Entre estas pertenencias figuraba un fichero Rodolex con unos cuantos teléfonos importantes, puesto que ahora el número de contacto con las emisoras de televisión y con diversos espectáculos, con coleccionistas de sellos o con Rick Flair era de poca importancia. Brazil tenía montones de blocs de notas, lápices, bolígrafos, copias de sus artículos, mapas de la ciudad y casi todo ello cabía en el maletín que había encontrado de oferta en los almacenes Belk cuando lo habían contratado. El maletín era de cuero color borgoña, brillante y con cierres dorados, y se había sentido muy orgulloso cuando lo cogió por primera vez.
No tenía ninguna fotografía que colocar en la mesa porque era hijo único y no tenía animal de compañía. Se le ocurrió la idea de llamar a su casa para ver cómo iban las cosas. Cuando regresó del campo de deportes para ducharse y cambiarse, su madre hacía lo de costumbre: dormitar en el sofá del salón con la tele puesta a todo volumen y sintonizada en un culebrón que después no recordaría. La señora Brazil veía la vida cada día en el Canal 7 y era incapaz de describir una sola trama. La televisión era su único contacto con los seres humanos, descontando la relación que tenía con su hijo.
Media hora después de que Brazil apareciera en la redacción, le sobresaltó el timbre del teléfono de su mesa. Descolgó, con el pulso acelerado, preguntándose quién sabría que trabajaba allí.
—Andy Brazil —dijo muy profesional.
Reconoció enseguida la respiración profunda y la voz de la misma pervertida que llevaba meses llamando. Brazil la imaginó tumbada en la cama, el sofá, el sillón o donde quiera que lo hiciera.
—En la mano —decía la pervertida con su tono de voz grave y lúgubre—. Ya la tengo. La deslizo arriba y abajo, como un trombón…
Brazil colgó el auricular y lanzó una mirada acusadora a Axel, pero éste estaba hablando con el crítico gastronómico. Era la primera vez en su vida que Brazil recibía llamadas obscenas. Sólo en una ocasión se había encontrado en una situación parecida, un día que estaba limpiando su BMW en un túnel de lavado de la cercana población de Cornelius, y un tipejo de rostro descolorido con un Volkswagen Escarabajo amarillo se había detenido a su lado y le había preguntado si quería ganarse veinte dólares.
En un primer momento Brazil había pensado que le proponía que le limpiase el coche, pues estaba dejando muy pulido el suyo. Pero se equivocaba. Brazil había abierto la manguera de alta presión contra el tipejo, sin cobrarle. Había retenido en la memoria el número de matrícula del individuo y aún lo llevaba en la cartera, a la espera del día en que pudiera encerrarlo. Lo que le había propuesto el tipo del Volkswagen era un delito
contra natura
según una antigua ley de Carolina del Norte que no admitía interpretaciones. Pero lo que quería a cambio de su dinero había quedado muy claro. A Brazil no le cabía en la cabeza que alguien estuviese dispuesto a hacer una cosa semejante con un extraño. Él ni siquiera bebería de la misma botella con la mayoría de sus conocidos.
Brazil no era ingenuo, pero sus experiencias sexuales en Davidson —de eso estaba seguro— habían sido más incompletas que las de su compañero de cuarto. El último semestre de su último curso, Brazil había pasado la mayoría de las noches en la sala para chicos en Chambers. Allí había un diván sumamente cómodo y, mientras su compañero de clase dormía con una novia, Brazil dormía con libros. Nadie más se enteraba, excepto los vigilantes que casi cada mañana, hacia las seis, lo veían salir del edificio —en lugar de entrar en él— y dirigirse al segundo piso de la destartalada vivienda que compartía con su compañero en Main Street. Brazil tenía su pequeño espacio en aquel cuchitril, pero las paredes eran muy delgadas y resultaba difícil concentrarse cuando Jennifer y Todd estaban de juerga. Brazil oía todo lo que hablaban, todo lo que hacían.
Durante su estancia en el
college,
Brazil salió esporádicamente con Sophie, de San Diego. Pero no se enamoró de ella, y eso hizo incontrolables los deseos de la chica. El asunto arruinó más o menos la carrera de Sophie en Davidson. Primero perdió peso. Cuando vio que no conseguía nada con ello, lo ganó. Empezó a fumar, lo dejó, tuvo una mononucleosis, la superó, acudió a un terapeuta y se lo contó todo. Nada de aquello resultó ser el afrodisíaco que esperaba y, en su segundo año de facultad, Sophie se estabilizó y se acostó con su profesor de piano durante las vacaciones navideñas. Luego confesó su pecado a Brazil. Los dos empezaron a hacerlo en el Saab de la chica y en su habitación del dormitorio de estudiantes. Sophie era experimentada, rica y se preparaba para medicina. Siempre se mostraba más que dispuesta a explicar pacientemente realidades anatómicas, y él estaba abierto a investigaciones que en realidad no necesitaba.
A la una de la tarde, cuando Brazil acababa de poner en marcha el ordenador y hurgaba en la papelera para recuperar su relato sobre la academia de policía, su redactor jefe tomó asiento a su lado. Ed Packer tenía sesenta años, por lo menos, cabellos blancos despeinados y ojos grises de mirada distante. Llevaba corbatas malas con el nudo hecho de cualquier manera y las mangas remangadas con descuido. En algún momento debía de haber sido obeso. Los pantalones le resultaban enormes y siempre andaba metiéndose los faldones de la camisa en el pantalón, como hacía en aquel momento. Brazil le prestó atención.
—Parece que hoy es la noche —dijo Packer mientras se acomodaba.
Brazil sabía perfectamente a qué se refería y alzó un puño al aire en señal de triunfo, como si acabara de ganar el Open de Estados Unidos.
—¡Sí! —exclamó.
Packer no pudo evitar una mirada a lo que aparecía en la pantalla del ordenador. La imagen despertó su interés, y sacó las gafas del bolsillo de la camisa.
—Es una especie de relato en primera persona de mi paso por la academia —dijo Brazil, nervioso y con deseos de caer bien—. Sé que no me han mandado hacerlo, pero…
A Packer le gustó realmente lo que estaba leyendo y dio unos golpecitos en la pantalla con los nudillos.
—Esta descripción es el gancho. Yo la pondría más arriba.
—Sí, sí.
Brazil, excitado, puso el párrafo más arriba.
Packer acercó más su silla con ruedas y apartó a Brazil con el codo para seguir leyendo. Empezó a pasar pantallas de lo que era un relato muy largo. Tendría que ser un artículo para el dominical y se preguntó cuándo coño lo habría escrito Brazil. Durante los dos últimos meses, el muchacho había trabajado durante el día al tiempo que acudía a la academia de policía por la noche. ¿Es que no dormía? Packer nunca había visto nada parecido. En cierto modo, Brazil lo sacaba de quicio y hacía que se sintiera viejo e incapaz. Packer recordaba la emoción que le producía el periodismo cuando tenía la edad de Brazil y el mundo lo llenaba de asombro.
—Acabo de hablar por teléfono con Virginia West, la jefe ayudante —dijo a su subordinado mientras seguía leyendo—. Responsable de investigaciones…
—Bien, ¿y quién será mi compañero? —lo interrumpió Brazil, tan impaciente por subir a un vehículo de la policía que no pudo contenerse.
—Esta tarde te encontrarás con West en su despacho, a las cuatro, y patrullarás con ella hasta medianoche.
Todos los planes de Brazil acababan de irse al traste, y el muchacho no podía creerlo. Miró a su jefe de redacción, que acababa de fallarle en la única cosa que Brazil había esperado de él alguna vez.
—¡De ningún modo! ¡No dejaré que me mantenga a distancia, censurado por los mandos! —exclamó, sin importarle lo más mínimo que alguien pudiera oírle—. No fui a esa maldita academia para…
A Packer le dio igual quién los oyera, por una razón distinta. Durante los últimos treinta años había sido un departamento de quejas, tanto en el trabajo como en casa, y su grado de atención a lo que oía mostraba tendencia a los altibajos según pasaba mentalmente por diferentes celdas, recogiendo fragmentos escogidos de diversas conversaciones. De pronto recordó lo que le había dicho su esposa durante el desayuno: que al volver a casa pasara por la tienda a comprar comida para el perro. Recordó que tenía que llevar el cachorro de su esposa al veterinario, a las tres, y que luego tenía una cita concertada con su médico.
—¿No lo entiende? —continuó Brazil—. Están manipulándome. ¡Intentan utilizarme como relaciones públicas!
Packer se puso en pie y se inclinó cansinamente sobre Brazil como un árbol curtido por los elementos que hace más sombra cuanto más viejo es.
—¿Qué puedo decir? —apuntó Packer, con la camisa fuera del pantalón una vez más—. Nunca hemos hecho una cosa así hasta hoy. Es lo que la policía y la ciudad nos ofrecen. Tendrás que firmar una renuncia. Toma notas. Nada de fotos. Nada de vídeos. Haz lo que te digan. No quiero que te peguen un tiro ahí fuera.
—Bien, tengo que volver a casa para ponerme el uniforme —decidió Brazil.
Packer se marchó, sujetándose los pantalones camino del lavabo de hombres. Brazil se echó hacia atrás en su asiento y alzó la mirada al techo como si las únicas acciones que poseía acabaran de hundirse. Panesa lo observó a través del cristal, interesado en ver cómo salía de la situación y convencido de que lo haría. Brenda Bond, la analista de sistemas, lo miró con manifiesto desprecio desde un ordenador cercano que estaba reprogramando. Brazil nunca le prestaba la menor atención. Brenda, delgada y pálida, con unos cabellos negros y ásperos, le producía repulsión. Era detestable y celosa y estaba segura de ser más lista que Brazil y que cualquiera, porque los expertos en ordenadores y los científicos eran inteligentes. Brazil imaginaba que Brenda Bond pasaba toda su vida en las salas de charla de Internet porque ¿quién querría estar con ella?
Con un suspiro, se levantó del asiento. Panesa lo vio coger una fea rosa roja de una botella de Snapple y sonrió. El editor y su esposa deseaban desesperadamente un hijo, y después de cinco hijas no cabían más alternativas que trasladarse a una casa más amplia, hacerse católico o mormón o practicar el sexo seguro. En lugar de ello, se habían divorciado. No podía imaginar lo que sería tener un hijo como Andy Brazil. El joven tenía una imagen llamativa y sensible y era sin duda, aunque no habían llegado todavía todos los resultados, el mayor talento que había cruzado nunca la puerta de Panesa.
Tommy Axel estaba mecanografiando una crítica a fondo de un nuevo disco de k.d. lang que escuchaba por los auriculares. Brazil lo tenía por un papanatas, una especie de Matt Dillon que no era famoso ni nunca lo sería. Se acercó a la mesa y depositó la rosa junto al teclado mientras Axel agachaba la cabeza hasta mirarse la camiseta de
Star Trek.
Sorprendido, Axel se quitó los auriculares y se los colgó al cuello; de ellos salía una musiquilla suave. Axel tenía una expresión arrebatada. Aquél era el Escogido. Lo había sabido desde que tenía seis años y le había embargado, de algún modo, la premonición de que una criatura divina como ésta acompasaría su órbita con la de él cuando los planetas quedasen alineados.
—Axel… —La voz celestial de Brazil resonó, atronadora—. Basta de flores.
Axel contempló su rosa encantadora mientras Brazil se alejaba. Estaba seguro de que no lo había dicho en serio. Agradeció tener la mesa. Acercó la silla a ella y anheló al dios rubio que salía de la redacción con paso decidido. Axel se preguntó adonde iría. Brazil llevaba el maletín, como si no fuera a volver. Axel tenía el número de teléfono de su casa porque lo había buscado en el listín. Brazil no vivía en plena ciudad, sino en una zona casi rural, y Axel no terminaba de entenderlo.
Por supuesto, Brazil no debía de alcanzar los veinte mil dólares anuales, pero tenía un coche estupendo. Axel, en cambio, conducía un Ford Escort que no era nuevo. La carrocería empezaba a recordarle la cara de Keith Richard. No disponía de reproductor de CD y el
Observer
no iba a pagárselo. Y Axel se proponía recordárselo a todo el mundo algún día, cuando lo contrataran en
Rolling Stone.
Axel tenía treinta y dos años y había estado casado una vez, durante un año exactamente. Él y su mujer se habían mirado el uno al otro durante una cena a la luz de unas velas, y eso había bastado. Su relación era un misterio del universo: ella de un planeta, y él de otro.
La pareja, los dos alienígenas, habían acordado separarse para alcanzar nuevas fronteras donde nadie había llegado jamás. La decisión no tenía nada que ver con la costumbre de Axel de ligarse a algún fan después de que Meatloaf, Gloria Estefan o Michael Bolton los pusieran en el disparadero. Alex hacía unas cuantas menciones. Sacaba en el periódico a los chicos con sus centelleantes zapatos, sus cabezas afeitadas, sus rastas y sus adornos corporales. Ellos lo llamaban excitados y le pedían más ejemplares, fotos en veinte por veinticinco, entrevistas, entradas para conciertos y pases para camerinos. Normalmente, una cosa llevaba a la otra.
Mientras Axel pensaba en Brazil, éste no pensaba en él. Brazil, a bordo de su BMW, calculaba cuándo volvería a necesitar gasolina puesto que ni el testigo del depósito ni el velocímetro funcionaban como era debido desde hacía más de cuarenta mil kilómetros. Las piezas de un BMW a esta formidable escala eran, en su mente, instrumental de aviación que quedaba fuera de sus posibilidades. Aquello no era nada agradable para alguien que conducía demasiado deprisa y que no le gustaba verse tirado en una cuneta a la espera de que pasara el siguiente asesino no múltiple y se ofreciera a llevarlo a la gasolinera más próxima.
La madre de Brazil seguía roncando delante del televisor. Brazil había aprendido a deambular por su decadente hogar y por la vida familiar que representaba sin ver nada de ello. Se encaminó directamente a su pequeño dormitorio, abrió la cerradura y volvió a echar la llave cuando estuvo dentro. Conectó un equipo de música, pero no demasiado alto, y dejó que Joan Osborne lo envolviera mientras entraba en el baño. Ponerse el uniforme era un ritual, y no le pasaba por la cabeza que algún día pudiera cansarse de llevarlo.
Lo primero que hacía en cada ocasión era extenderlo sobre la cama y contemplarlo un momento, simplemente, sin que acabara de creerse que alguien le hubiera dado permiso para llevar una prenda tan gloriosa. Su uniforme de Charlotte era azul medianoche, nuevo y con raya, y llevaba en cada hombrera un brillante enjambre blanco que parecía en movimiento, como un tornado blanco. Siempre se ponía primero los calcetines, de algodón negro, que no procedían de la ciudad. A continuación se puso con cuidado unos pantalones de verano que resultaban calurosos, aunque la tela era ligera, con una fina banda a lo largo de cada pernera.