El bastión del espino (40 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—Se nota que es herrero —comentó con Tarlamera.

Su hermana estaba haciendo también sus evaluaciones. Escudriñó al hombre desde la calva cabeza hasta la barba salpicada de vetas blancas, midió la amplitud de sus hombros y sus brazos, de sus músculos tensos y manchados de hollín.

—Es un muchacho apuesto —admitió, y luego suspiró—. De acuerdo, chico, vamos a ver esa forja.

Durante el viaje de regreso a Aguas Profundas, Bronwyn había conseguido descifrar parte de los códigos del diario naval del barco de esclavos; lo suficiente para poder afirmar que el
Grunion
era propiedad de los zhentarim. Aquello no la sorprendió lo más mínimo, teniendo en cuenta la destrucción de El Bastión del Espino y la captura de los enanos en manos de soldados zhénticos.

Pero ¿y Cara? ¿Por qué el anillo que portaba había atraído la ira de los zhentarim lo suficiente para secuestrar a niños y apartarlos de sus hogares? Fuera quien fuese, y estuviera donde estuviese, el padre de Cara podía correr también un gran peligro.

Aquel pensamiento aceleró el ritmo de Bronwyn mientras se abría paso por el distrito de los Muelles. Aquel desconocido era familiar suyo. Tal vez tuviera respuestas a las preguntas que Hronulf no había tenido tiempo de responder. Aquella posibilidad hacía que valiese la pena lo que estaba a punto de hacer.

Se apresuró a llegar hasta La Serpiente Durmiente, una taberna repleta de rufianes y de ruidos en la que ladrones de todas las razas se reunían para intercambiar historias, puñetazos y objetos robados. El contacto zhentarim que había utilizado en alguna ocasión frecuentaba aquella taberna.

Un escándalo de risas inundó la calle cuando Bronwyn se apoyó de espaldas en la puerta para abrirla y colarse en la atestada estancia. El aroma a cerveza rancia y cuerpos todavía más sucios le golpeó las fosas nasales. La mayoría de los estibadores que acudían a beber allí no se molestaban en darse un baño después de un día entero de trabajo. Localizó a su informador, bracero y en ocasiones asesino, desplomado sobre una mesa cerca de la chimenea.

El hombre alzó la vista cuando ella dio un puntapié a una pata de su silla.

—¿Y bien? —preguntó, borracho—. ¿Qué estás buscando esta vez?

Se inclinó para poder hablar en un tono normal y no a gritos.

—Un hombre que ha perdido una hija recientemente.

El hombre se inclinó hacia atrás y la contempló con mirada especulativa.

—No soy muy aficionado a los niños.

—Nadie te pide que tengas nada que ver con ésta. ¿Has oído algo?

—No sabría decirte. ¿Quién es ese hombre que ha perdido a su chiquilla?

—Se llama Doon. Es un hombre moreno, probablemente no muy alto.

Un destello de luz asomó a los ojos del hombre, pero sacudió la cabeza.

—Lo siento, no puedo ayudarte —repuso, mientras alargaba una mano para coger su cerveza.

Bronwyn lo agarró por la muñeca.

—¿No puedes o no quieres?

Él se zafó de su presa y se volvió en claro gesto de rechazo.

—Tanto lo uno como lo otro, es lo mismo para ti.

Un ramalazo de temor recorrió la columna vertebral de Bronwyn. Siempre hasta ahora, aquel hombre había intentado venderle cualquier cosa, y había hurgado en cualquier ápice de información para convertirlo en algo que ella deseara comprar. Un rechazo tan manifiesto y descarado, y el destello de avaricia que veía en sus ojos la advirtieron del peligro.

Hizo un gesto de asentimiento y se abrió paso hacia la barra. Había estallado una trifulca en el centro de la sala y pasaría un rato antes de que pudiese abrirse paso de nuevo hasta la puerta. Pidió una cerveza y se subió a un taburete para esperar a que amainara la tormenta.

Una mano la sujetó por el brazo. Bronwyn dio un brinco y echó mano de su cuchillo. Midió al hombre de un simple vistazo y decidió que iba a ser un combate sencillo porque, a pesar de que no era aun un hombre maduro, era la persona más delgada y frágil que había visto nunca. La chispa de la vida parecía haberse esfumado de su cuerpo y concentrado una última llama en sus diminutos ojos negros.

—Aparta la mano o te la parto en dos —amenazó ella con voz calma.

El hombre la detuvo con un gesto de impaciencia y mostró la palma de la mano.

Los ojos de Bronwyn se abrieron de par en par. Tatuado, o quizá estampado a fuego sobre su mano, se veía el emblema del malévolo dios Bane: una mano pequeña y negra.

Se apartó instintivamente y alzó ambas manos con gesto conciliador. Aunque aquel dios se consideraba muerto y desaparecido, y no constituía ya un poder a quien tuviese que temerse, Bronwyn no sentía deseos de mezclarse con nadie que pretendiese ser un acólito de un ser tan diabólico.

—Te he oído. Buscas a un hombre que ha perdido a una niña. ¿Dónde está ese hombre? —insistió, con voz viperina.

Bronwyn se mojó los labios, nerviosa.

—Eso es lo que intento averiguar. Si sabes algo de él, estoy dispuesta a pagar por la información.

Una risotada terrible emergió de los labios de aquel antiguo sacerdote.

—Si el material que tienes para canjear es su amarillento pellejo, trato hecho, zorra. Lo quiero a él. Lo quiero muerto —especificó, como si cupiese alguna duda respecto a sus intenciones.

Bronwyn sopesó con rapidez el riesgo frente a las posibles ganancias. Si aquel sacerdote conocía al padre de Cara, no le quedaría más alternativa que entablar conversación con un seguidor de Bane y aceptar el peligro inherente a estar en semejante compañía. Alargó una mano para coger su cerveza y le hizo una seña al camarero para que le sirviese otra bebida a su «amigo».

—No sé donde está, pero estaré encantada de entregártelo en cuanto lo localice.

Por la niña... —añadió con rapidez al ver que él le dirigía una mirada recelosa.

—¡Ah! —Sonrió desdeñoso y luego se tragó el contenido de la jarra que el camarero le había puesto delante—. Parece que dices la verdad. Es del tipo de gente que siempre deja sin acabar lo que empieza.

Una horrible sospecha se materializó en la mente de Bronwyn.

—¿Fue alguna vez seguidor de Bane? —preguntó, intentando con todas sus fuerzas que su voz sonara neutra.

—Se pasó al bando contrario, el maldito traidor —se mofó mientras levantaba los puños cerrados.

Bronwyn exhaló el aire en un prolongado suspiro. La posibilidad de que el padre de Cara pudiese ser seguidor de un dios malévolo era aterradora, pero, tal vez, al ver el error que había cometido se había ganado enemigos. Era mejor así que la posibilidad de que hubiese compartido el destino del hombre que tenía junto a ella, con aquel rostro esquelético y los ojos enloquecidos. Privado de todo hechizo, cortados ya los lazos con la fuente del poder diabólico, el antiguo sacerdote de Bane era poco más que una carcasa demente.

—Cuando encuentre a Doon, enviaré un mensaje aquí —aseguró, mientras su mente discurría con rapidez un plan que le permitiese mantener su promesa sin poner en peligro al padre de Cara—. Escribiré el nombre del lugar donde puedes encontrarlo en un bosquejo y lo dejaré en el guardarropía.

—¿Doon? ¿De qué estás hablando, zorra? El nombre de ese hombre es Dag Zoreth.

La mujer disimuló con rapidez su sorpresa.

—Por supuesto —repuso con fingida amargura—. No querrá que se le conozca por el nombre que dio a la mujer que traicionó y abandonó. Siempre fue un hombre cauteloso. Y también justo y modesto: Justo en Luskan y Modesto en Neverwinter.

Para su sorpresa, con aquel viejo chiste consiguió arrancar una risotada del seguidor de Bane. Supuso que en la compañía en que solía estar, no debía de ser habitual el sentido del humor.

Bronwyn se levantó y, tras tirar varias monedas de plata al mostrador, hizo un gesto de asentimiento al camarero.

—Bebe cuanto quieras hasta que se acabe el dinero.

Se marchó rápidamente, mientras el antiguo sacerdote se quedaba todavía contemplando su inesperada generosidad, y durante todo el trayecto hasta la puerta sintió los ojos del informador zhentilar clavados en su espalda.

Algorind trotaba ligero por las atestadas calles en su alto caballo blanco. Todavía ahora no lograba comprender cómo había regresado
Viento Helado
al Tribunal de Justicia. El caballo había sido tratado bien y no parecía magullado.

Escudriñó los carteles de madera que colgaban del exterior de muchos comercios en busca de El Pasado Curioso. Lo que encontró le causó sorpresa porque, a diferencia de otros carteles, no había en él pintado ningún zapato ni capa ni jarra de cerveza que orientase sobre la mercancía que podía encontrarse en el interior. El nombre estaba esculpido en lenguaje Común, así como en otras lenguas. Una mujer instruida. No era ésa la imagen que tenía él de Bronwyn, un ser capaz de robarle a Hronulf y asociarse con un enano ladrón de caballos.

Empujó para abrir la puerta. Tintineó en lo alto un timbre y una mujer gnoma de cabellos blancos apareció detrás de un mostrador.

—¿En qué puedo serviros? —preguntó, amable.

Algorind oyó un portazo en la trastienda.

—Estoy buscando a Bronwyn.

—Entonces me temo que no puedo ayudaros —respondió la gnoma con patente pesar—. Está fuera de la ciudad por un asunto de negocios.

El joven paladín hizo un gesto de asentimiento.

—¿Cuándo esperáis que regrese?

—No lo sé. De aquí a dos o tres días. ¿Deseáis volver a pasar por aquí o le dejo un recado?

—Regresaré. Gracias, buena mujer, por vuestro tiempo y ayuda.

Salió del comercio y caminó con rapidez hacia el estrecho callejón que había visto junto a la tienda del zapatero unas cuantas puertas más allá. Sentía curiosidad por el portazo que había oído antes.

Una figura diminuta corría en su dirección en persecución de un gato callejero, con los brazos extendidos para pillarlo. Se detuvo en seco en cuanto lo vio, y sus ojos grandes y castaños se abrieron presa del terror. Soltó un chillido y, tras dar media vuelta, echó a correr por el callejón.

¡Era la niña! La misma chiquilla que había raptado en la granja y había entregado a sir Gareth. Era incapaz de comprender qué podía estar haciendo en la ciudad, y sola.

Echó a correr tras ella, agachándose para no tropezar con la ropa tendida que había en el callejón.

La chiquilla corría como las liebres. Llegó al final del callejón, que desembocaba en una zona abierta y pequeña. Un diminuto rótulo de madera indicaba que se trataba de la plaza del Gato Aullador, en la que había desperdigadas unas cuantas mujeres de rostros pintarrajeados y corpiños atados por debajo de donde permitía la decencia. Se mofaron de Algorind al verlo ir en persecución de una chiquilla, y le dijeron a gritos que tenía que dejar aquellos juegos infantiles y aprender algunos juegos de adultos. El paladín se sintió enrojecer al comprender lo que aquello significaba.

Su presa giraba y se escabullía, esquivando ágilmente sus manos. La chiquilla dio media vuelta y se precipitó en otro callejón. Algorind se dispuso a seguirla, pero de repente un pesado golpetazo resonó en su cráneo y lo detuvo en seco. Al darse la vuelta, confuso, contempló con ojos incrédulos cómo una de aquellas mujeres maduras lo miraba con una diminuta porra de roble en la mano. Tras esbozar una severa sonrisa, la mujer se besó la punta de los dedos e hizo un gesto como si soplara hacia él a modo de saludo burlón, antes de perderse entre las sombras de una calleja.

Algorind sacudió la cabeza para apartar de su cráneo aquel dolor entumecedor y salió disparado tras la chiquilla. Cuando casi había llegado a la avenida, resonó en la plaza el ulular trémulo de un cuerno.

—¡Vos, deteneos donde estáis!

El joven paladín sabía distinguir la autoridad cuando la escuchaba. Se detuvo en seco y se dio lentamente la vuelta. Hacia él caminaban, con la porra en la mano, cuatro hombres y dos mujeres, todos ellos ataviados con armaduras de cuero teñido de verde y de negro y con refuerzo de cota de malla color dorado. Sin duda, una banda de mercenarios. Decidió intentar abrirse camino a pesar de todo, pero aquella determinación se debió de reflejar en sus ojos.

—Someteos a la guardia de la ciudad —ordenó el portavoz—. No recibiréis daño alguno si no os resistís.

Aquello planteaba un dilema para Algorind. La norma de su orden establecía que tenía que obedecer todas las autoridades legales a menos que lo impulsaran a actuar de forma malévola. Aquella guardia de la ciudad se interponía entre él y el cumplimiento de su deber, pero no era necesariamente malévola.

—Señores, señoras... —empezó con voz seria—. Ustedes no comprenden.

—Comprendemos que estáis persiguiendo a una niña. ¿Es vuestra hija?

—No, pero...

—¿Sois acaso responsable de ella?

En cierto modo, aquello era cierto, pero no se acercaba tanto a la verdad para que Algorind se sintiera cómodo diciéndolo.

—Deseaba devolverla al lugar donde debería estar —respondió, cosa que era mucho más precisa.

—¡Uff! —respondió el capitán de la guardia, con una expresión de escepticismo estampada en su barbudo rostro—. ¿Cómo se llama?

Algorind se sintió perdido.

—No lo sé —tuvo que admitir.

El capitán resopló.

—Lo que me imaginaba. Prendedlo. Dejaremos que los jueces decidan.

Aquello sobrepasaba la capacidad de comprensión de Algorind.

—No puedo ir con ustedes.

—No tenéis alternativa. Podéis venir por voluntad propia, o atado y con capucha.

Vos elegís.

—Iré. —Algorind bajó la cabeza, derrotado—. Pero, ¿puedo pedirles un favor?

¿Podrían mandar aviso al Tribunal de Justicia para que sepan lo que me ha ocurrido?

—En el castillo hay mensajeros. Antes o después, pasarán por vuestra celda y podréis enviar un mensaje a quien os plazca. Vamos, en marcha.

Bronwyn se apresuró a regresar a la tienda por un atajo que conocía. Al cruzar la plaza del Gato Aullador, le pareció que una de las cortesanas de baja categoría que se pavoneaba por un rincón le dirigía una sonrisa de reconocimiento. El rostro de la mujer le resultaba vagamente familiar y parecía inofensiva, así que Bronwyn levantó una mano a modo de saludo y siguió su camino.

Encontró a Alice hecha un manojo de nervios, frotándose las diminutas manos y caminando de un lado a otro con tanto ímpetu que levantaba nubes de polvo. El primer pensamiento de Bronwyn fue para Cara. Se abalanzó sobre la gnoma y, cogiéndola de los hombros, la hizo girar para verle el rostro.

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