El bastión del espino (36 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Allí estaban los miembros perdidos de su clan, con un aspecto más demacrado y desaliñado del que jamás había visto a un enano. Estaban encadenados a literas de madera, tan sumamente apiñadas que parecían estanterías y tan cerca las unas de las otras que apenas podían sentarse. Por todos lados se veían barriles y cajas desparramadas. En el centro de aquel caos había una chiquilla de cabellos castaños con el rostro completamente blanco y los ojos, enormes y marrones, abiertos de puro terror.

El barco zozobró de repente cuando el vaivén del mar apartó la proa en forma de lanza de la carabela y un chorro de agua se precipitó al interior del barco a través del casco destrozado. Por un instante, Ebenezer tuvo la extraordinaria sensación de estar reviviendo la pesadilla íntima de Bronwyn.

—¡No es momento para darse un baño! —exclamó, quejumbrosa, una voz femenina que tanto amaba—. ¿Nos vas a liberar o a pasarnos una pastilla de jabón?

Una sonrisa iluminó el rostro barbudo del enano. ¡Tarlamera no sólo estaba viva sino que seguía tan gruñona como siempre! Se acercó al lugar del que procedía la voz, no sin antes coger a la chiquilla y colocarla sobre una caja, fuera del alcance del agua gélida que le llegaba hasta los tobillos. Después de depositarla allí, eligió un diminuto cuchillo que llevaba al cinto y se lo tendió.

—Es para las ratas, de dos o de cuatro patas; por si te molestan —explicó, amable.

La chiquilla cerró el puño alrededor de la empuñadura y, con mirada calma, hizo un gesto de asentimiento.

Ebenezer sonrió y le hizo una carantoña. A fe suya que ante sí tenía a otra mujer a la que sólo faltaba una barba. Abundaban por los túneles, últimamente.

Al instante, se acercó con el hacha en la mano a la prisión de Tarlamera como si fuera un leñador perturbado. A su modo de ver, no había forma de cortar todo aquel amasijo de cadenas; lo mejor y lo más rápido para soltar a los enanos era demoler las literas.

En cuanto se vio libre, Tarlamera bajó al suelo, arrastrando todavía por la muñeca un pedazo de cadena y un trozo de madera astillada. Se movía con dificultad y evidente dolor, pero tenía el rostro sonriente y una expresión de fiereza.

—Nunca en la vida había tenido una visión tan hermosa —juró Ebenezer, con una sinceridad que emanaba de las profundidades de su alma. Tarlamera se veía desaliñada y sucia, llevaba su atuendo de boda hecho un harapo con sangre reseca; los rizos de su pelo se veían deslustrados y sumamente desarreglados, y la barba, pringosa como la de un duergar, pero al menos estaba sana y salva, y de una pieza.

La sonrisa de Tarlamera fue tan radiante como la suya y sus ojos también se iluminaron. Agarró a su hermano por las orejas y lo atrajo hacia sí para plantificarle un sonoro beso en la punta de la nariz, y luego lo palmeó en la cabeza. Acto seguido, desapareció rumbo a la escalera que comunicaba con la cubierta, sosteniendo entre las manos los restos de su litera como si fuera una porra mortífera.

Ebenezer soltó un suspiro, feliz y encantado por aquella inhabitual reunión familiar, pero no tuvo demasiado tiempo para pensar en ello porque el clan entero estaba provocando un estruendo capaz de levantar de las tumbas a sus antepasados.

Cada enano exigía a gritos ser el siguiente, al tiempo que pronunciaban cáusticos comentarios sobre su técnica con el hacha, y al pobre Ebenezer le llovían insultos por los cuatro costados.

Qué fortuna haberlos recuperado.

Cada enano que liberaba iba directo hacia la escalera para unirse a la refriega.

Ninguno de ellos se quedó para ayudar a liberar a los demás. Aunque Ebenezer no hacía más que gruñir, en el fondo los comprendía. Si él hubiese estado allí empaquetado como un cargamento de carbón por un puñado de malditos humanos, también querría saldar cuentas. Incluso los enanos niños iban hacia arriba, con tanta determinación como sus compañeros adultos, y sin siquiera tener tiempo de darle las gracias.

Todos se marcharon menos Clem, un muchacho enano que era primo lejano de Ebenezer. El muy pícaro se quedó el tiempo suficiente para echar los brazos hacia su rescatador y darle un rápido y fuerte abrazo. Cuando se separó de él, lucía una ancha sonrisa en su imberbe rostro, y en la mano, el martillo de Ebenezer. Levantó el arma robada a modo de saludo, y dio media vuelta de camino a la escalera.

—¡Vuelve aquí, maldito ladrón! —gruñó Ebenezer, pero aunque lo exclamó a voz en grito, no lo decía de corazón. De hecho, la sonrisa que lucía era tan grande que amenazaba con dejarle las orejas colgadas unos centímetros por encima de su lugar habitual. Mejor que Clem acudiera a la batalla armado. Además, ya que Ebenezer no podía participar en la lucha, al menos su martillo podría destrozar uno o dos cráneos.

—¿Qué es tanto retraso? ¿Se te ablanda el hacha? —se burló una ronca voz enana.

Entre los enanos, aquel insulto era equiparable a hacer referencia a algún antepasado orco. Ebenezer se volvió hacia el origen de la voz y señaló con su dedo índice al enano que había hablado.

—¡Maldita seas, Jeston, podrías afeitarte con el filo de mi hacha!

—Lo haría encantado, si me soltaras.

La nota de súplica en el tono de voz del herrero conmovió a Ebenezer, que apartó de su mente la idea de vengarse por el insulto. Alzó el hacha para soltar la primera descarga.

—Quizá te lo recuerde luego —musitó.

En cubierta, Bronwyn oyó el grito de su amigo resonar en las profundidades de la bodega. Su primera reacción fue de alivio al comprobar que había logrado cruzar el paso entre los dos barcos, pero luego se quedó un poco preocupada. A juzgar por el número de enanos de rostro sonriente que corrían por cubierta, apaleando a sus raptores con toscas porras caseras, imaginó que Ebenezer se había encontrado con poca resistencia allá abajo.

Bronwyn se abrió paso hacia la escotilla. Un mercenario se abalanzó sobre ella, trazando con rapidez un mortífero movimiento horizontal con su daga curva. Esquivó el ataque y descargó su propio cuchillo con fuerza suficiente para hacer que la daga se desviara y apuntara hacia cubierta. Luego, giró en la misma dirección en que estaban entrelazadas las dos armas y soltó un fuerte puntapié con el pie izquierdo. La bota se hundió profundamente, justo por encima del cinturón de su atacante; la daga cayó con estrépito al suelo y el hombre se echó hacia atrás, para caer entre los brazos abiertos de una ogra que lo estaba esperado. La hembra esbozó una sonrisa horrible que dejó al descubierto sus colmillos. Hizo girar al hombre un par de veces sobre sí mismo como si fuera una criatura jugando a la gallinita ciega, y luego volvió a lanzárselo a Bronwyn.

—¡Cógelo!

Bronwyn levantó el cuchillo y, al precipitarse sobre ella, el hombre se lo clavó solo. Durante un momento, se quedaron mirándose a los ojos.

Bronwyn había contemplado la muerte con anterioridad, en más ocasiones de las que le gustaba recordar, pero nunca desde una distancia tan corta. La vida fue desapareciendo del rostro de su oponente como una marea en plena retirada, y sus ojos oscuros se quedaron vacíos e inexpresivos. Luego, cayó hacia atrás de forma tan súbita que Bronwyn estuvo a punto de perder el equilibrio.

La ogra sostuvo al hombre del cuello como levantaría un muchacho a un cachorrillo y, tras soltar un gruñido de aprobación al ver el cuchillo hundido de Bronwyn, soltó el cadáver a un lado.

Bronwyn se giró para bajar a la bodega y a punto estuvo de ser arrollada por un muchacho enano que salía despedido por la escotilla como si hubiese sido propulsado por un cañón. Al ver el martillo que sostenía en la mano, comprendió el origen de la cólera de Ebenezer, y una vez convencida de que su amigo no estaba asediado por enemigos, seleccionó a su siguiente contrincante.

La oficial de cubierta del
Narval
, una musculosa hembra bárbara, estaba siendo acosada por dos contrincantes, con la espalda apoyada contra el mástil, e intentaba mantenerlos a raya con una espada. Bronwyn percibió los movimientos espasmódicos del arma y las gruesas gotas de sudor que perlaban la frente de la mujer. En ese momento, uno de los atacantes esquivó un ataque y Bronwyn se percató de la herida que la marinera lucía en la clavícula. No parecía mortal, pero la túnica de la mujer estaba empapada de sangre y se estaba apoderando de ella aquella náusea fría que provocaban las heridas de arma blanca.

Bronwyn se precipitó hacia adelante, no sin antes esquivar a dos enanos que portaban un varón humano entre los dos, uno arrastrándole de las manos y el otro sujetándole los pies. El prisionero se retorcía, forcejeaba y soltaba imprecaciones, pero los enanos se dirigían inexorables hacia la borda con la intención de echarlo al agua.

Agarró al primero de los contrincantes de la oficial de cubierta por el pelo, le tiró de la cabeza hacia atrás y, sin vacilar, levantó el cuchillo y le cortó de cuajo el cuello.

La exclamación de sorpresa del hombre, aunque breve y cortada literalmente de raíz, atrajo la atención de su compañero, quien, al volverse en dirección al ruido, vio cómo salpicaba su rostro el chorretón de sangre de su compañero.

El hombre soltó un alarido y arremetió a ciegas con el filo de su espada. Bronwyn, que todavía sostenía el cadáver por la cabeza, se volvió para protegerse tras él. El cuerpo se estremeció por el impacto. Bronwyn lo soltó y dio un paso atrás, procurando no perder el equilibrio, pues el suelo de cubierta estaba resbaladizo por la sangre.

El traficante de esclavos volvió a arremeter contra ella. Bronwyn se agazapó y consiguió esquivar el golpe, pero le pasó el filo tan cerca que percibió el soplo del aire que levantaba. Antes de que el hombre pudiese prepararse para una nueva acometida, la mujer tensó todo su cuerpo para dar el salto y salió disparada con la hoja por delante.

El filo de su arma se clavó en el pecho del hombre. En la expresión de sus ojos vio que había notado el golpe, pero él no cejó en su empeño y a juzgar por la mueca torva de su rostro supuso que pretendía llevarla consigo a las profundidades de la muerte.

Bronwyn tiró de su cuchillo y saltó hacia arriba con la rodilla doblada hacia adelante para conectar un golpe que acabara de derrumbarlo. La espada de su contrincante cayó sobre cubierta con un tintineo.

La mujer dio un paso atrás mientras respiraba corta y agitadamente.

—¡Detrás de ti, chica!

El grito de la mujer devolvió a Bronwyn al escenario del combate. Al volverse se topó con el rostro adusto de un enano que se preparaba para clavar un clavo que sobresalía de su improvisada porra en la base de la columna vertebral de Bronwyn.

El instinto y la memoria la hicieron reaccionar.

—¡Por Lanzadepiedra! —chilló en lengua enana, recordando lo que un antiguo amigo enano le había contado sobre los gritos de guerra de los enanos.

Su respuesta sobresaltó a todas luces al enano, quien bajó el garrote y borró de su rostro el enrojecimiento que su ansia de batalla le había grabado en la piel. Durante un instante, se quedó mirando intensamente a Bronwyn y pareció comprender que no formaba parte de sus secuestradores, porque tras hacer un ligero gesto de asentimiento, se marchó en busca de otra batalla.

Sin embargo, la lucha prácticamente había terminado. El fragor de la batalla había ido menguando hasta convertirse en algún aislado entrechocar de acero contra acero y unos cuantos gritos de dolor, que en ocasiones acababan con escalofriante brusquedad.

Por encima del menguante frenesí de la batalla podía oírse con facilidad la voz rimbombante del capitán Orwig, que ordenaba a su tripulación que recogiera a los muertos de ambos bandos y todos los traficantes y los lanzara al mar como tributo a Umberlee. Aquello entusiasmó a los enanos, aunque no les importaba un ápice la diosa

del mar, y se pusieron a trabajar con tanta pasión que ni siquiera parecieron darse cuenta de que estaban recibiendo órdenes de un ogro.

Bronwyn enfundó su cuchillo en el preciso instante en que los ojos de la mujer bárbara se quedaban en blanco. Consiguió pillarla antes de que cayera desmayada y la tumbó con cuidado, tarea harto difícil a juzgar por la diferencia de tamaño, pero al menos consiguió que aterrizara en el suelo con más suavidad que la que habría conseguido sin su ayuda.

Desgarró un pedazo de tela del dobladillo de su túnica y presionó con fuerza sobre la herida, sujetando con firmeza hasta detener la hemorragia; luego, se quitó la capa y cubrió con ella los hombros de la mujer para mantenerla abrigada mientras volvía en sí.

Era todo cuanto podía hacer por ella, pero confiaba en que fuese suficiente.

La tripulación del
Narval
no había salido ilesa. Varios de los cadáveres que fueron lanzados por la borda tenían rostros familiares. Uno de ellos era la ogra que acababa de lanzarle un oponente a Bronwyn y que la había aceptado, ni que fuera por un instante, como una compañera. Bronwyn respiró hondo y se dirigió hacia popa, donde habían construido un pequeño cobertizo de madera sobre el timón.

Tal como esperaba, en él encontró los documentos del barco. Con el pulgar fue pasando las páginas mientras intentaba encontrar algo que pudiese proporcionarle una pista sobre la identidad de la gente que había destruido el hogar de los enanos y les había robado la libertad; y, a ella, su padre.

Pero las transacciones estaban en clave. Con un poco de tiempo, probablemente podría averiguar lo que decían. No obstante, sí había una larga lista del cargamento que llevaban escrito en Común, el lenguaje habitual en el comercio. Bronwyn le echó una ojeada y silbó por lo bajo. Aquello bastaría para satisfacer el ansia de botín del capitán del
Narval
y de su tripulación. También le serviría como ayuda para negociar con Orwig un asunto delicado. Era un ogro y, hasta en una ciudad tolerante como Aguas Profundas, llamaría mucho la atención. Además, era contrabandista, lo cual significaba que sus asuntos no resistirían un examen demasiado pormenorizado. Y, sin embargo, se veía incapaz de hacer pasar a Ebenezer y a sus congéneres por un doloroso camino de regreso por las esclusas mágicas que llevaban a Puerto Calavera.

Se colocó el diario de a bordo bajo el brazo y regresó a cubierta. Cuando vio pasar al capitán Orwig, lo cogió del brazo.

—La batalla ha sido una gran victoria. Me gustaría agradeceros vuestra ayuda — empezó.

Los colmillos revestidos de oro centellearon cuando el ogro esbozó una mueca que Bronwyn confiaba que fuese una sonrisa.

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