El Avispero (17 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

—Bueno, ya sabes, tareas domésticas. Cocinar, limpiar, criar hijos…

West esbozó una sonrisa y abrió una caja repleta de parafernalia para limpiar armas.

—¿Me has visto cocinar y limpiar? ¿Ves una esposa por alguna parte? —Le entregó una baqueta y unos trapos.

Brazil tomó un buen trago de cerveza y lo engulló lo más deprisa que pudo procurando no saborearlo, como de costumbre. Se sentía más lanzado e intentó no fijarse en lo espléndida que estaba la mujer con su camiseta gris y sus vaqueros.

—Yo he hecho cosas así toda la vida y tampoco soy ama de casa —comentó.

—¿Qué sabrás tú? —dijo mientras introducía su baqueta en un frasquito marrón de disolvente.

—Nada. —La respuesta de Brazil tuvo algo de hosco desafío.

—No me vengas con malhumores, ¿de acuerdo? —le replicó West.

Se negaba a entrar en juegos porque se consideraba mayorcita para esas cosas.

Brazil ensartó un trapo en la baqueta y lo empapó en líquido limpiador. Le encantó el olor, pero no tenía la menor intención de confesarle nada más a la jefa ayudante. La cerveza, sin embargo, tenía un sabor persistente.

—Hablemos otra vez de esa historia de esposas y amas de casa —lo azuzó ella.

—¿Qué quieres que diga? —respondió Brazil, un poco despectivo.

—Dime qué significa. —Lo quería saber de verdad.

—En teoría… —Empezó a limpiar el cañón de la 38—. No estoy del todo seguro… Quizá tiene algo que ver con los roles, con un sistema de castas, una jerarquía social, el ecosistema.

—¿El ecosistema? —West frunció el entrecejo y roció el cañón y otras piezas con Gunk Off.

—La cuestión —explicó Brazil— es que ser una esposa no tiene nada que ver con lo que una hace sino con lo que otro cree que eres. Es algo así: «Hago una cosa que tú quieres que haga ahora mismo, pero eso no me convierte en esclava.»

—¿No tienes un poco cambiados los roles, en nuestro caso? ¿Quién le daba a quién instrucción sobre armas de fuego? —West frotó el interior del cañón con una escobilla—. Tú haces lo que quieres. Yo hago lo que tú quieres que haga. A cambio de nada, para que conste. ¿Y quién es el esclavo?

Utilizó de nuevo el rociador y se lo pasó a Brazil.

Él alargó la mano para coger la cerveza. Su limitada experiencia le decía que cuanto más caliente estaba, peor sabía.

—Supongamos que algún día te estableces y te casas —continuó West—. ¿Qué esperas de tu futura esposa?

—Una compañera. —Arrojó su botella a la basura—. No quiero una esposa. No necesito que nadie cuide de mí, limpie para mí o cocine para mí. —Sacó dos cervezas más, las abrió y dejó una al alcance de West—. Supongamos que alguna vez estoy demasiado ocupado para atender a todas esas cosas. Contrato una empleada. Pero no me voy a casar con una —añadió, como si fuera la idea más ridícula.

—¡Oh!

West alargó la mano y cogió el cañón de la pistola del 38 para comprobar la limpieza que había hecho el joven. Charla de hombres, pensó para sí. La diferencia era que éste sabía utilizar las palabras mejor que muchos. No dio crédito a nada de lo que decía.

—Debería quedar como un espejo, por dentro. —Colocó el cañón ante el muchacho—. Restriega fuerte. No lo vas a romper.

Brazil levantó la pieza del arma, y a continuación la cerveza.

—Mira, la gente debería casarse, vivir junta, lo que sea, y hacer las cosas de esta manera —continuó, mientras mojaba una escobilla en disolvente y reanudaba el trabajo de limpieza—. No deberían existir roles. Debería haber sentido práctico, gente que se ayudara como amigos. Uno fuerte donde el otro fuera débil, gente que usara sus dones, que cocinara en común, que jugara al tenis, que saliera de pesca. Que paseara por la playa. Que se quedara levantada hasta tarde, de conversación. La gente debería ser desprendida y cariñosa.

—Parece que le has dado muchas vueltas a eso —respondió ella—. Un buen guión.

—¿Qué guión? —preguntó Brazil, desconcertado.

—Todo eso ya lo he oído. —West tomó un trago—. He visto la reposición.

También la había visto la esposa de Bubba, la señora Rickman, cuyo apellido de nacimiento había dejado de tener importancia cuando había contraído matrimonio, hacía veintiséis años, en la iglesia baptista del Tabernáculo. La iglesia estaba en la carretera de Mount Mourne, donde la mujer trabajaba todos los días en el B&B, conocido por ofrecer el mejor desayuno de la ciudad. Los perritos calientes y las hamburguesas también tenían fama, sobre todo entre los estudiantes de Davidson, y naturalmente entre otros Bubba camino de un día de pesca en el lago Norman.

Una vez terminada la limpieza del arma, Brazil sugirió tomar un bocado. Ninguno de los dos podía imaginar que la mujer cansada y sobrada de peso que les atendió era la desdichada esposa de Bubba.

—Hola, señora Rickman —dijo Brazil a la camarera.

Le dedicó una de sus sonrisas luminosas e irresistibles y sintió lástima por ella, como le sucedía cada vez que acudía al B&B. Brazil conocía lo duro del trabajo de camarera de restaurante y le deprimía pensar qué debía de haber representado para su madre durante todos aquellos años en que aún era capaz de salir y acudir donde fuese. La señora Rickman se alegró de verlo. Era un muchacho encantador.

—¿Qué tal está mi chico? —preguntó con un gorjeo mientras colocaba las cartas forradas en plástico delante de ellos. Dirigió una mirada a West y preguntó—: ¿Quién es tu bonita amiga?

—Es la jefa ayudante Virginia West, de la policía de Charlotte —cometió el error de decir el muchacho.

Y así fue como Bubba se enteraría de la identidad de sus atacantes.

—Vaya, vaya… —La señora Rickman se quedó profundamente impresionada y dedicó una nueva mirada, más detenida, a la importante mujer que ocupaba aquel reservado del local—. Una jefa ayudante. No sabía que hubiera mujeres en cargos tan altos. ¿Qué tomará? Esta noche el cerdo a la barbacoa está excelente. Le sugiero que lo pida picado.

—Una hamburguesa con queso, patatas fritas y una Miller en botella —dijo West—. Extra de mayonesa y de ketchup. ¿Puede poner un poco de mantequilla en el panecillo y pasarlo por la parrilla?

—Desde luego —asintió la señora Rickman. No apuntó nada y se volvió hacia Brazil con una gran sonrisa.

—Lo de costumbre. —El muchacho le guiñó un ojo.

La camarera se alejó. Tenía la cadera aún más fastidiada que el día anterior.

—¿Qué es lo de costumbre? —quiso saber West.

—Pan con atún, lechuga y tomate, sin mayonesa. Col y limonada. Quiero salir de patrulla contigo. De uniforme.

—En primer lugar, yo no salgo de patrulla —fue la respuesta de West—. En segundo lugar, por si acaso no lo has advertido, tengo un trabajo de verdad. Nada importante; sólo tengo a mi cargo la división de Investigaciones: homicidio, robo, violación, incendio provocado, fraude, robo de automóviles, robo de cheques… Delitos económicos, informáticos, delincuencia organizada, antivicio, juvenil, brigada de casos pendientes. Naturalmente, hay un asesino en serie suelto y mis detectives están sobre el caso y rastrean todas las pistas posibles. —Encendió un cigarrillo y le arrebató a la señora Rickman la cerveza de la mano antes de que la dejara sobre la mesa—. Yo preferiría no trabajar veinticuatro horas al día, si no te importa. ¿Sabes cómo se pone mi gato? No quiere tocarme ni dormir conmigo. Y por supuesto, no he salido a cenar fuera o al cine desde hace semanas. —Tomó otro sorbo—. Ni he terminado la valla. ¿Cuándo fue la última vez que hice limpieza de la casa?

—¿Eso significa que no? —preguntó Brazil.

8

El nombre de bautismo de Bubba era Joshua Rickman. Trabajaba de conductor de carretilla en la Ingersoll-Rand, en Cornelius. Tal vez el momento cumbre de la fama para el fabricante había llegado —y pasado— a principios de los ochenta, cuando fabricó una máquina de nieve que se utilizó en los Juegos Olímpicos de Invierno en la estación de esquí de turno. Bubba no conocía muy bien los detalles y tampoco le importaban. Lo que uno veía por las carreteras de la vida eran compresores de aire. Había demanda de ellos por todo el mundo.

La de Bubba era una profesión internacional. Aquel lunes por la mañana, a primera hora, Bubba estaba sumido en profundas reflexiones, mientras con movimientos experimentados depositaba mercancías en un muelle de carga.

Casualmente, su esposa había mencionado al chico aquel de Davidson, que salía con una mujer policía con un cargo importante. Bubba no tuvo que esforzarse para sumar dos y dos. La nariz le dolía un montón pero no estaba dispuesto a acudir al médico. ¿Para qué? Él tenía la filosofía de que no se debía hacer nada ante una nariz rota, una oreja cortada, unos dientes sueltos a consecuencia de un golpe o demás heridas en la cabeza que no amenazaran su vida, a menos que uno tuviera un interés de mariquita en la cirugía estética, lo cual no era su caso, evidentemente. Bubba tenía una nariz como un pequeño dirigible, siempre la había tenido, de modo que en su caso lo que le fastidiaba era el dolor, y sólo el dolor. Cada vez que se sonaba la nariz, le salía sangre y los ojos se le llenaban de lágrimas, todo ello por culpa de aquel hijo de la grandísima puta. Bubba no estaba dispuesto a olvidar.

Tenía libros para los problemas de la vida y se remitía a ellos cuando lo necesitaba.
Haz que paguen
y
Desquítate
(I y II) eran especialmente reveladores. Se trataba de los manuales de técnicas de venganza definitivos, redactados por un maestro tramposo y publicado en edición privada en Colorado. Bubba los había descubierto en ferias de armamento. Una de las ideas era las bombas. Por ejemplo, un tubo de televisión que estallaba o una pelota de pimpón cargada de clorato de potasa y pólvora negra. O tal vez no. Bubba quería algo que hiciera daño de verdad, pero no tenía ningún interés en ver a la Unidad de Rescate de Rehenes del FBI, la HRT, descolgándose desde el aire o invadiendo por tierra su propiedad. No quería ir a la cárcel. Quizá lo indicado era un truco por el que, mediante ciertos aromas que podían adquirirse en las tiendas de caza, se podía atraer a todos los roedores, mascotas del vecindario, insectos, reptiles y demás criaturas al jardín de la mujer policía, que podía quedar destrozado en una noche. Bubba puso marcha atrás la carretilla con brusquedad mientras las ideas bullían en su cerebro.

O podía colarle meados de cerveza por debajo de la puerta, mediante un tubo de goma. Podía enviarle pelo por correo, de forma anónima. ¿Se trasladaría, finalmente? Claro que sí. Estaría deseosa de hacerlo. O quizá podía estrujarle los huevos a aquel rubito al que estaba follándose, a menos que él fuera moña y ella tortillera; Bubba tenía su opinión al respecto. Desde luego, era imposible que un hombre fuera tan atildado y una mujer tan dominante sin que resultaran sospechosos. Bubba lo veía muy claro. El guapito recibiendo lo que se merecía, por detrás, de un tipo macho como Bubba, cuya película favorita era
Defensa.
Bubba enseñaría a aquel marica, ya lo creo que le enseñaría. Bubba los detestaba tanto que siempre intentaba reconocerlos en cada bar deportivo y en cada parada de camiones donde se detenía, y en todos los vehículos con los que se cruzaba en las carreteras de la vida y en la política y en la industria del espectáculo.

West y Brazil no podían conocer su peligro personal. No pensaban en sí mismos aquel martes por la noche mientras las luces de emergencia arrancaban destellos de los cristales rotos y de los restos destrozados de un coche patrulla que se había estrellado en el barrio residencial de Myers Park. Raines y otros sanitarios de la unidad móvil empleaban herramientas hidráulicas para sacar los cuerpos de un Mercedes 300E que envolvía un árbol. Todo el mundo estaba tenso y trastornado. Se oía el ulular de una sirena, y la policía había cortado la calle. Brazil aparcó el BMW tan cerca como se lo permitieron y corrió hacia las luces azules y rojas y los motores ronroneantes.

Cuando llegó West, los agentes le franquearon el paso. Distinguió a Brazil, que tomaba notas. Atenazado por el horror, observaba cómo Raines y sus compañeros extraían otro cuerpo del interior del Mercedes y lo colocaban en el interior de una bolsa. Los rescatadores dejaron a la víctima junto a otros tres cuerpos sobre el pavimento manchado de aceite y sangre. West contempló el destrozado coche patrulla de Charlotte con el avispero del emblema en las puertas. Volvió la atención hacia otro coche policial detenido no lejos del lugar, en cuyo interior la agente Michelle Johnson, derrumbada en el asiento trasero con un pañuelo manchado de sangre sobre su rostro destrozado, temblaba y se estremecía. West se dirigió rápidamente hacia allí. Abrió la puerta de atrás del coche patrulla y se sentó junto a la conmocionada agente.

—Todo saldrá bien —dijo West y pasó el brazo en torno a una mujer joven que aún no comprendía qué acababa de pasarle—. Tenemos que llevarla a un hospital —añadió.

—¡No, no, no! —gritó Johnson, y se cubrió la cabeza con las manos como si su avión fuera a estrellarse—. ¡No lo vi hasta que pasó el semáforo! ¡Yo tenía verde! Respondía a la llamada de la radio, pero tenía el semáforo en verde. Lo juro. ¡Oh, Dios! No, no, por favor. No. Por favor, por favor, por favor.

Brazil se había acercado despacio al coche patrulla y oyó lo que decía la agente Johnson. Avanzó hasta la puerta del vehículo y se asomó por la ventanilla. Vio a West consolando a una agente que acababa de estrellarse contra otro coche, en el que habían muerto todos los ocupantes. West alzó la cabeza un instante. Sus miradas se cruzaron. Brazil tenía el bolígrafo en la mano y un cuaderno lleno de citas que ahora sabía que nunca utilizaría en ningún artículo. Bajó el bolígrafo y el cuaderno y se alejó lentamente. Ya no era el mismo periodista ni la misma persona que poco antes.

Regresó al periódico. Anduvo sin prisas y no se sintió feliz mientras se encaminaba a su mesa de trabajo. Ocupó la silla, tecleó su contraseña y buscó la papelera de su ordenador. Betty Cutler, la redactora jefe de noche, era un viejo cuervo muy mordaz. Había rondado a la espera de Brazil durante horas y se abalanzó sobre él. Enseguida empezó con su molesta costumbre de sorberse la nariz cuando hablaba. Brazil había pensado alguna vez que quizá la mujer tenía un problema de cocaína.

—Tenemos que maquetar esto en cuarenta y cinco minutos —le dijo—. ¿Qué dijo la agente?

Brazil empezó a mecanografiar el primer párrafo y consultó las notas.

—¿Qué agente? —preguntó a su vez, aunque sabía perfectamente a quién se refería.

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