—¿Vienes mucho por aquí? —Brazil hizo girar la cerveza en su botella marrón oscura.
—De vez en cuando. ¿Tienes hambre?
Axel sonrió, exhibiendo su blanca dentadura bien cuidada.
—Un poco.
Se instalaron en el salón comedor, que sólo se distinguía del bar en que había sillas de capitán en las mesas y en que los ventiladores del techo funcionaban con tal intensidad que parecían a punto de despegar. Por los altavoces sonaba Jimmy Buffet. La mesa, con una vela y un frasco de salsa de tabasco sobre ella, se movía tanto que Brazil tuvo que ponerle una cuña con varios sobres de Sweet & Low. Axel empezó pidiendo un Shark Attack con abundante ron Myers y convenció a Brazil de que pidiera un Rum Runner, que llevaba suficiente alcohol como para fundir las luces de la mitad de su cerebro.
Como si Brazil aún no tuviese bastantes problemas, Axel pidió un cubo lleno de botellas heladas de cerveza Rolling Rock. El crítico musical estaba seguro de que todo iría como la seda. Brazil era un cachorro y podía ser adiestrado. Axel sospechó que el joven quizá no había estado borracho en su vida. Increíble. ¿Dónde se había criado? ¿En un monasterio? ¿En una iglesia mormona? Brazil llevaba otros vaqueros algo pequeños, recuerdo de los tiempos del instituto, y una camiseta del equipo de tenis. Axel intentó no pensar en cómo sería quitarle aquellas ropas.
—Aquí todo es bueno —dijo Axel sin mirar la carta, e inclinado hacia la luz de la vela—. Frituras, pasteles de cangrejo, bocadillos Po-Boy. A mí me gustan las navajas, y normalmente escojo conchas de peregrino fritas.
—Muy bien —dijo Brazil a los dos Axel que tenía sentados frente a él—. Me parece que intentas emborracharme.
—De ninguna manera —dijo Axel, e hizo una seña a la camarera—. Apenas has bebido nada.
—No suelo hacerlo. Y esta mañana he corrido doce kilómetros —apuntó Brazil.
—Vaya —dijo Axel—. Estás en buenas manos, me parece que tendré que educarte un poco y espabilarte.
—No creo. —Brazil quería irse a casa y esconderse en la cama. Solo—. No me encuentro muy bien, Tommy.
Axel insistió en que la comida le sentaría bien, y hasta cierto punto tenía razón. Brazil se sintió mejor después de vomitar en el lavabo.
Cambió al té helado y esperó a que su clima interno se despejara.
—Tengo que irme —dijo a Axel, que cada vez estaba más hosco.
—Todavía no —murmuró Axel, como si fuera él quien tuviera que tomar la decisión.
—Claro que sí. Me voy. —Brazil mostró una correcta insistencia.
—No hemos tenido ocasión de hablar —le dijo Axel.
—¿Sobre qué?
—Ya sabes.
—¿Tengo que adivinarlo? —Brazil empezaba a sentirse molesto. En realidad su mente seguía en Dilworth.
—Ya lo sabes —repitió Axel con una mirada intensa.
—Lo único que quiero es que seamos amigos —le hizo saber Brazil.
—Exactamente lo mismo que yo. —Axel no habría podido estar más de acuerdo—. Quiero que nos conozcamos el uno al otro para que podamos ser grandes amigos.
Brazil sabía responder a una insinuación cuando oía alguna.
—Tú quieres que seamos mejores amigos de lo que yo quiero. Y quieres empezar ahora mismo. Digas lo que digas, sé lo que ocurre, Tommy. Lo que me estás diciendo no es sincero. Si en este momento te dijera que voy a tu casa contigo, te lanzarías así de fácil. —Chasqueó los dedos.
—¿Y qué hay de malo en ello? —A Axel la idea le había gustado mucho y se preguntaba si era remotamente posible.
—Mira, es una contradicción. A esto no se le llama ser amigos, se le llama acostarse juntos. —Brazil lo miró furioso—. No soy un trozo de carne ni un juguete para una sola noche.
—¿Quién ha hablado de una sola noche? Yo siempre pienso a largo plazo —le aseguró Axel.
Brazil se dio cuenta de que los dos tipos con músculos prominentes y grandes tatuajes, vestidos con monos manchados de grasa y que bebían cerveza Budweiser en botella de cuello largo, los miraban furiosos, como si hubieran oído lo que decían. Aquello no presagiaba nada bueno y Axel estaba tan obsesionado que no veía los dedos robustos que tamborileaban en la mesa ni los mondadientes que se agitaban en sus bocas de aspecto torvo ni las miradas cortantes, mientras hacían planes para atacar a los maricones en la oscuridad del aparcamiento cuando regresaran al coche.
—Lo que siento por ti es muy profundo, Andy —prosiguió Axel—. Para serte sincero, estoy enamorado de ti. —Se echó hacia atrás en su silla y levantó las manos en un teatral ademán de desesperación—. Exactamente eso. Ya te lo he dicho. Ódiame si quieres. Huye de mí.
—Es vomitivo —dijo Rizzo, que lucía el tatuaje de una tetuda mujer desnuda llamada Tiny.
—Necesito tomar el aire —convino su compañero, Buzz Shifflet.
—Tommy, creo que deberíamos espabilar y marcharnos de aquí lo más deprisa posible —sugirió Brazil en voz baja y con autoridad—. He cometido un error, de acuerdo, y te pido disculpas. No tenía que haber venido y no deberíamos estar aquí. Estaba de mal humor y la he tomado contigo. Ahora vamos a marcharnos enseguida.
—Así que me odias… —Axel había caído en su rutina lastimera, aquélla de «eso me ha dolido profundamente».
—Entonces, quédate. —Brazil se puso en pie—. Voy a traer tu coche al porche delantero, y quiero que subas enseguida. ¿Lo has comprendido? —Pensó de nuevo en West y volvió a enfurecerse.
Brazil miró a su alrededor como si esperase que en cualquier momento fuera a empezar un tiroteo y estuviese preparado para ello aunque a la vez fuese consciente de sus limitaciones. Estaba todo lleno de blancos pobres que bebían cerveza y comían pescado frito con salsa tártara, salsa rosa y ketchup. Miraban a Axel y Brazil. Axel comprendió que la idea de Brazil de ir a buscar el coche era lo más inteligente.
—Mientras tanto yo pagaré la cuenta —dijo Axel—. Esta cena es una invitación mía.
Brazil sabía muy bien que en ese mismo instante dos de los tipos grandes vestidos con monos se encontraban en el aparcamiento esperando a los dos maricas. No le importaba especialmente que aquellos tipos se hubieran llevado una impresión equivocada sobre él y de las decisiones que había tomado en su vida, pero no le interesaba que le pegaran una paliza. Pensó deprisa y localizó a la camarera, que se encontraba sentada ante una de las mesas del bar, fumando y escribiendo el menú del día siguiente en una pizarra.
—Señora —le dijo—. ¿Podría usted ayudarme en un serio problema?
Ella lo miró con escepticismo, y la expresión de su semblante cambió. Cada noche había hombres que le decían cosas similares después de haber bebido cubos de cerveza. El problema era siempre el mismo y muy fácil de remediar si no le importaba entrar en el restaurante unos minutos y bajarse los pantalones.
—Diga. —Continuó escribiendo, sin hacer caso de aquel idiota.
—Necesito un alfiler —dijo él.
—¿Un qué? —Alzó la vista de la pizarra y se lo quedó mirando—. ¿Qué quiere decir?
—Necesito un alfiler, una aguja. Y algo para esterilizarlo.
—¿Para qué? —La mujer frunció el ceño y abrió su gruesa agenda de plástico.
—Una astilla.
—¡Ah! —Por fin comprendía—. ¿No le pone malo que ocurra eso? Este lugar también está lleno de ellas. Ahora mismo se lo doy, cariño.
Sacó una aguja de una caja de plástico transparente que contenía un equipo de costura que había conseguido en el último hotel al que la había llevado un tipo rico. Le tendió una botella de quitaesmaltes para uñas. El sumergió la aguja en la acetona y salió al porche con valentía. Estaba claro que los dos matones estaban cerca del coche, esperando. Echaron a correr hacia él en cuanto lo vieron, y Brazil se clavó la aguja en el pulgar de la mano izquierda. Se lo apretó para que saliera toda la sangre posible y se untó la cara con ella. Luego se la sostuvo entre las manos como si estuviera mareado.
—Dios mío —gimió, trastabillando en los escalones y dejándose caer en la barandilla del porche, con la cara ensangrentada entre las manos.
—¡Mierda! —Rizzo había llegado junto a él y estaba totalmente desconcertado.
—¿Qué coño te ha ocurrido? —le preguntó.
—Mi primo, que está ahí dentro —dijo Brazil débilmente.
—¿Ese maricón con el que estabas sentado? —preguntó Shifflet.
—Sí, claro —asintió Brazil—. Tiene el sida, joder, y me ha tirado sangre encima el muy cabrón.
Bajó tambaleante otro escalón, y Shifflet y Rizzo se apartaron de su camino.
—¡Me ha entrado en los ojos y en la boca! ¿Sabéis lo que significa eso? ¿Hay algún hospital cerca, tíos? Tengo que ir al hospital. ¿Podéis llevarme?
Brazil siguió tambaleándose y casi chocó con ellos. Shifflet y Rizzo echaron a correr. Se metieron en el Nissan Hard Body XE de tracción a las cuatro ruedas y con neumáticos de tamaño exagerado a prueba de rocas.
La noche siguiente, lunes, también Blair Mauney III disfrutaba de una comida agradable en la Ciudad de la Reina. El banquero ocupaba una mesa en Morton's of Chicago, su restaurante preferido cuando el negocio lo llevaba a la sede central. Era un cliente del local, de alta categoría y con ventanas de cristal tintado, contiguo al Carillon y situado frente al templo de la Primera Iglesia Presbiteriana, que también tenía cristaleras de vidrio tintado, pero más antiguas y espectaculares, sobre todo después de oscurecer, cuando Mauney se sentía solo y con ganas de salir a ligar.
No necesitaba las explicaciones de la joven y bonita camarera que presentaba el carrito con las carnes crudas y las langostas vivas que agitaban las pinzas, sujetas con gomas elásticas. Siempre pedía el filete Nueva York al punto, una patata asada con un poco de mantequilla y la ensalada de cebolla roja picada y tomate con el famoso aderezo de queso azul de Morton's. Mauney se ayudó a engullir todo aquello con una abundante cantidad de Jack Black con hielo. Al día siguiente tendría un desayuno con Cahoon, el director de política de riesgos del banco y el de la sección de créditos, además del director general de USBank South, junto con un par de directivos más. Era una reunión rutinaria, que celebrarían en torno a la espléndida mesa del magnífico despacho de Cahoon en su monte Olimpo. No había ninguna crisis ni tampoco una buena noticia de la que Mauney tuviera conocimiento; sólo había más de lo mismo, y su resentimiento alcanzó un punto álgido.
Habían sido sus antepasados quienes habían fundado el banco, en 1874. Y era Mauney quien debería estar acomodado y protegido dentro de la corona y cuyo retrato en blanco y negro debería aparecer impreso periódicamente en el
Watt Street Journal.
Mauney detestaba a Cahoon, y siempre que se le presentaba la ocasión dejaba caer comentarios venenosos sobre su jefe y difundía chismes maliciosos que insinuaban excentricidades, malas decisiones y motivos maliciosos para el bien que Cahoon había hecho en el mundo. Mauney pidió que le envolvieran las sobras en una bolsa, como siempre hacía, porque nunca sabía cuándo podía volver a tener hambre en su habitación del lujoso hotel Park, cerca de Southpark Mall.
Pagó la cuenta, setenta y tres dólares y setenta centavos, y dejó un dos por ciento menos de su propina habitual del quince por ciento, que calculó al centavo en una calculadora fina como una oblea que guardaba en la cartera. La camarera había tardado en traerle la cuarta copa y no era excusa que estuviera muy ocupada. Salió a la calle y aguardó en la acera de West Trade Street mientras los chicos que aparcaban los coches corrían, como siempre, a buscarle el suyo, un Lincoln Continental negro de alquiler. Cuando estuvo en el coche se dio cuenta de que en realidad aún no le apetecía volver al hotel.
Pensó brevemente en su esposa y en sus infinitas operaciones quirúrgicas y demás pasatiempos médicos, como él los catalogaba. Era increíble la cantidad de dinero que Mauney había gastado en ella en un año. Y en realidad ni uno sólo de los puntos de sutura la habían mejorado un ápice. Su mujer era un maniquí que cocinaba y servía las bebidas en las fiestas. Mauney guardaba enterrados en un profundo rincón de su mente bancaria recuerdos de Polly en Sweetbriar, cuando un coche lleno de compañeros de estudios de Mauney se presentó a buscarla para ir al baile un sábado por la noche de un mes de mayo. Polly estaba preciosa con un vestido azul y no quiso saber nada de él.
El hechizo ya se había producido. Mauney tenía que conseguirla enseguida. Pero Polly estaba ocupada, era difícil de localizar y no le prestaba la menor atención. Él empezó a llamarla dos veces al día. Aparecía en el campus, prendado de ella sin remedio. Naturalmente, ella sabía muy bien lo que se hacía. Polly había sido aleccionada a fondo en su casa. Sabía lo que hacían los hombres si una chica aceptaba sus atenciones. Sabía cómo hacerse la difícil. Sabía que Mauney tenía el pedigrí y la cartera que a ella le habían prometido desde la infancia porque era su destino y su derecho. Catorce meses después de su primer encuentro, se casaron, exactamente a las dos semanas de que Polly se graduara
cum laude
, con un título en lengua inglesa que, según decía con orgullo su nuevo marido, la hacía insólitamente experta para redactar invitaciones y notas de agradecimiento.
Mauney no podía determinar con precisión cuándo habían empezado las muchas complicaciones físicas de su esposa. Todavía jugaba a tenis y seguía llena de vitalidad y disfrutando de la buena fortuna que él le hacía posible cuando tuvo su segundo hijo. Mujeres. Mauney no las entendería nunca. Llegó a la calle Quinta y empezó a explorar las aceras como solía hacer cuando estaba muy preocupado. Empezó a sentirse estimulado mientras contemplaba la vida nocturna y pensaba en su viaje del día siguiente por la tarde. Su esposa pensaba que se quedaría en Charlotte durante tres días. Cahoon y compañía pensaban que regresaría a Asheville después del desayuno. Todos andaban equivocados.
Mientras la familia viajaba desde los distantes aeropuertos de Los Ángeles y Nueva York, la desconsolada jefa de policía y sus hijos repasaban armarios y cajones y llevaban a cabo la penosa tarea de disponer de la ropa y demás efectos personales de Seth y de proceder a su reparto. Hammer era incapaz de mirar hacia la cama de su difunto marido, donde había empezado la pesadilla cuando Seth había empezado a beber y a imaginar maneras de causar daño de verdad a su mujer. «Bien, Seth, te saliste con la tuya. Encontraste la manera», pensó Hammer. Procedió a doblar las camisas, los pantalones, la ropa interior y los calcetines, todo ello de talla supergrande, y a colocarlo todo en bolsas de papel para el Ejército de Salvación. No tomaron ninguna decisión respecto a los objetos de valor de Seth, como sus cuatro relojes Rolex, el anillo de bodas que hacía más de diez años que no se lo podía poner, la colección de relojes de oro del ferrocarril que había pertenecido a su abuelo, o el Jaguar, por no hablar de las acciones y el dinero en metálico. Hammer no tenía interés en nada de ello, y a decir verdad esperaba que su difunto marido la olvidara una vez más en su última voluntad. Hammer no había sido nunca materialista y no iba a empezar a serlo ahora.