El bastión del espino (37 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—No tenéis que agradecerme nada. Tenéis que pagarme.

—Recibiréis vuestros honorarios —le aseguró—, y un premio, puesto que por derecho me corresponde la propiedad de todo lo que hay a bordo. —Le contó lo que había en la bodega: gemas en bruto, rollos de lana, pieles valiosas, armas, monedas, y barriles de aguamiel.

La perspectiva de quedarse con aquel tesoro conmovió el alma del ogro.

—¿Todo?

—Salvo los enanos. Por supuesto, vos no los queréis.

Él soltó un bufido para indicar que aquello se daba por sentado.

—Os cederé mi derecho al cargamento a cambio de dos cosas —prosiguió Bronwyn—: Este libro, que contiene el diario de a bordo y el registro de entradas, y vuestra promesa de que atracaremos en Aguas Profundas en vez de regresar a Puerto Calavera.

El ogro titubeó, pero la tentación bailaba en sus diminutos ojos rojizos. Se rascó el hocico mientras meditaba.

—Habrá que pagar un impuesto por atracar en el muelle y una tasa por el botín.

—Y después de pagar la tasa, todavía os quedará más de lo que esperabais. Yo pagaré el impuesto. ¿De acuerdo?

Todavía parecía dubitativo.

—Un enano es un problema. Come más que dos humanos juntos. ¿Cuántos hemos liberado? ¿Cincuenta?

—Más o menos —respondió ella—. Pero las reservas del
Grunion
nos servirán para alimentarlos hasta que lleguemos a Aguas Profundas.

El ogro arrugó la frente, pero cedió con un desgarbado encogimiento de hombros.

—Muy bien, pero mantened a ese barbudo montón de estiércol lejos de mí o no seré responsable de que llegue sano y salvo a tierra firme.

—Hecho —convino ella, aunque dudaba que tuviese suficiente influencia en Ebenezer para persuadirlo de que dejara en paz su juguete favorito.

Caminó hasta la escotilla y escuchó. Aunque no salía sonido alguno que indicase pelea, sí oyó un golpeteo rítmico que indicaba que Ebenezer todavía estaba ocupado con el hacha.

Bronwyn se coló por la abertura y parpadeó, sorprendida por toda aquella destrucción. Por todos lados se veían pedazos de madera astillada, que asemejaban los troncos destrozados de los árboles tras una erupción volcánica. Ebenezer seguía golpeando con tenacidad en un rincón.

—¿Los has liberado a todos? —preguntó Bronwyn.

—Éste es el último —respondió el enano—. Los demás se han metido en la pelea; todos menos yo, los muy bribones —gruñó mientras hacía un gesto en dirección a un pequeño montón de cajas—. Todos menos ésa.

Bronwyn siguió la dirección de su mirada y depositó la vista en la niña diminuta que había agazapada sobre la caja, con el cuchillo que le había dado el enano bien sujeto entre las manos.

Recuerdos terribles se agolparon en la mente de Bronwyn y se hundieron como una espada en su corazón. Por un instante, volvieron a resonar en sus oídos los gritos de los pobres esclavos que habían muerto ahogados y los agudos rechinos de las ratas. Sin darse cuenta, se llevó una mano a la cabeza para frotarse las cicatrices que le habían dejado dos de ellas con sus garras.

Pero de eso hacía mucho tiempo, se recordó Bronwyn con firmeza. El presente estaba allí, y otra chiquilla necesitaba consuelo. Quizá no podía ahuyentar sus propios demonios, pero tal vez sí que podía impedir que clavasen sus garras en otra víctima de corta edad.

Tragó saliva y consiguió estampar en su rostro algo parecido a una sonrisa reconfortante. Con gran lentitud, como si se estuviera acercando a un caballo desbocado, empezó a avanzar hacia la chiquilla.

—Soy Bronwyn —se presentó con voz suave—. Ya conoces a mi amigo Ebenezer. Hemos venido a liberar a los enanos. Estás a salvo con nosotros. Te llevaremos a casa.

Alargó una mano como promesa de ayuda. La niña la observó con sus ojos castaños, grandes y tristes, y luego depositó su diminuta mano en la de Bronwyn. El contacto pareció reconfortarla y, tras deslizar los dedos hasta la muñeca de Bronwyn, se aferró a ella con gesto de desesperación.

—Pero yo no sé dónde está mi casa —respondió con voz alta y clara que conservaba todavía un ligero ceceo infantil.

—Te ayudaremos a encontrarla. No te preocupes —le aseguró Bronwyn en el mismo tono apaciguado—. ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes?

—Cara Doon. Cumplí nueve años el pasado invierno.

La chiquilla parecía menor de nueve años, quizá porque era baja y estaba en exceso delgada, pero al levantar una de sus diminutas manos para apartarse un mechón de cabello detrás de la oreja, Bronwyn descubrió otra razón para su pequeña talla y en apariencia corto desarrollo. Era semielfa. Tenía las orejas ligeramente puntiagudas y los dedos que sujetaban la muñeca de Bronwyn eran largos y delicados.

Y en uno de ellos lucía un anillo que le resultaba de lo más familiar.

Bronwyn abrió, conmocionada, los ojos. El corazón empezó a latirle desbocado, pero enseguida recuperó el pulso, aunque acelerado. El anillo de la niña era de oro y profusamente adornado con diseños místicos. Bronwyn tenía guardado uno igual en un lugar seguro en El Pasado Curioso.

—Es muy bonito. ¿Puedo verlo?

Cara retiró la mano y la ocultó a la espalda.

—Mi padre me dijo que ningún extraño tenía que mirarlo, y que no podía entregarlo a nadie que no fuese de la familia. Además, no puedes quitármelo. Los hombres malos lo intentaron —aseguró, señalando hacia cubierta—. No sale si yo no deseo quitármelo.

Aquello era una novedad para Bronwyn. Se preguntó si el anillo que su padre le había dado gozaría también de una lealtad mágica similar. Sin embargo, ese pensamiento cruzó como un destello por su mente, abrumado por otro de mucha mayor importancia. El anillo de Cara era idéntico al suyo. Hronulf había dicho que la joya era una reliquia de familia, y que sólo podían lucirla los descendientes de sangre directos del gran paladín Samular Caradoon. Una vez más, los ojos de Bronwyn se abrieron de par en par.

—¿Cómo me has dicho que te llamas?

—Cara —repuso la niña con un deje de impaciencia—. Cara Doon.

11

Dag Zoreth sólo había estado una vez con anterioridad en Aguas Profundas y la proximidad de tantos enemigos de los zhentarim le ponía los nervios a flor de piel.

Esperó a que la sirvienta cerrara la puerta al salir, y luego se aseguró de echar el cerrojo.

Como toda precaución era poca, recorrió la suntuosa estancia en busca de artilugios de espionaje mágicos mientras canturreaba un hechizo que le permitía detectar también magia invisible.

No había nada de nada. La Sirena Amable, sala de fiestas y taberna situada en el corazón del aburrido distrito Norte, tenía fama de discreta. Las habitaciones privadas eran precisamente eso, y en aquella ciudad donde se usaba con profusión la magia, eran escasas. Las demás cosas raras que abundaban en la estancia eran meros placeres adicionales.

Había una escribanía de calidad y una silla de pulida madera de teca de Chult, un lecho amplio cubierto de almohadones de seda de vivos colores azul y amarillo, cortinajes de terciopelo y gruesos tapices para mantener cálido el interior, una palangana y una jarra de delicada porcelana, una mesa diminuta en la que habían dejado copas de plata y una botella de vino, así como una bandeja de canapés dulces y salados.

Dag no echó en falta ningún detalle, a pesar de que sabía apreciar los lujos. Mientras saboreaba un pedazo de queso con esencia de hierbas, se prometió llevar todos aquellos servicios a El Bastión del Espino para suavizar y amenizar los austeros aposentos de los paladines.

Pero en aquel momento, Dag Zoreth tenía una tarea más inmediata que atender.

Extrajo una diminuta bola oscura del interior de su capa y, tras aposentarse en la butaca acolchada, sostuvo la esfera en la palma de su mano para escudriñar sus profundidades.

Siguiendo sus órdenes, una llamarada de fuego púrpura centelleó en el interior de la esfera. Dag sabía lo que aquello significaría para el hombre al que iba destinado el mensaje. La invocación mágica provocaría un dolor lacerante y frío en su destinatario, un dolor que no cesaría hasta que el hombre pudiese encontrar un lugar privado donde coger la esfera similar que portaba.

Dag no se sorprendió de que la respuesta no tardara en llegar. A pesar de sus aires cortesanos y sus declaraciones moralistas, sir Gareth Cormaeril tenía un desarrollado instinto de supervivencia. Al cabo de unos instantes, el rostro enjuto y digno del paladín apareció en la esfera; su aspecto parecía incongruente contra el siniestro fondo de fuego púrpura.

—¿Deseabais hablar conmigo, lord Zoreth? ¿Hay algún problema que requiera mi atención?

—No, ardía en deseos de gozar de vuestra compañía —repuso Dag fríamente—.

¿Qué ocurre en el templo de Tyr? ¡El lugar está infestado de paladines!

—Preparan una marcha sobre El Bastión del Espino —respondió sir Gareth sin contemplaciones—. Seguramente no creeréis que vuestra victoria no será contestada.

—Dejemos que lo intenten. No podrán colarse en la fortaleza con tanta facilidad como nosotros. A menos que vos les hayáis dado la misma información que me disteis a mí.

En los ojos azules del caballero centelleó un súbito y fugaz destello de temor.

—Yo no lo he hecho, pero quizá haya otros en la orden a quienes Hronulf confiara ese secreto.

A Dag le importaba poco aquel asunto, sólo había sacado el tema para hacer hablar al anciano. Si el ejército de paladines que se estaba formando disponía de esa información, no les haría provecho. Los túneles horadados por debajo de la fortaleza habían quedado tan alterados que los hombres podrían merodear por ellos días enteros sin encontrar los antiguos pasadizos.

—Hay otro asunto del que debemos hablar —prosiguió Dag—. Tengo una hija.

Aunque su existencia se ha mantenido en secreto durante más de nueve años, estoy tratando de encontrarla. ¿Qué sabéis de ella?

—¿Señor? —inquirió el caballero, estampado en su rostro un gesto de confusión—. ¿Por qué debería saber algo?

No era una mentira —Dag todavía no había conseguido pillar al fracasado paladín en una mentira directa—, pero era evidente que evitaba una respuesta, cosa que irritó al sacerdote.

—Tengo poco tiempo y poca paciencia —musitó Dag entre dientes—.

Escuchadme bien. La niña fue secuestrada de su hogar adoptivo por un solo hombre, a pesar de que su padre adoptivo era un elfo de considerable destreza con las armas. Los zhentarim no tienen fama de cometer actos de semejante bravura, cosa que nos induce a pensar en..., ¿quién?

Sir Gareth inclinó la cabeza.

—Sé que me merezco vuestras sospechas, lord Zoreth. Mi colaboración en el asalto a la aldea de vuestra infancia...

—Eso forma parte de la historia —lo interrumpió Dag con frialdad—. No tengo intención de haceros sufrir por pasadas fechorías, pero os aseguro que vuestra existencia depende de vuestra habilidad para servirme rápido y bien. ¿Queda claro?

—Traslúcido, milord —corroboró el caballero.

—Pues quiero respuestas directas. ¿Tuvisteis o no algo que ver en el secuestro de mi hija?

—Me temo que la respuesta no es tan simple como la pregunta sugiere —repuso el caballero, con el rostro alterado—. Mi orden fue responsable de ello, así que en cierto modo yo también.

Dag sorbió ante aquella «confesión» interesada, aunque en el fondo eran buenas noticias.

—Mis hombres siguieron los pasos del secuestrador de Cara. Se dirigía a Aguas Profundas. Quiero su nombre y, antes o después, su corazón ensartado en un pincho.

—Hay muchos paladines en Aguas Profundas —contestó sir Gareth con evasivas—. Contadme más cosas sobre vuestra hija para que pueda hacer unas cuantas preguntas discretas. Yo mismo no llegué a ver a la niña.

Parecía una petición razonable.

—Tiene nueve años, pero es pequeña y ligera, así que no aparenta más de seis o siete. Tiene el cabello castaño, así como los ojos. Como corre parte de sangre elfa en sus venas, tiene las orejas ligeramente puntiagudas, los ojos almendrados y un poco alargados en los extremos, y sus dedos son finos y delicados. —Antes de acabar de pronunciar la última frase, se arrepintió de haberla dicho. No deseaba atraer la atención de nadie sobre las manos de la niña, y sobre el anillo de extraordinario valor que llevaba—. Y mi hermana —añadió Dag con rapidez—, ¿qué habéis sabido de ella?

—La envié a El Bastión del Espino, como ordenasteis. ¿Llegó allí?

Dag decidió que aquella pregunta valía más dejarla sin respuesta.

—Quiero que se encuentre a esa mujer y a la niña, y que me sean entregadas.

Encontrad el modo de burlar a los demás caballeros. ¿Queda claro?

El caballero levantó dos dedos para llevárselos a la frente en un gesto de saludo arcaico.

—He prometido honrar a los descendientes de Samular. Haré como vos decís.

Dag sacudió la cabeza, disgustado, y liberó el hechizo. El rostro de sir Gareth se desvaneció de repente de la esfera, pero no antes de que Dag captara de reojo y con gran satisfacción la angustia que afligía al destinatario la liberación del hechizo.

Despreciaba al viejo caballero. Odiaba a todos los paladines, y en particular a aquellos que, como su propio padre, habían hecho votos como Caballeros de Samular, pero aquel hombre simplemente le producía náuseas. Sir Gareth Cormaeril había sido en su día un poderoso caballero, amigo y camarada de su padre. En una ocasión había salvado la vida de Hronulf y por esa causa había recibido la herida que le había dejado impedido el brazo y que había acabado con su carrera en activo. Pero había en aquel hombre cierta debilidad, una debilidad de carácter y de corazón que Dag despreciaba. Él mismo había triunfado sobre la debilidad física..., ¿cómo era posible que otro hombre viera en ella una excusa para abandonar todo lo que en su día había sido?

Eso era precisamente lo que sir Gareth había hecho. Había sido presa fácil en las astutas trampas de Malchior, abusando de su nuevo papel como tesorero de la orden cuando su hermano menor, rufián y jugador empedernido, se había aficionado a las casas de placer regentadas por los zhentarim. Malchior se había hecho cargo de las deudas del joven lord y Gareth había accedido a coger sin hacer ruido dinero «prestado» para pagar al sacerdote zhéntico antes que arriesgarse a sufrir un escándalo personal o familiar. Aquello fue el principio. A partir de ahí, se había hecho cada vez más fácil comprar el alma de aquel hombre, cada vez un poco más. A Dag le sorprendía que sir Gareth no pareciese darse cuenta de ello.

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