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Los padres de Willow murieron en un trágico accidente de coche, dejándola no solo con el dolor que supone enfrentarse a una pérdida sino también con el peso de la culpabilidad, ya que era ella quien conducía. Ocho meses después, su hermano mayor casi no le habla, cree que sus compañeros de clase le culpan por lo ocurrido y Willow se evade del sufrimiento con el que carga marcando todo su cuerpo con las heridas del pasado. Pero cuando un chico llamado Guy descubra su secreto, nacerá una intensa relación que conseguirá sacarla de ese mundo extraño que ella misma se ha formado.
Es difícil guardar un secreto cuando lo llevas escrito por todo el cuerpo.
Julia Hoban
Willow
ePUB v1.0
ariclfrn23.11.12
Título original:
Willow
Julia Hoban, 2010.
Traducción: Sonia Real Puigdollers.
Editor original: ariclfrn (v1.0)
ePub base v2.1.
Quizá no sea más que un rasguño.
Willow Randall observa a la chica que está sentada frente a ella. Hay quien se fijaría en ella porque es guapa. O por su espléndida melena pelirroja. Si los chicos de la clase se fijaran, verían cómo se le transparenta el sujetador a través de la camiseta. Sin embargo, Willow no puede apartar los ojos de otro detalle: una herida de un rojo intenso que debe medir algo más de cinco centímetros y le atraviesa el brazo desde el codo hasta la muñeca. Si se fija bien, incluso le parece ver restos de sangre seca.
¿Cómo se lo habrá hecho? No parece ese tipo de chica.
A lo mejor tiene un gato. Un montón de gatitos.
Sí, eso es. Así es como se lo ha hecho, jugando con su gato.
Willow se desploma en su asiento, pero su actitud no ha pasado desapercibida. La chica se gira hacia sus amigas y empieza a susurrar.
Shhhhhhhhh…
¿Qué estarán diciendo?
Willow mira a las otras chicas con inseguridad. Le da mala espina que hablen de ella y está bastante segura de lo que estarán diciendo.
Esa es la que no tiene padres.
No. Es la que mató a sus padres.
Los cuchicheos de las chicas le recuerdan el crujir de las hojas secas. Willow siempre ha odiado ese sonido. Tiene que luchar para no taparse los oídos con las manos. No quiere llamar más la atención sobre su persona. Pero tampoco puede hacer nada para parar el torrente de ruido que sale de sus bocas. Shhhhhhhhhhhhhhhh…
Willow se levanta bruscamente. Uno de los cordones se le enreda con la pata de la silla y pierde el equilibrio. Sus libros caen armando un tremendo escándalo y Willow aguanta su pupitre intentando mantenerse en pie.
Silencio absoluto. Todo el mundo la mira.
Se da cuenta de que le arden las mejillas y se gira hacia las chicas que estaban cuchicheando.
—¿Willow? —La voz de la señora Benson suena intranquila. Parece que no está fingiendo, realmente está preocupada.
Es una buena profesora. Es buena con los niños gordos, y con los que tienen granos. ¿Por qué no con los niños huérfanos? ¿Por qué no con los asesinos?
—Yo… —Willow se pone de pie lentamente—. Yo… quería… ir al baño. —Las mejillas le arden. Se avergüenza de su torpeza, y del modo en que ha mirado a aquellas chicas. Y… ¿no se le habría podido ocurrir alguna excusa diferente?
La señora Benson asiente, aunque con una mirada titubeante, como si sospechara algo.
En este momento a Willow ya no le importa nada. Solamente puede pensar en huir rápidamente y dejar atrás todas aquellas sonrisitas arrogantes. Recoge sus libros y la mochila, y en cuanto atraviesa la puerta empieza a correr pasillo abajo.
No, espera. No se permite correr por los pasillos. Frena y se pone a caminar. Eso es lo último que necesita, que la trinquen por algo tan estúpido como correr por los pasillos. El baño huele a tabaco. No hay nadie. Bien. La puerta de uno de los baños se balancea medio abierta. La cierra de un puntapié y baja la tapa del inodoro antes de sentarse. Busca algo dentro de su bolsa. Se exaspera al no encontrar lo que necesita tan desesperadamente. ¿Y si se le ha olvidado? Cuando está a punto de abandonar toda esperanza y ponerse a aullar como un perro, sus manos encuentran el deseado metal. Con los dedos se asegura de que esté bien afilada. Perfecto, es una cuchilla nueva.
Las voces de las chicas resuenan en su interior. Su clamor le hace perder todo atisbo de razón. Se sube la manga.
El pinchazo de la cuchilla acaba con el ruido. Hace desaparecer el recuerdo de sus miradas inquisitivas. Willow se mira el brazo y observa la vida que surge de él. Pequeños hilos de fluido rojo que se convierten en grandes peonías.
Peonías como las que solía plantar mi madre.
Willow cierra los ojos, como bebiendo el silencio. Su respiración es más profunda con cada incursión de la cuchilla. El silencio reina a su alrededor. No como cuando tropezó en clase. Ahora suena puro y perfecto.
Algo que duele tanto no es que te haga sentir bien exactamente. Es más la sensación de que está bien, que es lo correcto. Y algo que está bien no puede ser malo. Tiene que ser bueno.
Es bueno. Es mejor que bueno.
Es mejor que con cualquier tío.
Mejor que la leche materna.
—No, está en préstamo hasta el día veintiséis —dice la señorita Hamilton con una sonrisa dinámica y profesional. Willow está de pie junto a ella tras el mostrador, reprimiendo un bostezo. Está cansada. Gracias a Dios que su turno en la biblioteca está a punto de acabar. Lanza una mirada furtiva al reloj. No exactamente a punto, aún le quedan cuarenta y cinco minutos.
Willow sabe perfectamente que debería estar agradecida por tener este trabajo. Al fin y al cabo, su hermano tuvo que mover un montón de hilos para conseguirlo. Trabaja en la biblioteca de la universidad tres tardes a la semana. Gana algo de dinero. No el suficiente, pero sí más del que ganaría si estuviera en su pueblo sirviendo helados en el Haagen Dazs.
Por supuesto, allí todo el dinero que ganara sería para ella. Pero las cosas son un poco diferentes ahora. Tiene que trabajar para ayudar a su hermano con los gastos. Ahora debe preocuparse de cosas como la factura de la luz. Sin embargo, eso tampoco es tan terrible. No en comparación con el resto de su vida.
—Creo que podemos conseguirlo por préstamo interbibliotecario —continúa la señorita Hamilton—. Willow, ¿te encargas tú?
La señorita Hamilton la mira con severidad, dispuesta a atacar si comete cualquier error. No es que sea mala persona. Es bastante simpática con el resto de la gente, es solo que no le gusta tener a Willow merodeando por su biblioteca. La mayoría de personas que trabajan para ella son estudiantes de universidad, y los que no, son adultos que han elegido hacer carrera como bibliotecarios. Basta con decir que Willow es la única estudiante de instituto que hay por aquí.
Es como con todo lo demás. Últimamente, es como si Willow no perteneciera a ninguna parte.
Willow coge la ficha que el tipo ha rellenado con una caligrafía temblorosa y enmarañada. Busca un complicado estudio sobre unos filósofos del siglo XII. Alza la mirada para ver su cara. Es mayor. Bastante mayor. Debe rondar los setenta. Siempre resulta interesante ver a los diferentes tipos de personas que se pasan por aquí. —Debería llegar en un par de días —le dice mientras teclea el número de catálogo—. ¿Ha escrito su número de teléfono? —Vuelve a mirar la ficha—. Perfecto, le llamaremos en cuanto nos llegue.
—Excelente —responde el hombre, con auténtico entusiasmo. Willow se fija en su agradable sonrisa. Seguro que es un profesor de universidad jubilado al que todavía le gusta leer. Le brillan los ojos ante la idea de poder tener el libro entre sus manos. Su padre podría haber sido así en veinte años. La simple idea de poder leer una nueva monografía de una tribu perdida de Nueva Guinea hubiera sido motivo de nervios y emoción.
Hubiera sido.
Una ola de desesperación la invade por sorpresa. Incluso le cuesta mantenerse en pie. Se aferra al mostrador con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. No puede permitirse perder el control aquí. ¿Habría algún modo, alguno, de marcharse a hacer lo que necesita sin que la señorita Hamilton se enfadara con ella? Willow mira su mochila bajo una de las sillas. Solo con saber que están ahí ya se siente algo mejor. Aparta las manos del mostrador y las aprieta contra sus brazos, deleitándose con el escozor que le produce el contacto del algodón con las heridas abiertas. Eso le tendrá que valer por ahora.
—¡Willow! —La voz de la señorita Hamilton suena con rotundidad. Es evidente que no es la primera vez que la llama.
—¡Perdón! —Willow se incorpora sobresaltada. Hace lo posible por dejar de fijarse en su mochila y centrarse en el rostro malhumorado de la señorita Hamilton.
—Necesito que vayas al depósito.
—De acuerdo —responde asintiendo con la cabeza, aunque en realidad odia ir al depósito. Está lleno de estanterías y pilas de libros enterradas en una montaña de polvo. Además, le da miedo. Circulan algunas historias de fantasmas. No es que ella crea en esas cosas pero…
—Este joven ha olvidado allí su carné de identidad. Debes acompañarle.
Willow se fija en el chico que está apoyado en el mostrador detrás de la señorita Hamilton.
Este no tiene precisamente setenta años. Es un chico que, como mucho, tendrá unos años más que ella. El joven se aparta un mechón de pelo de los ojos y esboza una sonrisa perezosa.
La señorita Hamilton asiente y se marcha, pero el chico continúa ahí. La está mirando. Willow siente cómo él observa cada uno de sus movimientos mientras ella termina de encargar el préstamo interbibliotecario. Willow está segura de que se está comportando como una paranoica, pero le aterroriza la mirada insistente del chico. Le recuerda a las chicas de la escuela. No le gusta la idea de tener que subir al depósito con él y, para postergar el momento, se toma más tiempo del necesario para rellenar el formulario.
—¿Qué? ¿Cómo va eso? —dice el chico tras un par de minutos. Empieza a impacientarse. Golpea el mostrador con los dedos y su voz suena diferente. Parece que ya no está tan interesado en ella.
Willow suspira aliviada. A esto sí que puede enfrentarse.
—Sí, claro. Un segundo —contesta con un tono de voz parecido.
—¿Por qué no me dejas que termine yo con esto? —le dice Carlos, mientras coge la ficha del hombre del siglo xil—. Carlos es uno de los estudiantes universitarios, casi de la edad de su hermano. A Willow le gusta. —En fin, todo lo que le puede gustar alguien en esta época de su vida. Se porta bien con ella y la ha sacado de más de un apuro.
—Gracias —contesta en un susurro. En realidad desearía que la dejara a ella acabando el trabajo en el ordenador y que fuera él quien acompañara al chico al depósito. —Bueno. Vamos allá. —Willow camina unos pasos por delante de él, hacia el ascensor. —¿Sabes dónde está esto? —pregunta, mirando la ficha que ha rellenado el chico—. No importa, ya lo hago yo. —Entra en el ascensor y aprieta el botón para ir al undécimo piso. Las puertas se cierran y se quedan a solas. Willow fija la mirada en los números que se iluminan. —Me llamo Guy —dice, después de un momento—. ¿Y tú?