La camisa era su prenda favorita por los emblemas y demás parafernalia que llevaba. Introdujo los brazos por las mangas cortas y empezó a abrocharse ante el espejo, hasta la barbilla; luego se colocó la corbata y cogió la placa con el nombre y el silbato. Por fin colgó del recio cinturón negro de cuero la funda con la linterna y el buscapersonas, y dejó espacio para la radio que comprobaría en el LEC. Las botas blandas de alta tecnología no eran de cuero sin más, como las militares que había visto toda su vida, sino más parecidas al calzado deportivo de gama alta. Con ellas podía correr, si había necesidad… y él esperaba que así fuese. No llevaba gorra porque la jefa Hammer no creía en ellas.
Brazil se inspeccionó ante el espejo para asegurarse de que todo estaba perfecto. Se encaminó de vuelta al centro de la ciudad, con las ventanillas y el techo corredizo abiertos, y asomó el codo cada vez que tuvo ocasión para disfrutar de la reacción de los conductores que iban por el carril contiguo cuando veían la insignia del hombro. Todo el mundo aminoraba la marcha de repente. También le cedían el paso cuando el semáforo se ponía en verde. Alguien le preguntó una dirección. Otro tipo escupió con una mirada de resentimiento que Brazil no merecía, puesto que no le había hecho nada. Dos adolescentes a bordo de un camión empezaron a burlarse de él. Brazil se limitó a mirar al frente y a seguir conduciendo, como si nada de aquello fuera una novedad, como si hubiera sido policía toda su vida.
El LEC quedaba a unas calles del periódico y Brazil conocía el camino como si fuera el de su casa. Se detuvo en el aparcamiento para visitantes y dejó el coche en una plaza para la prensa, con el ángulo de siempre para que la gente no rozara las puertas. Se apeó del vehículo y recorrió unos pasillos encerados hasta el despacho del capitán, porque no tenía idea de dónde estaba la división de investigaciones ni de si podía presentarse allí sin pedir permiso. En la academia pasaba el tiempo en un aula, en la sala de radio o en la calle, aprendiendo a dirigir el tráfico y a auxiliar en accidentes no denunciables. Desconocía aquel complejo de cuatro plantas y se detuvo en un umbral, repentinamente indeciso con aquel uniforme que no contaba con pistola, porra, spray defensivo ni cualquier otra cosa de utilidad.
—Disculpen… —dijo para anunciarse.
El capitán de servicio, sentado tras su escritorio, era un hombre grande y viejo que estaba repasando páginas de fotos de detenidos con un sargento. Ninguno de los dos le prestó atención. Brazil observó durante unos instantes cómo el periodista Brent Webb, del Canal 3 de televisión, inclinado sobre las cestas de notas para la prensa, ojeaba informes y robaba lo que podía. Era asombroso. Brazil observó que aquel gilipollas guardaba los informes en su maletín de cremallera, donde ningún otro periodista de la ciudad pudiera verlos, como si para él resultara perfectamente normal engañar a Brazil o a cualquier otro periodista que quisiera difundir una noticia. Brazil miró a Webb, y a continuación al sargento y al capitán, a quienes no parecía importar que se cometiera un delito ante sus propias narices, a plena vista.
—Disculpen… —probó de nuevo, alzando la voz.
Entró en el despacho, envuelto en el rudo vacío de unos agentes que llevaban tanto tiempo enemistados con el periódico que ya no recordaban el motivo.
—Necesito encontrar el despacho de la jefe ayudante West.
Brazil no estaba dispuesto a que le prestasen tan poca atención.
El capitán de servicio levantó otra página plastificada de fotos de ficha policial, nada favorecedoras, y la puso bajo la luz. El sargento dio la espalda a Brazil. Webb dejó lo que estaba haciendo, con una sonrisa divertida, tal vez incluso burlona, mientras miraba de arriba abajo a Brazil y establecía una primera valoración de aquel tipo desconocido que se presentaba de punta en blanco. Brazil había visto a Webb en televisión lo suficiente como para reconocerlo en cualquier parte, y también había oído muchos comentarios acerca de él. Otros reporteros llamaban a Webb «el Primicias», por cosas como la que Brazil acababa de presenciar.
—¿Y qué te parece eso de hacer de voluntario?
Webb empleaba un tono condescendiente y no tenía remota idea de quién era Brazil.
—¿Por dónde se va a Investigaciones? —fue la réplica de éste, como una orden, con mirada penetrante.
Webb asintió.
—Arriba, por la escalera. No tiene pérdida.
Webb observó cómo iba vestido Brazil y se echó a reír, igual que el sargento y el capitán de servicio. Brazil se apropió del maletín del periodista de televisión y sacó un puñado de denuncias de delitos recién hurtadas. Las alisó y las ordenó. Después les echó una ojeada; se tomó su tiempo, mientras todo el mundo observaba y Webb se ponía rojo.
—Creo que a la jefa Hammer le gustaría ver al Primicias en acción.
Cuando Brazil se alejó, sus botas no hacían ruido.
Patrullas era la división más importante del Departamento de Policía de Charlotte, pero Investigaciones era la más traicionera, en opinión de Virginia West. Los ciudadanos seguían los robos, violaciones y homicidios con ojos temerosos. Se quejaban cuando los delincuentes violentos no eran arrancados de la calle inmediatamente, como si hubiera pasado el Ángel Exterminador. El teléfono de West no había dejado de sonar en todo el día.
El problema había empezado tres semanas atrás, cuando Jay Rule, empresario de Orlando, había llegado a la Ciudad de la Reina para una reunión del ramo textil. Horas después de que Rule dejara el aeropuerto en un Maxima de alquiler, se descubrió el coche, abandonado en un solar oscuro e invadido por las zarzas junto a South College Street, en el corazón del centro urbano. El avisador todavía resonaba dando cuenta de que la puerta del conductor estaba abierta y las luces conectadas. En el asiento de atrás había un maletín y una bolsa con equipo para pasar la noche. Ambos habían sido saqueados y faltaban el dinero en metálico, las joyas, el teléfono móvil, el buscapersonas, y nadie sabría con seguridad qué otros objetos.
Jay Rule, de treinta y tres años, había recibido cinco disparos en la cabeza con una pistola del calibre 45 cargada con una munición de cabeza hueca y alta velocidad, sumamente destructiva, llamada Silvertips. Su cuerpo había sido arrastrado cinco metros entre el kudzú; tenía los pantalones y los calzoncillos bajados hasta las rodillas, y la zona genital pintada con spray anaranjado brillante en forma de un gran reloj de arena. Nadie, ni siquiera el FBI, había visto nunca algo parecido. Y luego, a la semana siguiente, volvió a suceder.
El segundo homicidio se produjo a menos de dos manzanas del primero, junto a West Trade Street, detrás del Cadillac Grill, que no estaba abierto por las noches debido a la delincuencia. Jeff Calley, de cuarenta y dos años, era un ministro baptista procedente de Knoxville, Tennessee, que visitaba Charlotte. Su misión en la ciudad era muy sencilla: trasladar a su madre enferma a una casa de reposo llamada The Pines. Mientras se ocupaba de todo, se alojaría en el Hyatt. Pero no llegó a registrarse. A última hora de la noche, su Jetta de alquiler fue encontrado con la puerta del conductor abierta, el avisador en acción, el mismo
modus operandi…
La tercera semana, la pesadilla se repitió cuando Cary Luby, de cincuenta y dos años, llegó de visita desde Atlanta. West hablaba del caso por teléfono cuando Brazil apareció en la puerta. West no se percató de su presencia; estaba demasiado ocupada en examinar una larga serie de sangrientas fotografías de la escena del crimen mientras seguía discutiendo con un ayudante del fiscal del distrito.
—Eso no es verdad. No sé de dónde lo ha sacado. Le dispararon múltiples veces a la cabeza, con el arma en contacto. Una 45 cargada con Silvertips… Sí, sí, eso mismo. Todos a escasas manzanas de distancia. —Empezaba a mostrarse irritada—. ¡Pues claro que tengo gente encubierta allí! Putas y chulos callejeando por la zona. Lo que haga falta. ¿Qué creían ustedes?
Se cambió de mano el teléfono y se preguntó por qué se ponía pendientes. Le irritaba que alguien pudiera cuestionar su capacidad para hacer el trabajo. Consultó el reloj, repasó unas cuantas fotos más y se detuvo en una que mostraba claramente el reloj de arena pintado, que era más bien la figura de un ocho macizo anaranjado. La base estaba sobre los genitales, y la parte superior sobre el vientre. Era extraño. El ayudante del fiscal continuó haciendo preguntas sobre la escena del crimen, y la paciencia de West se fue deteriorando. Hasta aquel momento, el día había sido asqueroso.
—Como los demás —dijo en tono insistente—. Todo. Cartera, reloj, anillo de boda. —Hizo una pausa para escuchar—. No, no. Ni tarjetas de crédito ni nada con el nombre de la víctima… ¿Por qué? Pues porque el asesino es listo, por eso. —Exhaló un suspiro; empezaba a dolerle la cabeza—. A eso me refiero, John. Si fuera asunto de robo de coches, ¿por qué no se llevó su Thunderbird de alquiler? No se ha llevado ningún coche, fíjese.
Se volvió en la silla giratoria y estuvo a punto de soltar el teléfono cuando vio al joven policía voluntario que, plantado en el umbral del despacho, escribía todo lo deprisa que podía en un cuaderno de notas de reportero. El hijo de puta estaba husmeando en su despacho y tomaba nota de cada palabra confidencial que estaba pronunciando sobre los asesinatos más sensacionales y aterradores que había conocido la ciudad. Hasta el momento, los detalles más delicados habían sido ocultados a la prensa conforme la presión política se cernía sobre el caso, lo oscurecía y lo impregnaba.
—Tengo que irme —dijo West bruscamente.
Colgó el auricular con gesto enérgico y dejó sin respuesta al ayudante del fiscal. A continuación taladró a Brazil con la mirada.
—Cierre la puerta —ordenó con un tono tranquilo y duro que habría aterrorizado a cualquiera que trabajase para ella o que estuviese a punto de ser detenido.
Brazil se acercó a la mesa sin pestañear. No estaba dispuesto a dejarse intimidar por aquella burócrata que lo había traicionado. Depositó ante ella los informes de delitos que Webb había robado.
—¿Qué coño hace usted? —preguntó West.
—Soy Andy Brazil, del
Observer
—respondió él con cortés frialdad—. Webb está llevándose informes de la cesta de notas para la prensa. Eso, por si le interesa saberlo. Y necesitaré un transmisor de radio. Al parecer tenía que encontrarme con usted a las cuatro.
—¿Y qué? ¿Escuchando a escondidas? —West empujó la silla hacia atrás y se levantó—. Me da la impresión de que ya ha conseguido su historia.
—Voy a necesitar una radio —le recordó de nuevo Brazil. No se imaginaba rondando por las calles sin tener una línea de contacto abierta con la gente de comisaría.
—No la necesitará para nada —le prometió West—. Fíese de mí.
Todavía furiosa, West introdujo unos expedientes en su maletín y lo cerró con fuerza. Agarró el bolso y abandonó el despacho. Brazil la siguió pisándole los talones.
—Tiene usted mucho aguante —continuó, colérica, como si llevara toda la vida enfadada con el joven de uniforme—. Como cualquier otro capullo de ahí fuera. Dales un poco y querrán más. No se puede confiar en nadie.
West no era en absoluto como Brazil esperaba. No sabía por qué, había dado por sentado que la jefa ayudante sería una mujer obesa y corpulenta, de pecho plano, rostro cuadrado y masculino y cabellos repeinados. Pero no. Medía un metro sesenta y cinco, uno setenta tal vez, tenía unos cabellos de un rojo oscuro que apenas le rozaban el cuello de la camisa y unos huesos muy bien puestos. Era casi guapa y de proporciones voluminosas aunque no le sobraba un gramo de grasa, pero a Brazil aquello no le interesaba lo más mínimo. Para él la jefa ayudante carecía de atractivo y de amabilidad.
De un empujón, West abrió las puertas de cristal que conducían al aparcamiento. Metió la mano en el bolso mientras se encaminaba hacia su Crown Victoria camuflado.
—Le dije a todo el mundo que era una mala idea, pero ¿me hicieron caso?
Sacó las llaves con mano torpe.
—¿Lo habría hecho usted? —preguntó Brazil.
West guardó silencio y lo miró. Abrió la puerta de un tirón y Brazil le impidió el paso.
—Le agradecería que me sometiese a un juicio justo. —Brazil le ofreció el bloc de notas y pasó las hojas que había garabateado mientras West estaba al teléfono—. Estaba haciendo una descripción de su despacho y de usted —anunció en tono muy parecido al del ayudante del fiscal con el que West acababa de hablar.
Ella no tuvo que hojear demasiado para darse cuenta de que se había equivocado en sus suposiciones. Contempló de arriba abajo al agente voluntario Brazil y se preguntó cómo era posible que un periodista vistiera de aquel modo. ¡Adonde había llegado la policía! Hammer había perdido la cabeza. Para poner las cosas en su sitio, Brazil debería ser encerrado por hacerse pasar por agente.
—¿Dónde vive usted? —preguntó West.
—En Davidson.
Eso estaba bien. Por lo menos la hora y media siguiente la pasaría en el transporte de vuelta a casa. West incluso podía prolongar la duración del trayecto. Cuanto más tiempo lo tuviera fuera de la calle, mejor para él. Cuando subió al coche, la mujer casi sonreía.
—Iremos allí primero para que pueda cambiarse de ropa —le dijo en tono áspero.
Durante un rato, mientras las luces de la radio policial parpadeaban y agentes de la central y patrulleros entraban y salían de onda como jugadores de
rollerblade,
ninguno de los dos dijo nada. La terminal de datos móvil (TDM) emitía pitidos mientras recogía llamadas y mostraba direcciones y mensajes en la pantalla del ordenador. West y Brazil conducían por la ciudad en plena hora punta. Parecía que iba a llover. Brazil miraba por la ventanilla. Mientras se quitaba la corbata y se desabrochaba la camisa, se sentía estúpido y engañado.
—¿Cuánto tiempo lleva en el
Observer
? —le preguntó West, y al hacerlo notó un tirón en torno al pecho, como si llevara mal ajustado el chaleco antibalas… aunque lo cierto es que no llevaba ninguno. La mujer lamentaba un poco aquella jugarreta.
»¿Cómo es que no había oído hablar de usted hasta ahora? —inquirió.
—No me han dado la sección de sucesos hasta que he terminado la academia. Ése era el trato.
—¿Qué trato?
—El que había pactado conmigo mismo. —Brazil continuó mirando por la ventanilla con gesto hosco.