El bastión del espino (49 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Bronwyn descargó la silla y golpeó al orco antes de que pudiese recuperar el equilibrio. Cayó de bruces al suelo, pero enseguida replegó los brazos y se dispuso a impulsarse con las palmas de las manos para ponerse de nuevo en pie. Bronwyn reaccionó y atacó con el arma que tenía en la mano: una pata de la silla que se había hecho añicos y que presentaba una punta desgarrada. Hundió la estaca como si estuviera cazando a un vampiro loco y pisó fuerte con el pie para asegurarse.

Otro orco se precipitó en la estancia. Bronwyn desenvainó el cuchillo y desvió la arremetida de una espada. Durante largo rato intercambiaron golpes, moviéndose por la estancia según un molde cambiante de avanzada y retirada. Cuando pensaba que ganaría la partida, el ruido de nuevas pisadas en el vestíbulo echó por tierra sus esperanzas.

Oyó el roce de un pequeño arcón de madera sobre el suelo y de inmediato comprendió lo que Cara estaba pensando. El arcón de mantas serviría para tumbar al orco siempre y cuando ella consiguiera maniobrar para ponerlo en la posición adecuada.

Bronwyn reanudó con furia sus ataques, arremetiendo y acosando al orco de forma increíble para obligarlo a adoptar una actitud defensiva. Poco a poco, lo hizo recular por la estancia. El orco tropezó contra el arcón y cayó pesadamente al suelo.

Bronwyn dio un salto, con el cuchillo por delante, y dejó caer todo su peso sobre el pecho de su contrincante, súbitamente desprotegido.

Rodó hacia un costado mientras extraía su cuchillo de la carne. Dos orcos más entraron en la habitación. Bronwyn echó hacia arriba el arma y, tras cogerla por el extremo del filo, lo lanzó contra el primer orco, pero el cuchillo estaba resbaladizo de sangre y erró el blanco. En vez de incrustarse en la garganta, como pretendía, se hundió mucho más abajo.

El orco soltó un rugido y se tambaleó, doblándose hacia adelante como si le hubiera propinado un puñetazo un gigante. Bronwyn recogió la espada del orco muerto y se puso en pie de un brinco, blandiéndola de forma frenética. El filo atravesó el pecho del orco que acababa de entrar en la estancia, que se precipitó sobre el cuerpo encorvado de su compañero, y ambos cayeron al suelo. Bronwyn acabó primero con uno y, luego, con el segundo con golpes rápidos e incisivos.

Luego se levantó, respirando pesadamente, y desvió la vista hacia el extremo opuesto de la habitación en busca de Cara. La chiquilla se había apoyado contra la pared y lucía el rostro muy blanco y los ojos abiertos de par en par. A Bronwyn le partía el corazón que la niña hubiese presenciado aquella carnicería.

—Deberías haberte ido —le reprendió.

—Yo coloqué el arcón —le recordó Cara con voz frágil.

Bronwyn sonrió fugazmente.

—Hiciste bien, pero aquí no estás segura.

Los ojos de la niña se oscurecieron y de repente pareció mucho mayor de lo que aparentaba su diminuto rostro.

—No creo que esté a salvo en ningún sitio —repuso.

Mientras, en El Bastión del Espino, Dag Zoreth se detuvo frente al altar y estudió el fuego púrpura que se alzaba y danzaba según un ritmo siempre cambiante, y el enorme cráneo negro que asomaba en mitad de las llamas. Era un símbolo de su dios, prueba del favor que le concedía Cyric. Una cosa así le proporcionaba un gran honor, y hacía que los hombres lo contemplasen con suma reverencia. Era más de lo que cabía esperar.

Pero no era suficiente.

Dag se arrodilló con cuidado frente al altar y depositó en el suelo un cuenco redondo. El cuenco era de latón y estaba tan bien elaborado que ni una sola onda ni un defecto alteraba su superficie. Como receptáculo perfecto para el poder, sería capaz de albergar fuerza mística y devolverla al exterior, de forma similar a como las montañas devolvían los gritos en forma de eco. Una vez lleno de agua, el cuenco se convertía en una poza de espionaje de enorme poder.

Si por el contrario se llenaba de sangre, era una súplica para conseguir el poder oscuro que sólo un dios malévolo podía conferir.

Dag agarró con ambas manos los lados del cuenco y escudriñó la superficie negra.

Inició un cántico, una oración arrogante que exigía más poder de su dios, y se mofaba del precio que sin duda tendría que pagar. A su debido tiempo lo pagaría, y consideraría que valía la pena, si con ello lograba encontrar a Cara.

Se formó una imagen de la niña en la mente y salió en su busca a través del oscuro hilo conductor del cántico.

Las palabras de la oración lo envolvieron mientras iba acumulando poder. La magia se alzó como si fuera incienso hacia las llamas púrpura y envolvió la estancia con una pesada fragancia de flores, almizcle y sulfuro.

El aroma le aguijoneó la mente. A través de la neblina inducida por el ritual, Dag sintió los primeros tirones de alarma. Su cántico se hizo más entrecortado y luego se interrumpió a medida que la sangre empezaba a alzarse desde el cuenco.

La sangre se arremolinó en el aire y adoptó la silueta de una mujer elfa esbelta y furiosa. La imagen de Ashemmi flotó ante él, envuelta en una túnica de un tono todavía más oscuro que el que solía llevar de color carmesí.

Dag recordó de repente que todavía estaba de rodillas, así que se apresuró a levantarse y se quedó contemplando la aparición.

—Te arriesgas demasiado al interrumpir un ritual a Cyric —le advirtió.

—¡Sentí la magia y la seguí! —le espetó la imagen de Ashemmi—. ¡No creas por un momento que no puedo encontrarte, y que no lo haré!

Un escalofrío de temor sacudió a Dag mientras se preguntaba si la elfa habría encontrado también a Cara. Pero era imposible; se lo habría dicho, en caso contrario. No existía ningún lazo entre ella y la niña, y su magia de rastreo no conocía los caminos que pertenecían solamente a Cara. Sin embargo, Dag conocía las profundidades de su negro corazón, y la conocía a ella.

—¿Qué deseas, Ashemmi? —Intentó que sus palabras denotaran fatigada paciencia.

—¡La niña!

Dag se dio cuenta de que no había dicho
mi
niña, ni siquiera
nuestra
niña. Era un instrumento, un arma. Cara se merecía algo mejor.

—Está a salvo —repuso, confiando en que fuera verdad. Su servicio de inteligencia le había informado de que la niña había sido conducida a la torre de Báculo Oscuro, y se sentía inclinado a creer que todavía seguía allí. Aun así, quería comprobarlo por sí mismo y, como un artilugio de espionaje normal no iba a proporcionarle la información con suficiente rapidez, había decidido solicitar los poderes de un dios.

—¿A salvo? —se mofó la aparición—. ¡Me han dicho que fue embarcada junto con un cargamento de esclavos rumbo al sur! No me digas que está segura.

Aquello sorprendió a Dag, pero de inmediato supo quién había sido el culpable.

Parecía que tenía una deuda de gratitud con su propia hermana. Seguramente había sido ella quien había frustrado aquellos planes y había traído a la niña de vuelta a Aguas Profundas.

—Yo no tuve nada que ver con eso —le aseguró Dag a la imagen mágica de Ashemmi—. No tengo intención de causar daño a mi propia hija.

Ella hizo un gesto de burla.

—No tiene importancia cuáles sean tus intenciones. A un cierto nivel, no existe diferencia entre la maldad y la ineptitud. Deseo tenerla conmigo, Dag. Encuéntrala y tráemela.

—Renunciaste a tus derechos sobre la niña —protestó él.

—Los reclamo. Cuando la encuentres, será conducida a Fuerte Tenebroso. Puedes traerla tú mismo o te la arrebataremos, pero una cosa te aseguro: ¡la niña será mía!

La aparición se esfumó con la rapidez de un relámpago. La sangre regresó de forma precipitada al cuenco, salpicando el suelo y al sacerdote.

Dag alzó la vista para contemplar el símbolo de Cyric. Le pareció que la calavera tenía una expresión de alerta, como si fuera un gato salvaje estudiando el momento para arrojarse sobre su presa, pero la manifestación de su dios no dio muestras del descontento de Cyric. Las luchas internas, las intrigas y las ilusiones formaban parte de la escena que él y Ashemmi acababan de representar. Cyric lo habría encontrado hasta entretenido.

Pero Dag no pensaba correr riesgos. Salió de inmediato de la capilla y envió a los sirvientes de los que podía prescindir a que limpiaran los restos del ritual fallido.

Cuando los ruidos de la batalla se fueron desvaneciendo, Bronwyn abrió los pestillos de la contraventana y echó una ojeada al poblado. Un ahogado sollozo escapó de sus labios ante aquella escena de destrucción tan terrible. Cuatro casas habían quedado reducidas a círculos humeantes de piedras y, desde la altura donde ella se encontraba, parecían restos de un fuego de campamento. Había puertas, ventanas y contraventanas rotas, y desparramadas por la calle se veían mercancías procedentes de hogares y de comercios. Mucho peor eran las terribles heridas que lucían aquellos que caminaban por la calle, y peor aún los que no se movían.

—Cara... —empezó Bronwyn.

—Quiero encontrar a Ebenezer —insistió la niña, anticipándose a lo que suponía que iban a decirle—. Quiero comprobar que está bien.

No podía negarle aquello a la niña, pero tampoco podía dejarla allí sola.

—Ven, pues —accedió, y echó a andar en dirección a la calle.

Bronwyn estuvo a punto de tropezar con el paladín. Le habían infligido numerosas heridas, y apenas tuvo tiempo de mirarlo, pero no cabía duda de que era un paladín porque llevaba la inconfundible casaca azul y blanca. Una oleada de alivio le corrió por el cuerpo, ligeramente empañada por una sensación de culpa. No parecía justo que se alegrara de que un «hombre bueno», porque sin duda lo habría sido, hubiera sido brutalmente asesinado.

Encontraron a Ebenezer en la tienda de juguetes, abriéndose paso a patadas a través de los escombros mientras profería juramentos con notable creatividad. Se interrumpió en mitad de una imprecación al ver a Cara al lado de Bronwyn.

—¿La has traído aquí? —preguntó, incrédulo.

—No quería irse.

El enano sacudió la cabeza.

—A esta moza sólo le falta tener barba. Bueno, tengo malas noticias. Tienes diez oportunidades para averiguarlas, y ahí está tu primera pista.

Señaló hacia la puerta de atrás. El cuerpo de un elfo ya anciano estaba de centinela en la puerta, apuntalado a la jamba de madera con lo que debía de ser su propia espada. En el interior de la tienda había dos cadáveres más de elfos y los restos de cinco orcos. Los elfos habían luchado con una valentía que parecía desproporcionada con el valor aparente de sus mercancías.

Bronwyn pasó por encima del cadáver de piel grisácea de una hembra de orco y empezó a investigar el desastre. El contenido de los estantes se veía desparramado por el suelo, que estaba cubierto de juguetes. A un lado se habían lanzado las muñecas, los carros de madera y los animales de granja tallados. Bronwyn se dio cuenta de que no había arcos ni flechas, ni espadas de madera, ni hondas o catapultas en miniatura. En definitiva, todos los juguetes que entrenaban a los más pequeños en el arte de la guerra habían desaparecido.

Era una extraña forma de rapiña, y, desde el punto de vista de Bronwyn, complicaba en gran medida la situación. Intentó cribar a puntapiés a través de los escombros, pero con tan poca fortuna como Ebenezer.

—Voy a echar una ojeada por fuera —comentó el enano—. Hay restos por todas partes. Los orcos salieron en estampida y es posible que encontremos algo. O... —Se interrumpió de repente y se encogió de hombros.

Bronwyn captó la nota discordante, pero estaba demasiado distraída para caer en la cuenta.

—Perfecto —murmuró, mientras seguía escudriñando y dando la vuelta a cada pedazo de madera, cada harapo y cada trozo de papel, hasta que al final tuvo que admitir la realidad.

El Veneno de Fenris había desaparecido.

Derrotada, se desplomó sobre un estante caído.

—¡Pero si estabas muerto! —protestó Cara.

Bronwyn dio media vuelta para ver la entrada de la tienda. En el umbral había otro paladín, un joven alto de cabellos rubios que encajaba en la descripción que había oído en boca de Cara, Alice y Danilo. Aquél era el paladín que había secuestrado a Cara de su familia adoptiva, que había seguido a Bronwyn a Aguas Profundas, y luego a Summit Hall. Simplemente, no abandonaba nunca; como si fuera un troll, se limitaba a reunir las piezas y seguir avanzando. Una oleada de desesperación la abatió.

—¿Quién demonios eres tú? —preguntó.

—Soy Algorind de Tyr, y es mi deber llevar a esta niña de regreso a la Orden de los Caballeros de Samular para que le consigan una adopción adecuada.

—Eso ya lo hiciste una vez —le espetó Bronwyn—, y no te salió muy bien. La encontré en un barco que se dirigía hacia un mercado de esclavos del sur. Sólo te llevarás a esta niña por encima de mi cadáver.

El joven parecía entristecido, pero resuelto.

—Las mentiras no van a ayudarte. No es mi deseo hacerte daño, pero me llevaré a la niña. Será mejor que regreses conmigo a la orden para responder por tus crímenes de robo y traición. Quizá si lo haces consigas la paz.

—Yo no miento. —Una oleada de cólera se apoderó de Bronwyn y echó mano de su cuchillo—. Pero seré feliz de hacer lo que dices si antes pones esa espada tuya con el filo hacia arriba y te sientas encima.

Algorind se sonrojó, pero ni siquiera parpadeó.

—Es evidente que no eres la mejor guardiana para la niña. Apártate o enfréntate a la justicia de Tyr.

—¡No! —La fina y aguda voz de Cara los sobresaltó a ambos. La chiquilla dio un paso al frente y situó su diminuto cuerpo entre el armado paladín y Bronwyn—. No hagas daño a Bronwyn. Iré contigo.

—¡Cara, no lo hagas! —suplicó Bronwyn—. Vete, ahora mismo.

La niña sacudió la cabeza, tozuda.

—No te dejaré aquí con él. —Caminó hacia Algorind con su diminuta mano extendida.

El paladín vio cómo la chiquilla se aproximaba, pálida pero con confianza.

Cuando estuvo a su lado, colocó su mano entre las de él.

—Iré contigo y no te causaré problema alguno, pero antes debes responderme a una pregunta. ¿Me darás tu palabra y la mantendrás?

El paladín la contempló, confuso.

—Estoy obligado a cumplir siempre mi palabra.

—Bien, entonces perfecto. Ésta es la pregunta: ¿cómo se llama mi cuervo?

Algorind no poseía una imaginación desbordante, pero rebuscó en su memoria todos los nombres con los que había oído apodar a aquel tipo de pájaros.

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