El bastión del espino (13 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Pero Bronwyn tenía motivos suficientes para pensar de otro modo. Malchior había corrido muchos riesgos para encontrarse con ella, y aquella noche estaba dispuesta a descubrir por qué.

Bordeó la sala de fiestas La Sirena Amable, una estructura de piedra de gran tamaño y escaso buen gusto de la que emergían más torreones que cabezas tiene una hidra, así como numerosos balcones engalanados con intrincados diseños de hierro forjado. El edificio ocupaba el interior de una manzana de casas entero; se apartó de él para doblar por el callejón de los Gatos. Alzó la vista para contemplar las cabezas de piedra de aspecto natural que adornaban los aleros de multitud de edificios y recordó los relatos de taberna que aseguraban que a veces incluso se los había visto hablar con los transeúntes. Sin embargo, las únicas voces que se oían ahora eran las de los gatos extraviados que rebuscaban entre los desechos de las carnicerías que ofrecían sus mercancías durante el día. El aroma dejado por aquellas tiendas pendía pesado en el aire quieto, empapado de niebla. Bronwyn se alzó la capa por encima de la nariz y aceleró el paso, mientras intentaba esquivar a un par de gatos atigrados que se disputaban un pedazo de embutido.

A poca distancia de las tiendas, encontró el muro trasero del recinto ajardinado de la mansión. Palpó con la punta de los dedos la piedra y encontró el pestillo en el punto exacto donde el elfo había señalado que estaba. Tras prometer en silencio ser generosa en el pago de aquella deuda en particular, Bronwyn levantó el pestillo y esperó a que la puerta de piedra se abriera. Se coló por la abertura y se ocultó en la sombra de una pérgola de parra que decoraba el centro del jardín.

En un extremo de la pérgola, oculto a miradas indiscretas por la espesura de las hojas de parra, estaba el primer centinela. Bronwyn recordaba haberlo visto entre los soldados zhentarim que habían irrumpido en los baños tras la llamada de Malchior.

Titubeó un instante. No era fácil matar a un hombre, pero aquél en particular parecía haber estado muy dispuesto a matarla a ella, o a dejarla presa en manos de Malchior, lo cual probablemente habría sido peor.

Se deslizó por detrás del centinela con un pedazo de cuerda delgada, pero resistente, en las manos. Con un movimiento fugaz y súbito, alargó los brazos por entre la parra y rodeó la garganta del hombre con la cuerda. De sus labios escapó un breve y ahogado gruñido, que fue incrementando de volumen a medida que el hombre conseguía agarrar la soga con sus manos. Era mucho más fuerte que ella, y, en un momento de pánico, Bronwyn se dio cuenta de que pronto sembraría la alarma.

Se echó hacia atrás, afianzando ambos pies contra el emparrado de la pérgola, y tiró de la cuerda. Al cabo de un momento, el hombre se quedó en silencio. Bronwyn ató la cuerda con mano firme al emparrado y luego pasó al otro lado. Los ojos saltones del hombre fueron testimonio de la efectividad de su ataque. La mujer respiró hondo para tranquilizarse y luego se dirigió hacia la cámara de hielo.

La mansión estaba bien equipada, incluso el edificio de reducidas dimensiones y gruesos muros donde se almacenaban los pedazos de hielo que recogían en un río cercano y que serían un lujo durante los siguientes meses de verano. La casa estaba ahora casi llena y en ella hacía tanto frío como si fuera pleno invierno. Bronwyn se arrebujó todavía más en su capa mientras se abría paso entre los bloques de hielo.

Al final del pasillo encontró otra puerta oculta. Al abrirla, descubrió un pequeño túnel oscuro. Palpó en la oscuridad en busca del estante en el que le habían prometido que se guardaban velas; encendió una y fue avanzando por el estrecho pasadizo hasta encontrar un tramo de empinados escalones.

Según el elfo, aquel pasadizo atravesaba el muro trasero y desembocaba en la alcoba más lujosa de la mansión, donde seguramente se alojaría Malchior. Sólo confiaba en encontrarlo a solas.

Bronwyn avanzó sigilosamente por el pasillo y luego subió un tramo de empinadas escaleras de madera. Se movía con lentitud, avanzando sin que ningún crujido pudiera delatar su presencia. A cada paso que daba, se sentía más y más inquieta. No había telarañas en aquel túnel, ni señal alguna de que hubiera ratones.

¿Cómo podía ser secreto un paso tan bien conservado?

En el preciso instante en que empezaba a considerar la conveniencia de dar media vuelta, el pasadizo desembocó en otra puerta, esta vez una delgada hoja de madera cubierta por un tapiz. En apariencia, Malchior estaba solo y sumido en sus oraciones.

Bronwyn mantuvo los ojos cerrados e intentó no escuchar mientras la espantosa cadencia del cántico subía y bajaba. Saber que Malchior trabajaba a favor del Cyric era una cosa; otra muy distinta era estar allí mientras el dios de la oscuridad y la maldad era invocado.

Al final, Malchior acabó con sus oraciones. Bronwyn alcanzó a oír el gruñido que escapó de sus labios ante el esfuerzo de poner en pie su voluminoso cuerpo y luego el crujido de protesta del suelo de piedra ante el peso de sus zancadas.

El siguiente paso era el más arriesgado. Bronwyn abrió la puerta, se deslizó por detrás del tapiz y asomó la cabeza por un extremo. Malchior no estaba solo, después de todo, pero la joven mujer con quien compartía la noche yacía muerta entre el desorden.

Se percató también del estado lastimoso en que estaban las alfombras del elfo. El vestido de baratija y remendado que había depositado en una silla sugería que la mujer debía de proceder del distrito del Muelle; quizá fuera una furcia de taberna a la que alguno de los hombres de Malchior había atraído hasta la mansión con la promesa de conseguir dinero fácil dejándose acariciar por un anciano. ¿Cómo podía ella saber que aquel sacerdote jovial y voluminoso obtenía placer de la muerte y del poder que conseguía con sus tratos con la muerte?

A Bronwyn le latía desbocado el corazón cuando desenvainó el cuchillo y esperó.

Contempló cómo el sacerdote se servía un vaso de vino rojo oscuro de una botella de plata y lo levantaba en dirección a la mujer a modo de saludo. Bebió un sorbo y cerró los ojos como si rememorara un instante de felicidad. Luego, tras soltar un suave canturreo, se dirigió al baño, por detrás del tapiz.

La mujer saltó de su escondite y le propinó un puntapié. La bota desapareció en la inmensidad de su carnoso vientre, pero tuvo el efecto deseado. Malchior soltó un resoplido como si fuera un fuelle y cayó al suelo.

Bronwyn agarró un mechón de cabellos y le hizo echar la cabeza hacia atrás. Acto seguido, se puso tras él y apretó con fuerza el cuchillo contra su garganta.

—Si gritáis, seréis hombre muerto —lo amenazó en voz baja, furiosa.

Malchior tardó varios minutos en recuperar el habla, pero cuando lo hizo fue capaz de responder con admirable aplomo.

—Soy capaz de discernir lo que es obvio. Decidme qué queréis. Se me enfría el baño. O, mejor aún, podríais cambiaros y bañaros conmigo.

Bronwyn casi sintió admiración por el descaro que demostraba.

—La pregunta obvia es ésta: ¿por qué intentasteis matarme la otra noche? ¿Era otro de vuestros juegos?

—Un pensamiento agradable, pero no —repuso el sacerdote. La voz le salía ahora con más fuerza, pero la cólera que mostraba el rostro de Bronwyn lo impulsaba a observarla con ojos temerosos—. No era un juego. No os deshonraría con asuntos triviales. No sois una furcia de taberna que pueda usarse y luego descartarse.

—Me honráis. ¿Por qué, entonces?

El hombre alzó las manos, con las palmas hacia arriba.

—No fue nada personal. Formo parte de los zhentarim y vos sois hija de un reconocido enemigo de los zhentarim. Un hombre que desee conservar la vida no permite que queden lobeznos que puedan afilar los colmillos y crecer con ganas de venganza.

Bronwyn se quedó helada. Nada, nada de lo que hasta entonces había vivido o experimentado, nada que pudiese salir de aquel hombre retorcido de malvada imaginación, podría haberla dejado tan perpleja como aquellas simples palabras: «Vos sois hija de...». Alguien.

—¿Quién? —preguntó con urgencia—. ¿Quién es vuestro enemigo?

El sacerdote soltó una risotada y todas las carnes de su orondo cuerpo temblaron.

—Querida mía, soy sacerdote de Cyric. Tengo más enemigos que padres tiene esa puta.

El ligero énfasis que puso en la palabra «padres» estuvo a punto de hacer explotar a Bronwyn. Malchior había estado jugando con ella, y todavía pretendía hacerlo.

Contempló el cuchillo que tenía apoyado en su garganta y sintió deseos de hacer un tajo profundo, pero se contuvo porque si lo hacía nunca encontraría la respuesta que llevaba buscando desde hacía más de veinte años. Respiró hondo para tranquilizarse e intentó apaciguar su rabia.

—Decidme el nombre de mi padre. Decídmelo, y os dejaré con vida.

—¿Sois mujer de palabra? —se mofó el hombre—. ¿Dónde está mi collar?

—No fue culpa mía —gruñó—. Como vos mismo decís, un sacerdote de Cyric se granjea muchos enemigos. —Se le ocurrió una nueva alternativa para amenazarlo—.

Vos tocasteis el ámbar. Me preguntó qué tipo de secretos interesantes podría discernir un mago experimentado del rastro que vuestra magia dejó en él.

Aquel pensamiento hizo desaparecer el descaro de la mirada de Malchior, aunque sólo un instante.

—Y el collar, ¿está ahora en poder de un mago de ese tipo?

—Podría ser. Me lo devolvieron, pero estoy dispuesta a compartirlo por una buena causa.

Malchior consideró la propuesta.

—Os diré el nombre de vuestro padre si mantenéis el ámbar en vuestro poder durante, digamos, tres ciclos lunares.

—Hecho.

—Encontraréis divertida la información si tenemos en cuenta los ingeniosos métodos que utilizáis para hacer negocios.

—¡Soltadlo ya!

—Oh, muy bien, pero siento una ligera molestia en el cuello por el modo en que me sujetáis la cabeza hacia atrás. No es que vuestro rostro no sea agradable de ver, pero ¿podríais soltarme el pelo? Además, este cuchillo es de lo más incómodo...

—¡Hablad!

El sacerdote sopesó su impaciencia.

—Sois la hija mayor y única superviviente de Hronulf Caradoon, un paladín de Tyr. Creo que una especie de caballero.

A través de la oleada de confusión que la embargaba, Bronwyn asintió sin darse cuenta. El nombre removía recuerdos profundamente olvidados en su interior e imágenes que apenas podía apresar, como si fueran sueños que se esfumaban antes de poder atraparlos. La enormidad de aquella confesión la aturdía. Su padre tenía un nombre. ¡Ella tenía un nombre!

Apartó el cuchillo de la garganta del sacerdote. Luego, alzó una mano con la palma hacia arriba y golpeó con la empuñadura del arma a Malchior en la sien.

El hombre puso los ojos en blanco antes de que su cuerpo se desplomara.

Bronwyn le soltó el pelo y dejó que cayera de bruces sobre la alfombra que había echado a perder antes con la sangre de la prostituta.

Bronwyn se inclinó y, tras apoyar la punta de los dedos detrás de la oreja del sacerdote, comprobó que todavía le latía el pulso. Pronto se despertaría, para seguir actuando a favor de la maldad, pero ése era el trato que había hecho: su vida, y la promesa de que los secretos que sin querer hubiese confiado al collar de ámbar se mantendrían ocultos a miradas indiscretas.

Era una mujer de palabra.

Se levantó y se escabulló por detrás del tapiz. Se marcharía por una ruta distinta de la que la había llevado hasta allí, pero el inicio era el mismo. Mientras se abría paso por la vía de escape que su socio elfo le había marcado con sumo detalle, intentó no lamentar lo que acababa de hacer. Mantenía siempre sus promesas, ya se las formulara a un hombre o a un monstruo. Tenía sentido. Aunque una persona no tuviera ni una mínima pizca de honor, eso no impedía que reconociera y apreciara el honor en las demás personas. Ella actuaba así para sí misma, para sus clientes y para los Arpistas, porque la gente conocía su reputación y estaban dispuestos a hacer negocios con ella.

Sin embargo, existía otra razón que la impulsaba a mantener aquella férrea política, una más importante, profunda y personal. Si una vez, una sola vez, se permitía romper aquella regla prioritaria que marcaba su camino, ¿sería acaso diferente de la gente con quien trataba?

Una nueva voz resonaba ahora en su mente, una voz novedosa pero a la vez angustiosamente familiar, que añadía algo a aquella premisa: si rompía las normas, ¿podía ser verdaderamente hija de un paladín?

4

Ebenezer siguió el rastro hasta la orilla del río con tanto sigilo como si fuera uno de los gatos de Tarlamera. La mayoría de los humanos que conocía pensaba que los enanos se movían con tanto ruido como los aludes, pero la verdad era que cualquier enano digno de ser tenido como tal era capaz de caminar por los túneles con el mismo sigilo que los elfos avanzaban por el bosque.

Por ese motivo, aparte de por otros muchos, lo que sucedió a continuación fue harto embarazoso. En un instante, estaba Ebenezer caminando detrás de tres humanos, fuera del alcance de la luz de sus antorchas y de su visión limitada; al instante siguiente, estaba envuelto en una red como si fuera un pescado.

Las pesadas cuerdas cayeron sobre él con tal violencia que le dieron un gran golpe en la espalda. Gracias a la agudeza que su instinto de artesano le había proporcionado para admirar los objetos hechos con las manos, Ebenezer detectó que la red era resistente y pesada por los bordes, y que tenía entretejido un hilo por los extremos como si fuera la cinta para cerrar una bolsa de monedas de cuero. Sin embargo, Ebenezer no creía que los humanos pudiesen tener fuerza suficiente para cerrar aquella red, pero al alzar la vista a través de la malla de cuerda vio a una pareja de sonrientes semiorcos asomados en una repisa por encima de su cabeza. Uno de ellos se llevó la mano a la nariz para hacerle un gesto obsceno y burlón y luego entre los dos empezaron a izarlo.

El primer estirón hizo que la red se cerrara a sus pies y lo hizo tambalearse. El enano sacó, furioso, su cuchillo de caza y empezó a segar la red. Cercenó un hilo, luego otro, y cuando los semiorcos estaban a punto de ponerle la mano encima, la red cedió y Ebenezer se coló por la abertura para acabar cayendo pesadamente sobre el camino de piedra.

El impacto del enano sobre la roca retumbó por la caverna. Los humanos se dieron la vuelta y alzaron la mirada inquisitivamente hacia la repisa. Los semiorcos soltaron una voz de alarma y empezaron a bajar por la escarpada pendiente en busca de su presa.

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