El bastión del espino (41 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—¿Dónde está?

—Se ha ido —se lamentó Alice, confirmando las peores sospechas de Bronwyn.

Bronwyn se pasó una mano por la frente y se mesó los cabellos en un gesto de frustración.

—¿Viste algo?

—Vino un hombre en tu busca. Creo que un paladín. Llevaba una casaca azul y blanca y una espada de hoja ancha. Era joven, no debía de tener más de veinte años, pero más alto que la mayoría de los hombres. El cabello, de un amarillo pálido, y rizado.

Dejó el caballo a la puerta.

Bronwyn tuvo un mal presentimiento.

—¿Un caballo grande? ¿Blanco?

—Creo que sí. Apenas le eché una ojeada. ¿Por qué?

—Es una larga historia —musitó Bronwyn. Ebenezer le había relatado su rescate en manos de un hombre capaz de convertir a las almas en pena en polvo. Aquello sólo podía ser obra de un sacerdote o de un paladín. El hombre que había ido a buscarla, y que podía haber secuestrado a Cara, estaba cerca de El Bastión del Espino. Era fácil suponer lo que sabía y lo que andaba buscando.

En aquel momento resonó el timbre de la puerta, y ambas dieron un brinco. Se volvieron al unísono hacia la puerta, en cuyo umbral estaba Danilo Thann, con una ancha sonrisa en el rostro y una diminuta niña semielfa en brazos.

—¡Cara! —gritó Bronwyn. Se abalanzó para coger la niña y, tras darle un rápido beso, la dejó en el suelo y concentró su atención en el hombre—. Danilo, ¿qué ha ocurrido? ¿Dónde la has encontrado?

—De hecho, no fui yo. Me la trajeron unos Arpistas que la habían encontrado.

Bronwyn arrugó la frente.

—¿Seguís vigilándome?

—Estrictamente hablando, no. Hemos mantenido vigilancia sobre los paladines, y uno de ellos resultó que merodeaba por tu tienda.

—Entonces, te lo agradezco —respondió ella con suavidad, mirando a la chiquilla. Cara estaba parloteando feliz con Alice, contándole cómo había estado a punto de pillar a un gato precioso que habría sido una mascota estupenda.

Bronwyn suspiró.

—Prometí que encontraría a su padre, pero no sé si seré capaz de mantenerla a salvo hasta entonces.

Aunque hablaba en un susurro, la chiquilla levantó la vista.

—Estaré a salvo, Bronwyn. Mira esto. ¡Ven,
Gatuno
!

Antes de que el cuervo respondiera a la llamada, la niña desapareció. Bronwyn parpadeó con rapidez, como si aclarándose la vista pudiese hacer reaparecer a la chiquilla, pero en vano. Acto seguido, resonó una carcajada infantil en la puerta principal, pero antes de que Bronwyn pudiese moverse, Cara había regresado, tan repentinamente como había partido.

—¡Mira! —exclamó con orgullo, mostrándole a Bronwyn tres gemas de colores vivos que llevaba en la mano—. Una de color rubí, una azul topacio y otra..., ¿cetrina?

—preguntó, mirando a Danilo para que se lo corroborara.

Él hizo un gesto de asentimiento, con los ojos brillantes como si reflejaran el placer que destilaban los de la niña.

—Eso es. Tienes buena memoria.

—Piedras de salto —musitó Bronwyn, rememorando historias que había oído sobre piedras que permitían a su poseedor transportarse de forma mágica al lugar donde se encontraba cualquiera de las gemas. Eran raras, y sumamente caras. Poseer tres de ellas era un regalo digno de una princesa.

—Con esto, Cara puede escabullirse de los lugares peligrosos —comentó Danilo a la ligera—. Ponlas en la bolsa, Cara, como te he enseñado.

La chiquilla esbozó una radiante sonrisa e hizo lo que le ordenaban. Danilo llevó a un aparte a Bronwyn.

—Tienes una nueva amiga estupenda —comentó con suavidad—, aunque creo que te va a mantener ocupada.

Bronwyn hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

—Cara no supone problema ninguno, pero creo que está en apuros, aunque no sé hasta qué punto ni de qué tipo.

—Deja que te ayude —suplicó Danilo—. Dime lo que puedo hacer.

Ella le dedicó una sonrisa, olvidada casi del todo la cólera que había sentido contra él.

—Ya lo has hecho. Las piedras preciosas que le has dado le permiten controlar un poco su propio destino. Eso es lo que necesita. Eso, y un poco de control —añadió con voz triste—, es todo cuanto la mayoría podemos esperar.

12

Dag Zoreth había visto a su antiguo mentor Malchior sucumbir a un ataque de ira en una sola ocasión, y antes de calmar su cólera, en el suelo yacía medio batallón de soldados ineptos, varios de ellos quemados por los relámpagos negros que le permitía disparar Cyric, y unos pocos moviéndose todavía de forma espasmódica. Mientras Dag miraba cómo el viejo sacerdote contenía su rabia, invocó en silencio una plegaria a Cyric. Si uno de los dos tenía que acabar aquella entrevista retorciéndose y debatiéndose encima de la alfombra, prefería no tener que ser él.

Se levantó de su butaca como gesto de deferencia ante el sacerdote de mayor categoría.

—Vaya sorpresa —lo saludó—. No esperaba encontraros en Aguas Profundas.

—¡Sin duda! —replicó el sacerdote—. ¿Qué es eso que he oído de ti?

Dag se acercó a la mesa y se sirvió una ración de camarones especiados que la

doncella había traído con la comida del mediodía. Aquella posada era de lujo. Había comida suficiente para dos, y de sobra. Cogió la bandeja entera y se la tendió a Malchior. El sacerdote de mayor edad apenas pareció darse cuenta. Se llevó un camarón a la boca y lo masticó brevemente, mientras seguía hablando.

—Todavía no has encontrado a tu hermana, pero sí lo ha hecho uno de nuestros informadores —comentó Malchior, puntualizando su comentario con otro camarón—.

Iba preguntando por una chiquilla que dice que es tuya.

Dag se encogió de hombros.

—No sería la primera mujer que lanza una acusación falsa de ese tipo sobre mí.

Como no sabía que tenía una hermana, no podréis acusarme de violar las leyes de consanguinidad.

El sacerdote volvió a llenarse la boca y masticó, enojado.

—Estás esquivando la cuestión.

—Se ha convertido en un hábito —replicó Dag sin darle importancia—. Me habéis enseñado bien.

Los ojos del sacerdote se entrecerraron mientras contemplaba al hombre de menor edad como si de repente estuviera considerando si había aprendido demasiado bien sus lecciones. Acto seguido, desapareció de su mirada todo deje de especulación, y con ello se esfumó también su ira.

—Son deliciosos —aseguró mientras observaba la bandeja casi vacía—. Quizá podríamos empezar con ese sabroso pastel mientras hablamos de otros asuntos... Ya habrás oído que se están concentrando paladines. Tengo algunos consejos para administrar y salvaguardar tu mando, si deseas escucharlos.

La expresión de jovialidad de Malchior estaba de nuevo en su lugar, pero Dag no se dejó engañar. Aquel hombre era un enemigo peligroso, y él deseaba encontrar a Cara.

Si Dag lo consideraba necesario, lo mataría, pero hasta entonces aprendería de él.

—Mi querido Malchior —repuso con una sonrisa—. Estoy interesado en todo lo que podáis decirme. —«Y mucho más interesado —pensó—, en todo aquello que guardáis en silencio.» El destello que asomó en los ojos del sacerdote sugería que había percibido aquel añadido silencioso de Dag y que tomaba buena cuenta de ello. Sonriéndose el uno al otro como un par de tiburones al acecho, se sentaron a seguir con aquel juego.

—Puedes tener por seguro, Bronwyn, que tu amigo se quedará como residente en el castillo durante el resto del día —prometió Danilo—. Varios de los mensajeros que atienden a los prisioneros son Arpistas. Se ocuparán de dejar la solicitud de Algorind la última.

Bronwyn hizo un gesto de asentimiento y miró de reojo a Cara. La chiquilla estaba arrodillada en el suelo de la tienda, jugando a algún tipo de juego inventado con piezas de ajedrez y canturreando para sí.

—Ya es algo —admitió Bronwyn. Luego, se mordió el labio, meditabunda.

—Quizá te parezca frívolo —le advirtió.

Aquello pareció divertir a su amigo.

—No olvides con quién estás hablando.

Ella soltó una risotada y siguió hablando.

—Cara ha pasado su infancia en una granja diminuta situada en un lugar remoto.

Aparte de su viaje a Aguas Profundas como prisionera y un breve trayecto en un barco de esclavos, no ha tenido ocasión de ver mundo. ¿Qué lugar mejor para empezar que la ciudad de Aguas Profundas?

Danilo asintió.

—Me parece razonable, y además estaréis a salvo. Con tu permiso, me ocuparé de que os sigan discretamente y os protejan.

Todavía le dolían los años en que unos ojos invisibles de Arpistas la habían estado siguiendo.

—¿Y si no doy mi permiso?

—Entonces, respetaré tus deseos. Con gran pesar, pero los respetaré.

Hablaba con firmeza, sin asomo de aquella costumbre suya de arrastrar las palabras. Bronwyn lo creyó. Sonrió y se volvió hacia Cara.

—Cara, ¿cuál es tu color favorito?

La chiquilla alzó la vista, sorprendida por la pregunta.

—No creo que tenga ninguno.

—Si pudieras elegir el color de un vestido, ¿cuál elegirías?

Un anhelo muy femenino asomó a sus ojos.

—Mi madre adoptiva vestía siempre de color púrpura, pero decía que yo no tenía que hacerlo. Nunca me dijo por qué.

Bronwyn tenía sus sospechas respecto a aquello, pero no quería formularlas con palabras, ni siquiera en silencio.

—¿Y el azul? ¿O el amarillo?

Cara asintió, dispuesta a participar en aquel juego.

—Rosa, como una nube en el atardecer.

Aquello le hizo pensar en algo. Ellimir Báculo de Roble, una modista cuya tienda estaba también situada en la calle de las Sedas, tenía una pieza de suave seda de color rosa de un tono tan curioso que sin duda causaría furor entre las damas que empezaban a comprarse la ropa de primavera.

—Vamos —la animó, alargando una mano—. Conozco una dama que puede hacerte un vestido del color de las nubes y casi tan suave. Vamos a que te tome medidas.

Cara se puso de pie de inmediato.

—¿De veras?

—De veras. Y luego, iremos a tomar el té y a dar una vuelta por la Ciudad del Esplendor.

Cara pareció recelar de repente.

—¿No era un juego?

Bronwyn soltó una carcajada, pero su mirada se quedó prendada de la chiquilla. A la edad de Cara, ella tampoco había podido disfrutar de ninguna de aquellas experiencias y creía conocer lo que todo aquello significaba para la muchacha.

Tras despedirse del bardo Arpista, Bronwyn mantuvo su promesa y le compró a Cara un vestido rosa y dos más. Luego, se fueron a tomar el té y vino con azúcar a la taberna Gounar, un establecimiento resplandeciente situado en el corazón del distrito del Mar. El techo estaba iluminado por docenas de esferas mágicas y gran número de espejos distribuían la luz por todos los rincones para que fuera captada por los cristales de múltiples caras y gemas de imitación que había incrustados por todas partes, desde los platos hasta las sillas.

Tal como Bronwyn esperaba, a Cara le encantó el establecimiento. Demasiado nerviosa para comer, sostenía con ambas manos la copa de vino con azúcar y agua — que tenía mucho más azúcar que vino, y más agua que nada—, mientras miraba a su alrededor con infinita curiosidad. Se mantuvo en silencio hasta que salieron de la taberna, pero luego explotó en multitud de preguntas, pues deseaba que le explicara todo lo que veían.

Bronwyn sacudió la cabeza mientras seguía a Cara por la calle, sorprendida por sus propios sentimientos. Cada momento que pasaba con la niña no hacía más que dificultar la idea de dejarla, pero aquel regalo, aquel único día de aventura y de entretenido placer, era algo que conservaría siempre.

Con la intención de mostrar a Cara tanto como fuese posible, alquiló un carruaje y pidió al conductor que las llevara a dar una vuelta. Pasaron al trote junto a la muralla que bordeaba el mar, maravillándose ante las amplias y adornadas mansiones así como ante la estatua de casi tres metros que mostraba a un guerrero que contemplaba impasible el mar. Cruzaron por delante de la Torre de Alghairon, y Cara se estremeció al oír la historia del viejo hechicero y del esqueleto del hombre que había intentado robarle su poder. Soltó una exclamación de asombro ante el palacio de Piergeiron y estiró cuanto pudo la cabeza para contemplar el paso de la patrulla de grifos. Ante el Plinto, el obelisco que servía como hogar de oraciones para gente que profesara cualquier tipo de fe, pareció ligeramente perpleja.

—Mis padres adoptivos rezaban, y también mi padre, pero nunca me enseñaron ni me dijeron el nombre de ningún dios al que debiera rezar.

Los recelos de Bronwyn respecto a aquella fe misteriosa se intensificaron, así como su perplejidad ante el hecho de que aquel tal Dag Zoreth pareciese tan determinado a mantener a su hija ajena a su propia fe.

—Encontrarás el dios o la diosa con el que tu corazón quiera hablar —le aseguró con voz suave.

—¿Con quién habla el tuyo?

Bronwyn meditó la respuesta unos instantes. No era una persona religiosa, pero se le ocurrió que sólo había una respuesta posible.

—Tymora —dijo—, diosa de la suerte. Te impulsa a elegir una opción y seguir tu propio camino.

Cara se mordió el labio inferior.

—Suena bien, pero no es adecuado para mí.

—Eso está bien. —Bronwyn se sentía ligeramente fuera de lugar ante aquella conversación. Nunca había prestado demasiada atención a la religión, pero el anhelo que veía en los ojos de aquella chiquilla por encontrar un dios o una diosa en quien creer la convenció de que valía la pena meditar sobre el asunto—. Ahora iremos al distrito Sur —sugirió—. Pronto se pondrá el sol y creo que hoy hay luna llena.

En ocasiones como aquélla, inflaban la Esfera de la Luna encima de un amplio recinto y la gente podía introducirse en el enorme globo henchido de magia y flotar o volar por donde quisiera. A Bronwyn no se le ocurría una maravilla mejor para atraer la imaginación de una niña, ni mejor opción para finalizar el día.

La mazmorra del castillo de Aguas Profundas no era el lugar húmedo y terrible que se esperaba Algorind. Su prisión estaba en efecto bajo tierra —la guardia lo había hecho bajar dos tramos de escaleras—, pero los muros de piedra se veían lisos y secos, y cada pocos pasos había antorchas prendidas en soportes de la pared. Las celdas eran pequeñas, pero limpias, y disponían de las comodidades más básicas: un jergón sobre una estructura de tablas, una vasija, una palangana y un cántaro de agua. Le habían ofrecido comida la noche anterior, y otra vez aquella mañana. En general, no podía quejarse, y confiaba en que la justicia de Tyr se encargaría de que aquel confinamiento no durara mucho. Con la mente fija en aquel pensamiento, Algorind alzó la voz para entonar su tradicional himno matutino. Supuso que no debía de ser muy habitual que uno oyera aquel tipo de cánticos allí.

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