—¿Qué opinas? —le susurró West a Hammer.
—Fraude, de entrada. Llevaremos todo esto al FBI para ver qué sacan en claro.
El helicóptero de la prensa sobrevoló la zona en círculos, a poca altura. La bolsa que contenía el cadáver fue cargada en la ambulancia.
—¿Qué hacemos con Cahoon? —inquirió West.
Hammer respiró hondo y lo sintió por el banquero. ¿Cuántas malas noticias podía encajar alguien en una noche?
—Yo lo llamaré, le diré lo que sospechamos —murmuró con tono sombrío.
—¿Vamos a hacer pública la identidad de Mauney esta noche?
—Preferiría esperar hasta la mañana. —Hammer tenía la vista fija más allá de las luces brillantes y del cordón policial—. Creo que tienes un visitante —le dijo a West.
Brazil estaba junto al cordón policial tomando notas. Aquella noche no iba de uniforme y tenía una expresión dura cuando sus ojos se cruzaron con los de West y le sostuvo la mirada. Ella se dirigió hacia él, y los dos se alejaron un poco de los demás hasta quedar frente a frente, cada uno a un lado de la cinta amarilla que delimitaba la escena del delito.
—Esta noche no daremos ninguna información —le dijo ella.
—Me ceñiré a hacer lo de costumbre —dijo él, al tiempo que levantaba la cinta para colarse por debajo.
—No. —Ella se interpuso—. Esta vez no podemos dejar pasar a nadie.
—¿Por qué no? —preguntó irritado.
—La cosa está muy complicada.
—Como siempre. —Los ojos de Brazil centellearon.
—Lo siento.
—Otras veces me has dejado pasar —protestó él—. ¿Por qué ahora no?
—Te he dejado pasar cuando estabas conmigo.
West empezó a retroceder.
—¿Cuando estaba…? —Brazil expresaba un dolor casi incontenible—. ¡Estoy contigo!
West miró a su alrededor, deseosa de que Brazil bajara la voz. No podía decirle lo que había encontrado en el coche de la víctima y lo que probablemente significaba respecto a la no tan inocente víctima, Blair Mauney III. Miró hacia Hammer. La jefa seguía dentro del Lincoln, examinando más documentos, agradecida tal vez de la distracción que ello le suponía de sus tragedias personales. West pensó en la conducta de Brazil en su casa mientras Raines miraba la cinta de vídeo. Aquello era un lío y no podía continuar. Había tomado la decisión correcta y notaba el cambio que se había producido en su interior. Había bajado el telón. Fin.
—¡No puedes hacerme esto! —prosiguió Brazil furioso—. ¡No he hecho nada malo!
—Por favor, no hagas una escena o tendré que pedirte que te marches —dijo la jefa ayudante West.
Brazil, furioso y herido, comprendió la verdad.
—No vas a dejar que patrulle contigo nunca más.
West intentó calmarlo.
—Andy —le dijo—, eso no podía durar siempre. Tú lo sabías desde… desde el primer momento. Soy lo bastante mayor como para… para…
Brazil retrocedió, con los ojos puestos en ella. Era una traidora, una arpía, una tirana de corazón duro, la mujer más infame que jamás había entrado en su vida. No lo quería. Nunca lo había querido.
—No te necesito —dijo él con crueldad.
Brazil dio media vuelta y echó a correr hacia su BMW.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó West mientras Hammer llegaba de repente junto a ella.
—¿Problemas? —Hammer miró a Brazil, con las manos en los bolsillos.
—Los mismos de siempre. —A West le hubiera gustado matarlo—. Ese tipo va a hacer algo.
—Buena deducción. —Los ojos de Hammer estaban tristes y cansados, pero se sentía llena de fuerza y de confianza en la vida.
—Será mejor que vaya tras él. —West empezó a alejarse.
Hammer se quedó donde estaba. Las luces le centelleaban en la cara mientras miraba a West, quien esquivaba reporteros y corría hacia su coche. Hammer pensó en un nuevo amor, en las personas enamoradas unas de otras sin saberlo y que se peleaban, huían y se perseguían. La sirena de la ambulancia empezó a sonar cuando se puso en marcha para llevarse lo que había quedado de un hombre por el que, a decir verdad, llegado aquel punto, Hammer no sentía ninguna pena. Nunca habría deseado que fuera objeto de una violencia tan tremenda, pero el muerto era un pedazo de mierda, un ladrón, un estafador, y era más que posible que hubiese estado perpetuando el tráfico de droga. Hammer iba a investigar el caso personalmente, y si era necesario utilizaría como ejemplo a Blair Mauney III, que había planeado joder al banco y a una prostituta durante el mismo viaje.
—La gente muere de la misma manera que ha vivido —le comentó al detective Brewster, dándole unas palmadas en la espalda.
—Jefa Hammer —dijo Brewster mientras ponía otro carrete de película en su cámara—, siento mucho lo de su marido.
—Y yo. Mucho más de lo que puedas imaginarte. —Hammer se agachó para pasar por debajo del cordón policial.
Brazil tenía que haber corrido mucho, o tal vez se habría escondido en otro callejón. West patrulló por West Trade Street en busca de su viejo BMW. Miró por los espejos retrovisores y no vio ni rastro de él, mientras la emisora policial era un ruido sostenido que anunciaba más problemas en la ciudad. Cogió el móvil y marcó el número de la oficina de Brazil en el
Observer.
A la tercera señal, la llamada fue desviada a otra oficina, y West colgó. Buscó torpemente un cigarrillo y tomó la calle Quinta, observando los coches conducidos por hombres que echaban un vistazo al mercado de madrugada. West puso en marcha la sirena y las luces, sobresaltando a los que se traían algo entre manos. Vio a las putas y los travestis dispersarse mientras sus potenciales clientes aceleraban la marcha.
—Hijos de puta —murmuró West, tirando la ceniza del cigarrillo por la ventanilla—. ¿Merece la pena morir por eso? —les gritó.
Cahoon vivía en Myers Park, de Cherokee Place, y su espléndida mansión de ladrillos estaba sólo parcialmente iluminada porque su dueño, su esposa y su hija más pequeña se habían ido a la cama. Aquello no disuadió a Hammer. Se disponía a hacer una cosa decente por el presidente del banco y gran benefactor de la ciudad. Cuando Hammer llamó al timbre se sentía consumida en rincones de ella misma que ni quisiera sabía que existieran. Notaba tal vacío y soledad que le producía miedo. No soportaba la idea de irse a casa y volver a pasar por los sitios donde Seth se sentaba, se acostaba, caminaba o revolvía. No quería ver los restos de una vida que ya no existía. Su taza de café favorita, el helado de chocolate con virutas de chocolate Ben & Jerry's que no había tenido ocasión de comer. El antiguo abrecartas de plata de ley que él le había regalado las Navidades de 1972, y que ella todavía guardaba en el escritorio de su despacho.
Cahoon escuchó el timbre de su suite principal, en el piso de arriba, donde los arbustos de boj podados como esculturas y los viejos magnolios arropaban aquel edificio tachonado de joyas y rematado con la corona. Dejó sobre la mesa un fajo de hojas con el logotipo impreso y se preguntó quién coño se atrevería a pasar por su casa a aquella hora. Se acercó al portero automático de la pared, descolgó el receptor y se sorprendió al ver a la jefa Hammer en el monitor de vídeo.
—¿Judy?
—Ya sé que es tarde, Sol. —La jefa miró a la cámara y habló por el intercomunicador—. Pero necesito hablar contigo.
El banquero pensó en sus hijos, alarmado. Sabía que Rachael estaba en cama, pero sus dos hijos mayores podían encontrarse en cualquier parte.
—¿Algún problema?
—Me temo que sí —respondió Hammer.
Cahoon cogió la bata del colgador y se la puso. Sus zapatillas pisaron la inacabable alfombra persa antigua que cubría las escaleras. El dedo índice se movió sobre el teclado de alarma antirrobo, desconectó los detectores de roturas de cristales, los sensores de movimiento, los contactos de todas las puertas ventanas, y desvió la alarma de la caja fuerte y de su valiosísima colección de arte, que estaban en alas separadas de la casa y protegidas por sistemas independientes. Después franqueó el paso a Hammer. Cahoon entrecerró los ojos para amortiguar el fulgor de las potentes luces que se encendían cada vez que algo de más de palmo y medio de alto se movía en un radio de dos metros en torno a la casa. Hammer no tenía buen aspecto. Cahoon no podía imaginar por qué estaba levantada tan temprano, cuando hacía tan poco del súbito fallecimiento de su marido.
—Entra, por favor —le dijo, ya plenamente despierto y más amable de lo habitual—. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?
Ella lo siguió al gran salón; una vez allí, el banquero se dirigió al mueble bar. Hammer había estado en la mansión una sola vez, en una espléndida fiesta amenizada por un cuarteto de cuerda y con unas enormes fuentes de plata llenas de langostinos en hielo. Al banquero le gustaban las antigüedades inglesas y coleccionaba libros antiguos con bellas tapas de cuero repujadas y páginas de papel jaspeado.
—Bourbon —decidió Hammer.
A Cahoon, que seguía una dieta sin grasas y sin alcohol, nada atractiva, le pareció una elección excelente. Así también él tomaría uno doble, solo, sin hielo. Destapó una botella del mejor licor que tenía y no se molestó en sacar los posavasos de cóctel con el logotipo que tanto le gustaban a su esposa. Cahoon sabía que necesitaba aquella medicina porque Hammer no había acudido allí para llevarle buenas noticias. «Dios mío, no permitas que les haya ocurrido algo a los chicos», rogó. No había día que el padre no se preocupara por ellos, por su vida disipada y por su afición a la velocidad, ya fuera en coches deportivos o en motos de agua Kawasaki de cien caballos de potencia.
«Haz que estén bien y te prometo ser mejor persona», volvió a rogar en silencio.
—He sabido lo de tu… —empezó a decir.
—Gracias, Sol. Le habían amputado tanto… —Hammer carraspeó. Tomó un sorbo de bourbon y el calor de la bebida la tranquilizó—. No habría tenido una buena calidad de vida aunque los médicos lo hubiesen curado. Casi doy gracias de que no sufriese más de lo que padeció.
Como era típico en ella, buscaba el lado positivo de lo sucedido al tiempo que su corazón temblaba, herido y asustado.
Hammer no podía aceptar el hecho de que en adelante, cuando el sol se levantara aquella mañana y cada una de las mañanas siguientes, en su casa reinara el silencio. No habría sonidos nocturnos de alguien que revolvía en las alacenas y cajones o que encendía el televisor. No habría nadie a quien responder, a quien informar, a quien llamar cuando llegara tarde o cuando no fuese a cenar, como solía ocurrir. No había sido una buena esposa. Tampoco había sido una amiga especialmente recomendable. Cahoon se quedó sin palabras, paralizado, al ver que aquella poderosa mujer rompía a llorar. Hammer puso todo su empeño en mantener su férreo autocontrol habitual, pero no tuvo fuerzas para conseguirlo. Cahoon se levantó de su sillón de piel y bajó la intensidad de luz de las lámparas de oscura madera de caoba que había rescatado de una mansión inglesa del siglo XVI, de estilo Tudor. Se acercó a Hammer y tomó asiento en la otomana. Luego la tomó de la mano.
—Bueno, Judy —dijo con suavidad. Él también sintió ganas de llorar—. Tienes derecho a sentirte así y a expresarlo. Aquí estamos solos los dos, tú y yo, dos seres humanos en la intimidad de un salón. No importa quiénes seamos.
—Gracias, Sol —susurró ella con un temblor en la voz mientras se enjugaba las lágrimas y tomaba otro trago de bourbon.
—Bebe todo lo que quieras —le sugirió él—. Tenemos muchas habitaciones para invitados y puedes quedarte si no estás en condiciones de conducir.
Hammer dio unas palmaditas en la mano a Cahoon, cruzó los brazos y respiró hondo.
—Hablemos de ti —dijo.
El banquero se levantó abatido y volvió a su sillón. Desde allí se preparó mentalmente y la miró.
—Por favor, no me digas que se trata de Michael o de Jeremy —dijo con voz apenas audible—. Ya sé que Rachael está bien. Mi hija duerme en su habitación. Y a mi mujer tampoco le sucede nada; también duerme a pierna suelta. —Hizo otra pausa para recuperar la calma y continuó—: Mis hijos aún están un poco desmadrados; los dos trabajan para mí y no lo llevan muy bien. Sé que viven intensamente; demasiado intensamente, con franqueza…
Hammer pensó en sus propios hijos, y de pronto se sintió consternada al pensar que podía haber causado un momento de preocupación a aquel padre.
—No, no, Solomon… —se apresuró a tranquilizarlo—. Mi visita no tiene que ver con tus hijos ni con nadie de tu familia.
—Gracias a Dios. —Cahoon bebió otro trago de bourbon—. Gracias, gracias, Señor.
El viernes siguiente, en la sinagoga, daría una limosna más pródiga de lo habitual. Quizá construyera otro centro médico para niños en otra parte, quizás estableciera otra beca o dotara de fondos al hogar de jubilados y a la escuela pública para niños con problemas, o a un orfanato. Cahoon estaba harto de desgracias y de ver a gente sufriendo, y aborrecía los delitos como si cada uno de ellos estuviera dirigido contra él.
—¿Qué quieres que haga? —Se inclinó hacia delante, dispuesto a ponerse en acción.
—¿Hacer? ¿Respecto a qué? —Hammer estaba desconcertada.
—Ya lo he entendido.
Aquello la dejó aún más confusa. ¿Era posible que Cahoon supiera ya de qué quería hablarle? El banquero se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro con sus zapatillas Gucci de piel.
—Ya es suficiente —prosiguió con vehemencia—. Estoy de acuerdo contigo y comprendo tu punto de vista. Casas asaltadas, coches reventados, niños acosados… En esta ciudad y en todas partes, pero además en este país todo el mundo tiene armas. Hay un arma en cada casa. La gente se hace daño a sí misma y hace daño a los demás, a veces sin proponérselo siquiera. Por mero impulso. —Dio media vuelta y continuó caminando en dirección contraria—. Dañados por las drogas y el alcohol. Suicidios que quizá no se hubiesen producido de no haber tenido un arma tan a mano. Acci… —Se interrumpió al recordar lo que le había pasado al marido de Hammer—. ¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres que hagamos, nosotros, el banco?
Se detuvo y fijó en ella unos ojos apasionados.
No era aquello lo que Hammer había previsto cuando había llamado al timbre, pero sabía amoldarse a las circunstancias.
—Desde luego, podrías ser un cruzado, Sol —respondió ella con aire pensativo.
Un cruzado. A Cahoon le gustó la imagen y pensó que ya era hora de que ella viera en él cierto valor. Se echó hacia atrás en su asiento y se acordó del bourbon.