El bastión del espino (51 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—Dinos cómo —repitió.

Los aldeanos se entregaron a la tarea siguiendo las instrucciones de Ebenezer. Las habilidades que habían desarrollado como pacíficos granjeros salieron a relucir cuando llegó el momento de recuperar sus hogares. Varios de ellos colocaron trampas en los caminos mientras otros cavaban un profundo foso en el centro del pueblo. Un cazador matutino trajo un jabalí, que pusieron ensartado a asar al aire libre para que la fragancia de la carne se esparciera, tentadora, por los alrededores como para demostrar a cualquier orco que andara de vigilancia que los aldeanos todavía tenían cosas que valía la pena robar. Un puñado de ciudadanos se quedó en la retaguardia preparándose para la incursión. Cara no estaba ya entre ellos. Con gran reticencia había aceptado regresar a la torre de Báculo Oscuro a esperar a Bronwyn. Aunque ésta odiaba verla partir, no podía arriesgarse a dejar a la chiquilla allí con tan pocos defensores.

Cuando la aldea estuvo a punto, una docena de elfos y semielfos que deseaban participar en la lucha se unió a Ebenezer y a Bronwyn rumbo a las colinas que había al sur del poblado.

Al final, Ebenezer los hizo detenerse.

—Está a punto de anochecer —comentó en una voz tan baja que apenas era un susurro—. Los que perpetraron el asalto deben de merodear por ahí, ansiosos por repartirse el botín. El resto debe de estar todavía durmiendo. Ya sabéis cómo son las guaridas de los orcos.

Los elfos hicieron un gesto de asentimiento. Bronwyn recordó lo que le habían contado. La mayoría de las guaridas estaban formadas por diversas cuevas. Los guerreros dormían en la parte de delante; después se disponían los suministros de comida y armas. Por último, en la parte más remota y segura, estaban los más jóvenes.

Ebenezer apartó a un lado un puñado de rocas y se asomó por la abertura de una estrecha caverna. Los elfos se colaron detrás del enano, uno a uno. Bronwyn se sumergió en la más remota oscuridad con las manos y las rodillas apoyadas en tierra. El túnel se iba ensanchando a medida que se introducían en él, o al menos ésa era la impresión que tenía, porque dejó de sentir la presión de las parceles a ambos lados.

Bronwyn oyó, por delante, un golpe sordo seguido de un gruñido de orco. Ebenezer había encontrado y derribado el vigilante del túnel. Mientras pasaba junto al cadáver, casi estuvo a punto de alegrarse por tener una visión tan limitada. Últimamente había presenciado demasiadas muertes.

El camino ascendía ahora suavemente en dirección a la parte superior de la cueva.

Desembocaron en una repisa que bordeaba por encima la cueva dedicada al almacena miento de comida y de armas. Agazapados, se asomaron al borde rocoso para contemplar la guarida.

Tal como habían previsto, los guerreros estaban preparándose para un nuevo ataque. Eran criaturas feas, más altas que la mayoría de hombres y cubiertas por una piel gruesa de un tono indeterminado que variaba del verde al marrón y al gris. Algunos iban ataviados con armaduras de cuero, y todos ellos se habían apropiado de armas robadas a sus víctimas: un surtido curioso e intimidador de espadas, hachas, horcas y arpones de pesca. También llevaban sacas colgadas a la espalda, con vistas a los botines que pensaban conseguir con aquella incursión.

Los orcos fueron saliendo a oleadas, en grupos reducidos. Las tropas de Ebenezer esperaron hasta que no quedaron más que diez criaturas. Cada elfo eligió a su contrincante, ya fuese hembra o varón, y se comunicaron las intenciones unos a otros con gestos. Ebenezer inició la cuenta atrás asimismo con gesto, y los elfos saltaron en el aire.

Bronwyn hizo una mueca cuando aterrizaron sobre los orcos, pillándolos desprevenidos y derribando al suelo a criaturas mucho más altas que ellos. La mayoría impactó contra sus víctimas con los cuchillos o las dagas por delante; aquellos que no consiguieron pillarlos, se incorporaron al instante y, con las armas en la mano, despacharon a los enemigos elegidos con unas pocas acometidas bien dirigidas.

En la cámara más interior resonó un vocerío y apareció otra oleada de orcos.

Algunos iban heridos y cojos, otros eran hembras o ancianos desdentados, pero todos llevaban armas y voluntad para utilizarlas.

Bronwyn dio media vuelta y empezó a deslizarse por la pared de la caverna para unirse a la refriega. Una piedra lanzada en el tumulto le golpeó la mano con fuerza suficiente para hacerle soltar el asidero. Cayó tambaleante hacia atrás y acabó aterrizando en brazos de Ebenezer.

El enano la sostuvo, como si le sorprendiera lo ligera que era, y luego la dejó en el suelo, de pie.

—Los aldeanos pueden arreglárselas aquí. Nosotros iremos atrás.

Bronwyn hizo un gesto de asentimiento y lo siguió, apoyándose en los muros de la caverna, con el cuchillo desenvainado.

La parte trasera estaba casi desierta. Dos orcos hembras permanecían de guardia y tres criaturas espantosas, de piel amarillenta y cuerpos desnudos que dejaban al descubierto su patente masculinidad, se apiñaban en el muro más alejado. Ebenezer se agachó y recogió un puñado de rocas pequeñas. Con mortal precisión, lanzó primero una y luego otra, y ambas fueron a impactar entre los ojos de las dos hembras adultas.

Los ojos rojizos de ambas se quedaron en blanco justo antes de caer desplomadas al suelo.

Los jóvenes iniciaron un quejumbroso lamento. El rostro de Ebenezer se tornó sombrío mientras se volvía hacia Bronwyn.

—Coge lo que necesites.

La mujer echó una ojeada por la caverna apenas iluminada. Estaba más ordenada de lo que habría supuesto, con pieles para dormir apiladas en un costado y un tonel agrietado que servía para almacenar huesos y otros desperdicios. Habían horadado pequeños estantes en los muros y en ellos los orcos habían colocado sus tesoros.

Bronwyn descubrió que la mayoría eran juguetes robados. Barrió con la mirada la cueva, en busca del objeto que andaba persiguiendo: un modelo pequeño y detallista de una torre de asedio. Lo descubrió en el centro de uno de los estantes, justo encima de los encogidos vástagos de orco.

—Allí —señaló.

Dio un paso adelante, pero Ebenezer la cogió del brazo.

—Ve con los demás. Espera en la entrada de la caverna principal. No tienes por qué ver lo que voy a hacer.

Bronwyn sintió que le dolía el corazón al ver la necesidad que hostigaba a su amigo. Suponía que el pragmático enano no podía permitir que tres potenciales enemigos mortales se convirtieran en una amenaza, pero su profundo amor por las criaturas, ya fuera enanas, humanas o incluso orcos, convertían aquella tarea en algo todavía más terrible. Tragó saliva.

—Ve tú. Ya lo haré yo.

—¡He dicho que te vayas! —gruñó Ebenezer, mientras cogía la torre de asedio del estante y se la tendía.

Salió huyendo de la cueva, con el objeto bien sujeto entre las manos. Mientras corría, oyó cómo el enano decía a los niños que dejaran de lloriquear. Sus palabras sonaron duras, pero con una nota que impulsó a Bronwyn a asomarse de nuevo a la entrada de la caverna.

Observó desde allí cómo el enano cogía de su bolsa un soldado de juguete esculpido con gran detalle, un orco, si no le fallaba la vista, y se lo tendía a uno de los mocosos.

—Toma esto a cambio de la torre y vosotros dos coged lo que más os guste.

Luego, reunid un poco de ropa, un cuchillo y un paquete de comida. Hay una salida por la parte de atrás. Los tres saldréis por ahí.

Se lo quedaron mirando, inmóviles. El enano soltó un juramento y pronunció unas palabras en una lengua gutural. Aquella vez sí parecieron entender lo que decía y se apresuraron a hacer lo que les había mandado.

—Seguid el camino de salida, pero no os alejéis demasiado. Este par de damas no tardarán en despertarse e irán en vuestra búsqueda. Decidles que tenéis que viajar hacia el norte en busca de un nuevo clan. ¡En marcha!

Uno de ellos balbució unas palabras y Ebenezer repitió las instrucciones, o al menos eso fue lo que supuso Bronwyn. Las criaturas empezaron a patear el suelo, demasiado felices para desobedecer las órdenes. Bronwyn se apresuró a llegar a la caverna principal, consciente de que si Ebenezer se enteraba de que lo había oído todo, no se atrevería jamás a mirarla a los ojos.

—Enanos —musitó, y luego esbozó una sonrisa al darse cuenta de que cada vez era más amiga de ellos.

La batalla había finalizado ya. Seis de los guerreros elfos se habían quedado en la cueva para eliminar a todos aquellos orcos que osaran regresar, y el resto había iniciado la vuelta a Gladestone.

Mientras se aproximaban al poblado, se dieron cuenta de que las trampas habían cumplido su cometido. Los orcos estaban colgados de los árboles como si fueran murciélagos espantosos y sin alas, con flechas elfas clavadas en el pecho. En el poblado resonaba algún entrechocar de espadas, unos pocos gruñidos y algún grito de dolor.

Cuando llegaron a Gladestone, todo había acabado. Un trío de aldeanos estaba en el borde de un foso donde habían quedado atrapados los orcos y les lanzaba flechas despiadadamente.

Después de lo que había presenciado en la caverna, Bronwyn esperaba que Ebenezer protestara por aquel trato poco caballeroso a un enemigo, pero el enano se limitó a asentir con un gesto de aprobación y se unió a los elfos para acabar de empujar al resto de los orcos al foso.

Un elfo hizo rodar un barril de aceite y lo dejó caer en la abertura. Otro elfo soltó una antorcha y las llamaradas se alzaron en la noche mientras Bronwyn y Ebenezer presenciaban la escena en silencio, y los lugareños hacían recuento del precio que habían pagado por aquella victoria.

Después de que el fuego se hubo apagado, todos se enfrascaron en la tarea de cubrir el foso. Cuando salió el sol, la faena estaba acabada y una columna espesa y negra de humo que se alzaba en el sur indicaba que la retaguardia había limpiado de igual forma la guarida de orcos.

El poblado de Gladestone estaba, por fin, seguro.

Y, sin embargo, Bronwyn no se sentía segura. Estaban demasiado cerca de Summit Hall. Tras despedirse de los lugareños, Ebenezer y ella salieron a caballo rumbo a campo abierto.

—Eso es todo —comentó el enano—. Haz lo que viniste a hacer.

Ella no estaba tan segura. Sí, ya tenía El Veneno de Fenris, pero se sentía un poco como si fuera un perro de granja que se dedicara a perseguir un caballo de la carreta y que, una vez lo tenía atrapado, se preguntaba: «¿Qué hago ahora?».

—Será mejor que regresemos a la ciudad —prosiguió el enano, despertándola de sus ensoñaciones—. Tal como lo veo, ese Brian Maestro de Esgrima no tardará más de dos días en echar a la calle a mis congéneres para que se busquen el alimento. Tengo que tomar parte en el asunto.

—Cierto. Y yo tengo que arreglar unas cuantas cosas sobre Cara y decidir qué hago con estos artilugios.

El enano se frotó la barbilla.

—Después de lo que nos ha costado conseguir ese juguete, me gustaría echarle una ojeada. ¿Sientes fluir la magia en él?

Bronwyn meditó la respuesta. Sólo tenía en su poder dos de los tres anillos y sólo una de las dos personas cuya sincronía era necesaria para activar el poder de la torre de asedio, pero aunque el resultado fuera deficiente, si era posible conseguir algo, valdría la pena presenciarlo. Sin duda, se lo debía al enano.

Bronwyn deslizó un anillo y después el otro en las ranuras de la torre. Por un instante, no sucedió nada, pero de repente la torre empezó a crecer en un movimiento rápido y suave que asemejaba una ola gigante que creciera desde el mismo centeno que cubría el suelo. Ebenezer la levantó agarrándola por el cuello y ambos salieron a la carrera. Tras haber corrido un centenar de pasos, se detuvieron a mirar atrás.

—Piedras —musitó el enano.

La torre se alzaba en contraste contra el cielo, tan alta como los árboles. La parte frontal formaba una línea recta vertical, pero por detrás hacía un poco de pendiente. En las paredes había listones de madera que permitían que los soldados escalaran el descomunal muro. Un enorme contrapeso quedaba listo para bajar en espera de que se dispusiera el cargamento sobre un trabuquete de grandes proporciones. La catapulta era una máquina monstruosa y, junto a ella, se alineaban montones de proyectiles. La estructura estaba construida en su totalidad con sólidas planchas de madera de roble, pero el lustre que lucía la madera sugería que habían sido tratadas con algún barniz protector mucho más efectivo que los pellejos húmedos de animales con que solían cubrirse la mayoría de las torres de asedio. Listones de acero y miles y miles de clavos mantenían la estructura compacta, y, sin embargo, salvo por su tamaño, apenas era más consistente que un fuerte vendaval. Bronwyn era capaz de ver a través de ella los árboles del otro lado y el sol que despuntaba por el horizonte se reflejaba y brillaba en su contorno débilmente luminoso.

El Veneno de Fenris era poco más que un fantasma: maravilloso, indestructible y mortífero.

También era mayor de lo que Bronwyn había supuesto, y se veía con toda claridad desde el poblado. Dio media vuelta para ver si alguien había presenciado la transformación, y enseguida divisó a la mayoría de los lugareños que se acercaban a la carrera para acabar deteniéndose a una prudente distancia para contemplar aquella maravilla.

Ebenezer soltó un silbido de admiración.

—Bonito trabajo —admitió, contemplando El Veneno de Fenris con patente asombro—. Aunque poco sólido.

Aquello era cierto, y planteaba a Bronwyn un dilema. ¿Cómo iba a recuperar los anillos de la torre? Sin embargo, o bien vaciló la magia incompleta o la torre mágica respondió a sus deseos, porque la monstruosa máquina de guerra recuperó su tamaño de juguete y Bronwyn pudo sacar los anillos y ponérselos en los dedos.

El enano echó una ojeada hacia los asombrados lugareños. Al instante, soltó un juramento.

—Mira allí. —Señaló las colinas que se alzaban al sur del poblado. Se veía claramente un caballo blanco que se acercaba con rapidez. Lo acompañaban cuatro jinetes más—. Ahora que habrán visto esta cosa, tendrán un motivo más para perseguirte. Será mejor que partamos, y rápido.

El incidente acontecido en la capilla de El Bastión del Espino pesaba como una losa en el ánimo de Dag Zoreth, al igual que la inquietante información que le había transmitido Ashemmi. Se dirigió a su cámara y volvió a extraer su esfera de reconocimiento. La «visita» de Ashemmi le había dejado el cuerpo repleto de una rabia impotente y dejó que aquella cólera fluyera en su invocación. Como resultado, la llama púrpura que emergió en el corazón de la esfera fue tan intensa que hasta él mismo pudo percibir el dolor que estaba infligiendo.

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