Brazil no había sabido casi nunca de gente rica que muriese en un accidente de tráfico o en un tiroteo. De vez en cuando un avión privado se estrellaba con algún potentado dentro, y recordó que en los ochenta había habido un violador múltiple en Myers Park. Brazil imaginó a un hombre joven con capucha llamando a las puertas con la única intención de violar a alguna mujer que estuviera sola en casa. ¿Era el resentimiento lo que alentaba tal crueldad, y precisamente contra los ricos? Brazil intentó ponerse en la situación de tal joven violento mientras observaba las ventanas iluminadas que iba dejando atrás.
Pensó que probablemente el violador había hecho lo mismo que él hacía en aquel momento. Habría examinado por encima el barrio y habría acechado las casas, aunque lo más probable era que lo hiciese a pie. Habría espiado y planificado su acción, y la ejecución de su repugnante asalto habría sido un acto secundario respecto a la fantasía que lo había inspirado. A Brazil no se le ocurrían muchas cosas peores que una violación. Durante su breve existencia había sido objeto de suficientes burlas por parte de tipos machistas como para temer la violación tanto como una mujer. Nunca olvidaría lo que el jefe Briddlewood, de la seguridad de Davidson, le había dicho una vez: «Que no te metan nunca en la cárcel, muchacho. No te podrás poner derecho en todo el tiempo que pases allí.»
El accidente se había producido en la zona donde Selwyn y las diferentes Queens Roads se confundían, y Brazil reconoció el escenario en cuanto se acercó. Lo que no esperaba encontrar fue el Nissan detenido en la calle. Al aproximarse reconoció con sorpresa en su interior a la agente Michelle Johnson, llorando en la oscuridad. Brazil aparcó junto al bordillo, salió del coche y se dirigió hacia el vehículo particular de la agente con paso seguro y directo, como si estuviera a cargo de la situación, fuera la que fuese. Miró por la ventanilla del conductor, paralizado al ver las lágrimas de Johnson, y el corazón se le aceleró. Ella alzó la mirada, y al verlo se sobresaltó. Empuñó la pistola, pero entonces se dio cuenta de que era el periodista. Se relajó, pero estaba encolerizada. Bajó el cristal de la ventanilla.
—¡Apártese de mí, cabrón! —exclamó.
Él la miró, incapaz de moverse. Johnson puso en marcha el motor.
—¡Buitres! ¡Hatajo de buitres! —gritó.
Brazil estaba paralizado. Actuaba de una manera tan extraña, tan atípica de un reportero, que Johnson se quedó perpleja. Perdió interés en marcharse de allí. No se movió más, y los dos se sostuvieron la mirada largo rato.
—Quiero ayudar —dijo Brazil totalmente afectado.
Una farola de la calle brillaba sobre los fragmentos de cristales y sobre las manchas negras de la calzada, e iluminaba el árbol lleno de marcas en torno al que había quedado el Mercedes. Surgieron nuevas lágrimas. Johnson se enjugó el rostro con las manos y su humillación fue completa mientras el periodista continuaba observándola. La agente se quejaba entre gemidos, como si padeciera un ataque, y pensó en la pistola que podía poner fin a todo aquello.
—Cuando yo tenía diez años —dijo el periodista—, mi padre era policía aquí. Tenía más o menos la edad de usted cuando murió en acto de servicio.
Johnson alzó la vista hacia él, sin dejar de llorar.
—Las veinte y veintidós del 29 de marzo. Domingo. Han dicho que fue culpa del otro coche —continuó Brazil con voz temblorosa—. Iba de paisano, seguía un coche robado fuera de su zona y no tenía que hacer un stop de tráfico en Adam Two. El refuerzo no llegó. No se presentó a tiempo. Él hizo todo lo que pudo, pero… —Se le quebró la voz y carraspeó—. Él no tuvo la oportunidad de contar lo sucedido.
El reportero dirigió la mirada hacia la oscuridad, enfurecido con una calle, con una noche que lo habían despojado de su vida, también. Golpeó con el puño el techo del coche.
—¡Mi padre no era mal policía! —exclamó.
Johnson se había sumido en un extraño silencio y se sentía vacía por dentro.
—Preferiría ser él —musitó—. Preferiría estar muerta.
—No. —Brazil se inclinó hasta que su rostro estuvo a la altura de los ojos de ella—. No.
Vio la mano izquierda de la agente en el volante y el anillo de boda que lucía en ella. Introdujo una mano y agarró del brazo a la agente.
—No deje a nadie detrás —le indicó.
—Hoy he entregado la placa —le dijo Johnson.
—¿La han obligado a hacerlo? —protestó él—. ¡No hay pruebas de que usted…!
—Nadie me ha obligado. Ha sido cosa mía —lo interrumpió—. ¡Creen que soy un monstruo!
Se desmoronó aún más. Brazil estaba decidido.
—Eso podemos cambiarlo —le dijo—. Déjeme ayudarla.
Ella quitó el seguro del coche y Brazil subió a él.
La mañana siguiente, la jefa Hammer regaba sus plantas cuando se presentó West. Ésta traía café y otro saludable desayuno de Bojangles, esta vez una pasta de embutido y huevo, y unos Borounds, para variar un poco. El teléfono de la jefa estaba volviéndose loco, pero Hammer estaba ocupada en rociar las orquídeas con un pulverizador. Levantó la mirada sin un saludo. La mujer era bien conocida por sus anuncios directos como un uno-dos en su leve acento de Arkansas.
—Bien —dijo, y descargó una rociada—. Se mete en una persecución que da como resultado dos detenciones. Así resuelve él solo una serie de robos en tiendas Radio Shack que han resultado una plaga para la ciudad durante ocho meses.
Examinó un exótico capullo blanco y echó otra rociada. Hammer estaba deslumbrante con su traje negro de seda con sutiles rayas finas y una blusa de seda del mismo color con cuello alto, y piedras de ónice negro. A West le encantaba el estilo de vestir de su jefa. Estaba orgullosa de trabajar para una mujer tan activa y con tan buenas piernas, que trataba con cuidado a personas y plantas, y que aun así podía darle una patada en el trasero a la mejor de ellas.
—Y de alguna manera se las arregló para sacarle la verdad a Johnson. —Con un gesto de la cabeza, Hammer señaló el periódico matinal que tenía sobre el escritorio—. Aclara la insinuación de que ella es la responsable de la muerte de esa pobre gente. Johnson no va a dejar el cuerpo.
Hammer se acercó a un kumquat próximo a una ventana y limpió de hojas secas unas ramas exuberantes que siempre estaban cargadas de naranjas chinas.
—He hablado con ella esta mañana —continuó—. Todo eso, y Brazil ni siquiera estaba de patrulla con nosotras. —Dejó lo que estaba haciendo y alzó la vista para mirar a su ayudante—. Tienes razón. No puede salir por ahí él solo. Dios sabe qué haría si llevara uniforme. Ojalá pudiera trasladarlo a otra ciudad, a cinco mil kilómetros de aquí.
West sonrió mientras su jefa se preocupaba de los ácaros rojos y saciaba la sed de otra de sus delicadas plantas con una pequeña regadera de plástico.
—Lo que quieres —le dijo West— es que el chico trabaje para ti.
Se oyó un crepitar de papeles cuando introdujo la mano en la bolsa de Bojangles.
—Comes demasiadas porquerías —le dijo Hammer—. Si yo tomara tanta comida basura como tú estaría como una foca.
—Brazil me ha llamado. —West se centró por fin en el asunto mientras doblaba y guardaba un envoltorio grasiento—. ¿Sabes por qué estaba detrás de ese Radio Shack?
—No. —Hammer empezó a ocuparse de las violetas africanas y miró a West con curiosidad.
Cinco minutos más tarde, Hammer caminaba decidida y con cara de pocos amigos por un largo pasillo de la primera planta. Los agentes con los que se cruzó la miraron y saludaron con un gesto de cabeza. Llegó a una puerta y la abrió. Los agentes uniformados de la sala de órdenes se sorprendieron de ver entrar a su jefa, siempre tan bien vestida. La jefa ayudante Jeannie Goode se hallaba en plena explicación a decenas de policías de sus preocupaciones más recientes.
—Todas las preguntas, y digo todas, deben ir dirigidas al capitán de guardia… —decía Goode antes de que la reunión terminara en seco ante la aparición de Hammer, que se dirigió hacia ella. Tan pronto la vio entrar, Goode supo que habría problemas.
—Jefa ayudante Goode —dijo Hammer para que todos lo oyeran—, ¿sabe qué es hostigamiento?
A Goode le desapareció el color del rostro. Se sintió desfallecer y se apoyó en el encerado mientras los agentes contemplaban la escena, paralizados. Goode no podía creer que la jefa estuviera a punto de dejarla con el culo al aire delante de treinta y tres agentes, dos sargentos y un capitán de David-One.
—Subamos a mi despacho —sugirió Goode con una débil sonrisa.
Hammer se plantó delante de sus subordinados y se cruzó de brazos.
—Creo que todo el mundo puede beneficiarse de esto —respondió muy tranquilamente—. Me ha llegado noticia de que unos agentes han seguido a un reportero del
Observer
por toda la ciudad.
—¿Quién ha dicho eso? —protestó Goode—. ¿Él? ¿Y usted lo cree?
—No he dicho que haya sido él —replicó Hammer.
Hizo una larga pausa, y el silencio de la estancia le produjo escalofríos a Goode. Pensó en las tabletas rosas de Kaopectate del cajón del escritorio. El tercer piso se le hacía muy lejano.
—Una vez más. —Hammer miró a los presentes—. Esto os va a perjudicar.
Abandonó la sala con un sonoro taconeo. Cuando quiso ponerse en contacto por teléfono con la casa de Andy Brazil, otra voz respondió a la llamada. La mujer estaba bebida o desdentada, o quizás ambas cosas. Hammer llamó a Panesa, que enseguida le soltó muy enfadado:
—Judy, no toleraré que mis reporteros sean intimidados, engañados…
—Ya lo sé, Richard —se limitó a contestar Hammer, con la mirada en el perfil de los rascacielos y desanimada—. Por favor, acepta mis disculpas y mi promesa de que no volverá a suceder nada parecido. Además voy a conceder a Brazil una mención especial por su colaboración con los agentes, anoche.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente.
—Y podemos publicar eso en el periódico.
Hammer se echó a reír. Aquel hombre le caía bien.
—Te diré lo que vamos a hacer —contestó—. Pon eso en el periódico, pero hazme un favor. Omite las circunstancias por las que Brazil se ocultaba en ese callejón.
Panesa tuvo que pensárselo un momento. Por lo general el abuso de poder y el acoso a un ciudadano por parte de los agentes era mucho mejor noticia que la de algún hecho positivo, como un ejemplo de colaboración ciudadana, o que destacar a alguien por cumplir con su deber, por demostrar espíritu cívico y por ser apreciado por ello.
—Ahora, escucha —siguió Hammer—. Si sucede de nuevo, publica la historia en primera página. ¿De acuerdo, Richard? No te reclamaré nada. Pero no castigues a todo el departamento de policía por un gilipollas.
—¿Qué gilipollas? —Panesa empezaba a sentir verdadero interés, y presionó un poco a Hammer.
—Ya me he ocupado de eso. —Hammer no tenía nada más que decir al respecto—. ¿Qué número de teléfono tiene Brazil? Voy a llamarlo.
Esto impresionó aún más a Panesa. El editor podía ver a Brazil al otro lado del cristal. Como de costumbre, Brazil había llegado temprano y trabajaba en algo que nadie le había pedido. Panesa repasó una lista de teléfonos y facilitó a Hammer la extensión de su reportero. Se lo pasó en grande cuando un momento después vio la expresión de desconcierto de Brazil al descolgar el auricular y escuchar la voz de la jefa de policía.
—Judy Hammer. —La voz que el joven conocía muy bien, sonó firme al otro lado de la línea.
—Sí, señora. —Brazil se sentó más erguido, volcó el café, echó la silla hacia atrás y rescató blocs de notas de la amenaza de la cálida inundación.
—Mire, me he enterado de todo lo sucedido anoche. —Hammer fue directamente al grano—. Quiero decirle personalmente que esta clase de comportamiento no está en absoluto tolerado por el Departamento de Policía de Charlotte. No está tolerado por orden mía, y no se repetirá. Por favor, Andy, acepte mis disculpas.
Cuando oyó que lo llamaba por el nombre de pila, Brazil se sintió envuelto en una oleada de calor. Se ruborizó hasta las orejas.
—Sí, señora —repitió de nuevo, como si ése fuera todo su repertorio dialéctico.
Brazil utilizaba las palabras para ganarse la vida, pero ¿dónde estaban cuando realmente las necesitaba? El joven reportero se sintió destrozado cuando Hammer hubo colgado. La jefa de policía debía de haber sacado la impresión de que era un inútil, un idiota lobotomizado. ¡Por lo menos podría haber dado las gracias a Hammer! Secó el café que había derramado y contempló con la mirada perdida la pantalla del ordenador. Imaginó que si él la llamaba ahora, la jefa Hammer no querría ponerse. Ya debía de estar pendiente de otros asuntos importantes. Seguro que no malgastaría más tiempo con él. Brazil no se preocupó más del artículo que estaba escribiendo sobre las pérdidas mínimas del First Union Bank en un caso de fraude. Como de costumbre, Tommy Axel, no lejos de él, no existía.
Axel llevaba toda la mañana observando a Brazil y estaba seguro de que los sentimientos de éste eran agitados. El joven se sonrojó ante su mirada y aquello fue, decididamente, una buena señal. Axel apenas podía concentrarse en su comentario sobre Wynona Judd, a la que dejaba en mal lugar. Lo que podría haber sido un artículo destacado sobre el último y fabuloso álbum de Wynona estaba realizado en una jerga que, sin duda, le costaría a la artista millones de dólares en ventas. Axel tenía aquel poder. Suspiró y reunió el valor necesario para pedirle a Brazil, una vez más, una cita para cenar, para ir a un concierto o para visitar un club con stripteases masculinos. Quizás así tendría oportunidad de emborrachar a Brazil, de hacerle fumar algo de droga, de animarlo un poco y de enseñarle de qué iba la vida.
Brazil echó una nueva mirada al teléfono con desesperación. Bueno, ¿dónde estaban sus agallas?
Agarró el teléfono, buscó en su fichero de direcciones y marcó el número.
—Despacho de la jefa Hammer —respondió una voz masculina.
Brazil carraspeó.
—Soy Andy Brazil, del
Observer
—se presentó con voz curiosamente firme y serena—. ¿Podría hablar un momento con ella?
—¿Con relación a qué asunto?
Brazil no estaba dispuesto a que lo apartaran del caso con amenazas. Era demasiado tarde. En realidad, no había adonde huir.
—Me han dejado recado de que la llamara —dijo con valentía, como si fuera perfectamente normal que la jefa de policía lo llamase y que él le devolviera la llamada.