿Qué he de contarte? —replicó ella, expulsando una bocanada de humo.

—¿Qué le ha dicho? —quiso saber Brazil.

—¿Decirle? ¿A quién?

—Al tipo de la ambulancia.

—No puedo decírtelo.

—Usted le ha dicho algo que lo ha puesto fuera de sí, realmente —insistió Brazil.

—No. —West arrojó la ceniza por la ventanilla.

—¿Qué le ha dicho? —repitió él.

—No le he dicho nada.

—¡Claro que sí!

—Le he llamado marica —confesó finalmente—. Y eso no se puede poner en letra impresa.

—Tiene razón —concedió Brazil.

4

El perfil de los rascacielos del centro de la ciudad se alzaba enorme en torno a una terrible escena del crimen minutos después de las diez de la noche. La policía presente estaba tensa y sudorosa; las linternas barrían un aparcamiento detrás de un edificio abandonado y una zona invadida de zarzas donde había sido abandonado el Lincoln negro de alquiler. La puerta del conductor estaba abierta, los faros encendidos y el avisador interior emitía un débil zumbido que llegaba demasiado tarde. El detective Brewster había recibido la llamada en su casa y ya estaba junto al Lincoln, hablando por el teléfono móvil. Iba vestido con vaqueros y una gastada camisa Izod, y llevaba la placa, una pistola Smith & Wesson calibre 40 y unos cargadores de reserva sujetos al cinto.

—Parece que tenemos otro caso —dijo a su jefa provisional.

—¿Puedes darme un diez-trece? —respondió la voz de West por el teléfono.

—El diez-trece sigue despejado. —Brewster miró a su alrededor—. Pero no por mucho tiempo. ¿Cuál es su diez-veinte?

—Dilworth. Vamos hacia allá según el cuarenta y nueve. EOT diez-quince.

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