El bastión del espino (43 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Khelben parecía perplejo por la presencia de la chiquilla en la tienda. Bronwyn notó que seguía con la vista a Cara, pero era difícil leerle el semblante. Ella misma desvió la vista hacia Cara y trató de imaginar qué estaba viendo el archimago. Cara era una niña pequeña, delgada en exceso, y morena. Era evidente que era semielfa, pero salvo por la delicadeza de su figura y la silueta en punta de sus orejas, parecía más humana que elfa. ¿Se daba cuenta también el archimago de que la muchacha seguía a Bronwyn como si fuera su sombra?, ¿y que, al igual que su mentora, la chiquilla tenía ojos para detectar los objetos raros y hermosos? Siguiendo las indicaciones de Alice, Cara eligió unas cuantas baratijas para mostrar a Laeral y, de inmediato, se puso a parlotear y a reír, para delicia de la dama hechicera.

Khelben se cansó enseguida de quedarse a un lado contemplando cómo las mujeres conversaban sobre bagatelas. Bronwyn cruzó con él una mirada mientras se inclinaba para sostener un espejo de mano de modo que Laeral pudiese admirar el efecto de un collar de perlas rosáceas. Puso el espejo en manos de Alice y se incorporó.

—¿Puedo mostraros algo, milord?

—Libros antiguos, quizá. No veo ninguno por aquí, pero tal vez tengáis alguno que no esté expuesto.

Bronwyn captó la indirecta y lo condujo a la trastienda. Él esperó hasta que hubo encendido una lámpara de aceite y cerrado la puerta.

—No me cabe duda de que te harás muchas preguntas sobre tu pasado —empezó sin más preámbulo—. Creo que tengo las respuestas que buscas o, al menos, puedo decirte dónde encontrarlas.

Bronwyn escuchó atentamente las instrucciones que le dio sobre cómo encontrar el monasterio de Tyr y luego la descripción de lo que iba a encontrar allí.

—Está a un par de días de distancia a caballo —calculó ella, con gesto de inquietud—. Espero que a Alice no le importe encargarse de Cara.

El recelo asomó a los ojos del archimago.

—¿Qué tiene que ver esa chiquilla contigo?

—Es una niña extraviada, como yo —comentó Bronwyn sin darle más importancia.

—¿Planeas adoptarla?

Suspiró, con expresión melancólica.

—No me importaría, pues es un encanto, pero tiene un padre. —Khelben se quedó pensativo y Bronwyn se preguntó si acaso estaría comparando el rostro de Cara con el de ella y viendo el parecido—. Es familiar mío —admitió—. Dice que su padre se llama Doon, pero he oído que se le conoce por otro nombre.

—Dag Zoreth —repuso Khelben.

Bronwyn parpadeó, sorprendida, aunque no demasiado, de que Khelben conociese aquello.

—Sí. ¿Quién es? —preguntó, ansiosa.

El archimago cogió uno de los tomos encuadernado en cuero verde y lo volvió a colocar en el estante sin haberlo abierto. Bronwyn se maravilló de verlo tan inquieto, pues nunca había pensado que se pudiesen atribuir emociones tan mortales a un archimago.

—Dag Zoreth es un opositor..., un sacerdote de Cyric. Hasta hace poco, vivía en Fuerte Tenebroso como clérigo de guerra —confesó Khelben sin rodeos—. También es tu hermano.

Bronwyn se desplomó en una silla.

—Mi hermano —repitió.

—Sí. Tú lo conocías con el nombre de Brandon. Se cambió el nombre por Dag Zoreth poco después de ser secuestrado.

—Brandon —murmuró—. Bran. —Su mente evocó la imagen de un rostro diminuto, pálido, enjuto pero intenso, coronado por una mata de pelo negro como ala de cuervo. Era una presencia que amaba y temía vagamente a la vez. Bran y Bron, se llamaban el uno al otro. Sí. De nuevo podía evocarlo..., no un recuerdo propiamente dicho, pero al menos la sombra de uno.

Tenía un hermano.

El pensamiento volvió a asaltarla, esta vez de forma tan punzante que la hirió.

—Parece que tu familia tiene acceso a un poder considerable —prosiguió Khelben—. Dag Zoreth desea ese poder. Y también los paladines. En algunos círculos, esto puede considerarse una herejía pero no veo cuál de los dos puede llegar a apoderarse de él el primero.

—Y Cara y yo estamos en el medio —murmuró Bronwyn.

—Os encontráis en una posición muy delicada —convino—; sois un punto de apoyo entre los zhentarim y la Orden de los Caballeros de Samular.

Ella le dedicó una sonrisa compungida.

—No era eso lo que yo andaba pensando cuando accedí a proteger el Equilibrio.

—Sea como fuere, es la tarea que se te ha encomendado —repuso Khelben con una sonrisa irónica—, y es apropiada para ti. Como buscadora de antigüedades, debes encontrar tres anillos que una vez pertenecieron a Samular y a su hermano y ponerlos a buen recaudo en lugar seguro.

Bronwyn se levantó y clavó la vista en el rostro de Khelben.

—¿Por qué?

Para su sorpresa, él no encontró impertinente su pregunta.

—Los anillos forman parte de un rompecabezas. Existe un objeto de mayor tamaño, un poder de algún tipo que la unión de los tres anillos puede desencadenar.

Debes recuperarlo.

Meditó un instante y decidió hablar con sinceridad.

—Ya poseo dos de esos anillos. Uno me lo dio mi padre; el otro, lo lleva Cara.

El archimago asintió como si hubiese esperado oír eso.

—Supongo que no podré persuadirte de que dejes los anillos bajo mi custodia.

¿Considerarás al menos la posibilidad de dejar a mi cargo a la chiquilla? Hay pocos lugares más seguros que la torre de Báculo Oscuro. Laeral parece congeniar con ella, y estoy seguro de que no le importará atenderla hasta que regreses.

Bronwyn entrecerró los ojos, recelosa.

—Parece todo demasiado planeado. Conocíais su existencia, también.

—No hasta este momento —confesó Khelben sin rodeos—. No tenía ni idea de su herencia, y no hubiera sabido quién era si no os hubiese visto juntas. Sólo entonces pensé en el anillo y le miré el dedo. Pero piensa en ello: si un hombre puede percatarse de esa semejanza y descubrir así el valor del anillo que lleva, también podrá hacerlo otro.

Los hombros de Bronwyn se alzaron y bajaron al compás de un suspiro cuando se dio cuenta de la verdad que encerraban las palabras del archimago. La pobre Cara había sido abandonada a su suerte como un tapón de corcho en pleno oleaje y Bronwyn no estaba ansiosa por decirle que tendría que dejarla al cuidado de un extraño.

—Mañana, a primera hora, la llevaré —prometió—. Necesitará tiempo para hacerse a la idea.

Los hechiceros se fueron de la tienda poco después, dejando a Alice feliz contando y recontando una pila de monedas, y a Cara suspirando y contemplando con ojos embobados las gemas que había ayudado a vender y a la hermosa mujer que iba a llevarlas. Al darse cuenta de eso, Bronwyn se sintió agradecida. Eso suavizaría un poco las cosas.

Se agachó para que los ojos le quedaran a la altura de los de Cara.

—Te gusta lady Laeral, ¿verdad?

La chiquilla esbozó una radiante sonrisa y agitó, feliz, la cabeza.

—Es agradable. Me ha comprado esto. Dice que es para mí. —Le enseñó a Bronwyn un diminuto broche que tenía forma de ciervo en pleno salto. Era un objeto sencillo y bonito, pero también era de plata, de fabricación elfa y de más de doscientos años de antigüedad. Había otras piezas en la tienda de más valor, pero no muchas.

Bronwyn cogió con cuidado el broche y lo engarzó en el hombro de su capa nueva.

—Un gesto muy amable por su parte. A mí también me gusta Laeral. Es una buena amiga.

—Tiene magia —comentó Cara en tono informal—. Mucha magia.

Aquello sorprendió a Bronwyn.

—¿Puedes percibirlo?

Cara se irguió.

—Por supuesto. ¿Tú no?

Aquello sí que era un giro inesperado. No era experta en el tema de la magia pero sabía que la habilidad para reconocer un talento mágico en los demás significaba sin duda que Cara tenía un don.

—¿Te gustaría aprender magia?

Asintió, ansiosa.

—¿Hoy? —preguntó la niña, con un deje de esperanza en la voz.

Bronwyn soltó una carcajada.

—Se tarda un poco más, pero todo es cuestión de empezar. Te diré lo que vamos a hacer —añadió, mientras se giraba para poder sentarse en el suelo y poner a Cara en su regazo—. Mañana por la mañana te llevaré a la torre donde vive lady Laeral. Ella jugará contigo, te cuidará y te enseñará algo de magia. ¿Te gustaría?

Cara meditó la propuesta.

—¿Tú también vendrás?

—Sí, pero no podré quedarme —confesó con pesar—. Tendré que marcharme unos días.

—¿Por qué?

—No encontraremos a tu padre si no lo buscamos, ¿verdad?

Los ojos de la chiquilla se encendieron.

—Iré contigo.

—No puedes. Tendré que cabalgar durante varios días. Será aburrido y muy cansado, y puede resultar peligroso. Ya has corrido bastantes aventuras por el momento.

Estarás más a salvo con Laeral.

La muchacha se cruzó de brazos, sacó el labio inferior hacia fuera y su rostro se convirtió en la viva imagen de una nube de tormenta.

—¡Estoy harta de quedarme a salvo, callada y apartada de todo! ¡Estoy cansada de quedarme en un solo lugar! Quiero ir contigo. Quiero conocer los lugares de los que me habéis hablado tú y Ebenezer.

Bronwyn suspiró y acarició los cabellos castaños de la niña.

—Créeme, sé cómo te sientes. Si me quedo mucho tiempo en un mismo lugar, empiezo a sentir picores, como si me caminaran hormigas por la piel.

Cara se rió, pero luego se estremeció.

—Yo también lo siento —confesó.

Bronwyn sonrió fugazmente, conmovida y apenada de que aquella chiquilla abandonada tuviera un espíritu tan semejante al suyo. Aunque era posible que, gracias a todo lo que ambas compartían, ella fuese capaz de hacerle comprender.

—Sabes que el barco en el que te encontré era un barco de esclavos, ¿verdad?

—Sí, pero yo no tenía que ser una esclava. Los hombres dijeron que era una especie de princesa, y que me llevaban a un palacio. —Cara arrugó la frente—. Pero no me escucharon cuando les dije que quería regresar. Se supone que las princesas pueden decidir adónde quieren ir, ¿no?

—Me temo que las princesas deciden menos cosas que las niñas normales —le aseguró Bronwyn—, pero hay veces que las cosas salen mal. Yo viajé en un barco como ése en una ocasión, cuando era mucho más pequeña que tú. Llegaron los piratas y nos secuestraron; casi como Ebenezer y yo os secuestramos a ti y a los enanos, pero ellos no nos liberaron. Fui vendida como esclava y la primera persona que me compró era muy...

desagradable. Conseguí escapar, pero volvieron a capturarme y a venderme. En esa ocasión, me compró un mercader de joyas. Yo era muy diestra con las manos y, cuando tenía más o menos tu edad, podía manejar muy bien las herramientas diminutas de los joyeros. Trabajé muy duramente. No tenía tiempo para juegos, ni niños con quienes divertirme, y apenas me daban de comer. Lo único que me pertenecía era una estera para dormir en un rincón de la cocina.

—Qué mezquinos —decretó Cara.

—No creo que tuviesen la intención de hacerlo, pero simplemente no pensaban en mí, y eso era todavía peor.

La chiquilla consideró lo que le había dicho y asintió.

—Me alegro de que me secuestraras.

Bronwyn le dio un abrazo.

—Yo también. Haré todo lo que sea necesario para mantenerte apartada de una vida así..., incluso dejarte unos días en la torre de Báculo Oscuro, si eso es lo que debo hacer.

—De acuerdo —accedió la niña. Su rostro se tornó severo y sacudió un dedo—. ¡Pero si tardas mucho en volver, Ebenezer y yo iremos a buscarte y te secuestraremos!

A última hora de la mañana, Bronwyn se acercó a caballo al distrito Sur para despedirse de Ebenezer. El patio que rodeaba la forja de Brian Maestro de Esgrima se veía avivado por multitud de fuegos relucientes y por todos lados resonaba el claqueteo de los martillos contra los yunques y las voces de los enanos discutiendo.

Ebenezer la vio cuando estaba atando el caballo a la puerta. De inmediato, soltó el martillo y se acercó a ella.

—¿Y la chiquilla? ¿Has encontrado a su padre?

Le contó lo que había descubierto hasta la fecha, así como el intento del paladín de arrebatarla. Su rostro adquirió una expresión de inquietud a medida que escuchaba.

—Es divertido. Los paladines son gente muy rara, ¿verdad? Para mi gusto últimamente se dejan ver mucho.

—Los paladines constituyen el menor de mis dos problemas —le aseguró ella.

—Eso todavía no lo sabemos. No me harás creer que los paladines sean tan diferentes de la raza humana. Como siempre digo, piensa lo peor, por si acaso. Y no me hace ni pizca de gracia que te metas en su guarida sin más escudo y armadura que un saludo.

—No tengo tiempo para discutir, Ebenezer. Te veré cuando regrese.

—Y muchas más veces durante el viaje, porque pienso ir contigo.

—Iré a caballo.

Sus ojos se iluminaron.

—Sabes que soy un buen jinete. ¿Todavía tienes aquel pony?

—No, lo dejé en un establo público con instrucciones para que fuese vendido.

—Qué lástima... Me gustaba más ese animal que muchos de los hombres que he conocido, porque tenía más sentido común. Pero ahora tengo algunas monedas ahorradas, y el clan me debe más dinero. Podría comprarme mi propio pony.

—No quiero que te gastes tus ahorros.

—¿No? De un modo o de otro, iré contigo, aunque eso signifique que tenga que ir a lomos de un elfo con alas. Tú me apoyaste, y estoy dispuesto a hacer lo mismo.

En aquel momento, una enana lo llamó a voz en grito. Tras echar un vistazo a sus espaldas, el enano bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—Y me han puesto a trabajar en una forja. No tiene nada de malo, pero los pies empiezan a picarme en cuanto me quedo demasiado tiempo en un sitio. Me estarás haciendo un favor —la engatusó.

Bronwyn acabó cediendo con una sonrisa.

—Pues vamos. Tendremos que buscarte un caballo.

En cuanto Algorind se separó de sir Gareth, regresó a El Pasado Curioso, el escenario de su fracaso anterior. Se sentía confuso sobre cómo actuar cuando encontrara a Bronwyn y a la chiquilla. En aquella ciudad, a un hombre no se le dejaba libertad suficiente para atender su misión. Mientras cabalgaba, detectó varias patrullas de vigilancia que atendían los asuntos de la ciudad y se ocupaban de los negocios de hombres mejores.

La dificultad del asunto residía en seguirle la pista a alguien a través de la ciudad. Había aprendido a seguir el rastro de hombres, caballos y monstruos a través de colinas y páramos, pero ¿cómo podía seguirse a una mujer en Aguas Profundas? ¿Y a una niña? ¿Cómo se conseguía algo así?

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