—Bueno, y ¿qué me dices? —El chico se cuelga la mochila del hombro derecho y esboza una sonrisa—. Hay un local genial unas cuantas calles más allá. El mejor capuccino que hayas probado nunca, y las pastas no están nada mal.
Primero un café, luego vendrá una película. Después unos cuantos paseos por el parque. Willow ya sabe cómo funcionan este tipo de cosas. Y más adelante vendrán los sentimientos. Solamente de pensar en ello se le pone la carne de gallina. Ella ya ha terminado con sus sentimientos. No quiere volver a sentir en lo que le queda de vida. —No, gracias—. Incluso a ella le choca lo fría y seca que ha sonado la respuesta. Perfecto.
Guy se encoge de hombros. Parece un poco decepcionado.
La vida está llena de decepciones, Guy.
Willow le da una patada a una piedra del camino.
—De acuerdo, otra vez será. —Pero por alguna razón, no se despide. Sigue caminando junto a ella.
¿Por qué no se marcha?
Willow se impacienta.
A lo mejor le gusta lo que oye. Quizás está buscando un desafío.
Por un momento se pregunta qué pensaría él si viera las marcas de heridas en sus brazos. ¿Sería eso suficiente reto para él? Nunca se las ha enseñado a nadie, y por supuesto, él no va a ser el primero. Pero, aun así, ¿cómo puede quitárselo de encima?
—¿Cómo es que estás viviendo con tu hermano? —le pregunta Guy—. ¿Es que tus padres se han tomado un año sabático? Porque me acuerdo que tu hermano comentó que eran especialistas en el mismo campo. —Vuelve a sonreír, totalmente ajeno al efecto que está teniendo sobre ella.
¿Será como Adrián? ¿Verdaderamente no sabe nada de ella? ¿O es que está esperando a oír las palabras?
En cualquier caso, él ya le ha dado una alternativa. Ahora ya sabe cómo librarse de él. —No se han tomado un año sabático. —La voz de Willow suena con dureza. Para de andar, se gira y mira a Guy sin vacilar. Directamente a los ojos. Tan de cerca que puede ver su iris color miel surcado por motas marrones. Tiene unos ojos bonitos, pero eso a ella difícilmente le puede importar ahora. Él le devuelve la mirada. Ya no sonríe, sino que la mira con la misma intensidad. Cualquiera que pasara ahora junto a ellos pensaría que son pareja. Deben hacer una bonita estampa allí de pie, mirándose fijamente bajo la bóveda que crean las frondosas copas de los árboles.
—Pero tus padres son profes, ¿no? —Él rompe el silencio—. Tu padre es antropólogo y tu madre arqueóloga. Porque una vez yo fui…
—Están muertos. —Willow pronuncia las palabras con frialdad e indiferencia. Le gusta ver cómo se pone pálido Guy—. Muertos —repite para asegurarse de que le ha quedado claro—. Y yo los maté.
¿Cómo es que vives con tu hermano?
Pero tus padres son profes, ¿no? Porque una vez yo fui…
Las preguntas de Guy le siguen retumbando en los oídos. Su afable voz ahora está distorsionada en su memoria y suena quejumbrosa e insistente.
Pero tus padres son profes, ¿no? Porque una vez yo fui…
¡Vale, vale! ¡Ya está bien con la cancioncita!
Willow se estira bocabajo, el libro que lleva media hora intentando leer cae al suelo cuando entierra la cabeza en su almohada intentando acallar las voces que resuenan en su cabeza.
Pero todo es en vano. Las preguntas siguen repitiéndose una y otra vez, y peor, mucho peor que cualquier pregunta que él hubiera podido preguntar, es su propia respuesta:
Yo los maté.
¿Cuántas veces en los años que le esperan tendrá que repetirse esas palabras?
Apenas puede recordarlo. Llovía, eso es todo lo que sabe. Habían salido a cenar fuera y sus padres quisieron pedir una segunda botella de vino, así que decidieron que Willow conduciría. Recuerda a su padre lanzándole las llaves, la carretera resbaladiza, y el sonido de los limpiaparabrisas.
En ocasiones, oye el murmullo de la lluvia en sus sueños.
Willow voltea la cabeza con indiferencia para mirar a través de la ventana. Una leve brisa mueve las cortinas. Los últimos rayos de sol se filtran por ellas dibujando bonitas cenefas sobre el suelo.
Las vistas desde su ventana son especialmente interesantes, y sin duda le llamarían la atención, si fuera capaz de sentirse interesada por algo. Cada mañana y cada noche, el parque se llena de gente que hace
footing.
Por las tardes aparece una legión de madres jóvenes y a todas horas se puede ver parejas de enamorados que recorren los caminos llenos de hojas. Es como un cuadro con vida propia. Antes del accidente, cuando aún le importaban las cosas, Willow pasaba mucho tiempo pintando acuarelas. En aquella época nada le hubiera gustado más que sentarse junto a la ventana durante horas e intentar captar el cambiante espectáculo del exterior.
Willow mira el escritorio, donde están la caja de acuarelas y los pinceles que Cathy le compró. Al igual que su bicicleta y que todo lo demás, se había dejado los utensilios de pintura en casa. Cathy había tenido todo un detalle al comprarle un juego nuevo, y debería corresponder ese gesto de consideración intentando usarlo, al menos. Pero por alguna razón no logra sacar fuerzas para ello.
No cabe duda de que Cathy ha sido buena con ella en muchos aspectos. Ha trabajado muy duro para que esta habitación tuviera un aspecto agradable para Willow, y con los colores suaves y los bonitos muebles, ha quedado preciosa. Mucho mejor que la que tenía antes. En casa se mudó a la habitación de David porque era la más grande. Las paredes, pintadas de negro, eran una reminiscencia de la época
heavy metal
de su hermano, y Willow y su madre siempre se prometían a sí mismas cambiarlas algún día. ¿Quién le iba a decir que cuatro paredes negras pudieran transmitir tanta seguridad? Willow se incorpora bruscamente, abre la ventana y saca la cabeza. El aire es suave y solo corre una leve brisa que le alborota el pelo sobre la cara. Es su momento favorito del día, justo cuando la tarde está a punto de convertirse en noche.
Si ahora estuviera en casa, probablemente estaría hablando con una de sus amigas por teléfono. Normalmente las cosas iban así: quedaba con las amigas después de clase, llegaba a casa y hacía su trabajo, un poco de cotilleo por teléfono antes de cenar o, si no tenía muchos deberes, un paseo en bici por los caminos de detrás de su casa.
Ahora, los días transcurren de otro modo. Por el instituto camina como si fuera sonámbula, no tiene amigos con los que hablar, va a la biblioteca, intenta hacer los deberes pero no le salen, y come cualquier cosa que le ponga Cathy… Y todo esto en compañía de la cuchilla.
Ha dejado a sus antiguas amigas atrás, al igual que el resto de su vida. Pertenecen a otro mundo, a un mundo que Willow no tiene ninguna intención de volver a visitar. Nunca les coge el teléfono, borra los
e-mails,
y una a una, todas han dejado de contactar con ella. La única persona que sigue intentándolo es Markie, su mejor amiga, y Willow sabe que solo hace falta que deje un par de mensajes más sin contestar para que no vuelva a insistir.
Cierra la ventana mientras suspira. Si no hace nada más, al menos debería esforzarse con los deberes.
Willow recoge el libro que estaba leyendo,
Historia de dioses y héroes,
de Bulfinch. Se supone que tiene que leerse cincuenta páginas para mañana. Después tiene que ponerse con un trabajo para la misma asignatura. No debería resultarle muy difícil. Se ha leído este libro unas mil veces. Pasa las páginas de su edición barata de bolsillo y recuerda la primera edición que su padre tenía sobre la mesa, en cuya primera página aparecía su caligrafía trazada con aquella tinta azul que a él tanto le gustaba.
Lo más probable es que siga allí. La casa ha quedado tal como estaba, ni siquiera la han puesto a la venta.
En un principio Willow pensó que se quedaría allí y que David, Cathy e Isabelle irían a vivir con ella. En cierto modo, hubiera sido lo más sensato. El apartamento, aunque tiene la medida exacta para una pareja con un bebé, se ha quedado pequeño desde su llegada. Pero, desde el primer momento, David había vetado la idea argumentando que la comunicación no era buena. Durante veinte años los padres de Willow solían coger el tren, pero solo dos veces por semana y, si bien el horario de clases de David era parecido, el trabajo de Cathy la hubiera obligado a viajar cada día.
De todos modos, aunque no sea la situación más cómoda, Willow no puede evitar estar de acuerdo con su hermano. Aunque su casa es grande y espaciosa, vivir allí no hubiera sido precisamente fácil, y no por los viajes precisamente, sino porque la casa está llena de recuerdos y sentimientos. Demasiado llena de fantasmas.
Habrá estado allí un par de veces desde el accidente. La primera vez fue con David para recoger los libros de sus padres y traerlos al apartamento. Resultó ser una idea desastrosa que tuvieron que dejar a medias. De hecho, ese viaje afectó tanto a David que se negó a volver a entrar en la casa. Cuando regresaron, Cathy y él se quedaron en el coche mientras Willow, que se sentía como una refugiada, una desplazada huyendo de su país para ir a un territorio desconocido, recorría la casa en busca de algo de ropa para meter en su mochila. Ahora desearía haberse tomado más tiempo para pensar en lo que recogía. No le cupo gran cosa en la mochila y ahora constantemente tiene que pedirle cosas prestadas a Cathy. ¿No hubiera sido mejor coger un par de libros que le importaban en lugar de tres pares de tejanos, dos camisas y una falda? Le encantaría poder estar leyendo Bulfinch en la vieja edición de su padre y no en esta triste edición barata que había adquirido en una franquicia del centro.
Willow no sabe por qué le duele la garganta. No entiende que le piquen los ojos así, de repente.
¡Es solamente un libro!
Tira la edición de bolsillo al otro extremo de la habitación, donde cae al suelo con todas las páginas dobladas.
—Muka, Tuka, Jashatuka…
Willow se queda helada. Se pone pálida y agarra con fuerza una punta de la colcha al oír la voz de su madre flotando en la escalera. Al cabo de unos segundos se da cuenta de que es Cathy, que le está cantando a Isabelle. David debe haberle enseñado la canción, una antigua nana rusa que su madre solía cantarles.
Se levanta de la cama y entra en el cuarto de baño para mojarse la cara con agua fría. Se mira al espejo durante unos segundos y observa su cara como si fuera la de una extraña.
¿Quién es ella?
Willow supone que, para la mayoría de la gente, su aspecto no ha cambiado, a excepción del pelo. No tiene ni ganas ni energía para arreglárselo como antes y lo lleva recogido en una trenza que le llega a media espalda.
Pero ella no se reconoce. Posiblemente su cara no sea diferente, pero su mirada sí que lo es. Es peor que si sus ojos no tuvieran vida, porque su expresión es completamente nula. Levanta una mano para cubrirlos en el espejo. Recuerda el reflejo que solía mirarla desde el espejo. Aquellos ojos no estaban muertos.
Willow nunca había sido consciente de ser feliz. Simplemente no se le había ocurrido pensar que en su vida ya tenía todo lo que podía querer o necesitar.
Lo único que le puede provocar la risa ahora a Willow es el modo en cómo antes daba todas las cosas por sentadas. En el pasado, nimiedades como ir mal con la escuela o que un chico la dejara plantada la destrozaban. ¿Cómo podía saber lo que la vida le tenía reservado? Sacude la cabeza al pensar en lo estúpida que era al ponerse triste porque su vestido favorito se había perdido en la lavandería o alguna tontería por el estilo.
¡Tonta!
De repente, siente una necesidad irrefrenable de golpear su cabeza contra el espejo. Eliminar esa absurda expresión de su cara. Sin embrago, sabe que no puede. Aquí no, ahora no. No con Cathy en el piso de abajo y David entrando por la puerta.
En lugar de eso, se mira pausadamente, aprieta los labios y escupe sobre el reflejo de su cara con todo el veneno que puede reunir.
Willow sabe que se está poniendo melodramática pero, ¿qué más da? El escupitajo se desliza espejo abajo y vuelve a encontrarse con el par de ojos muertos.
¿Quién eres?
Esta no es la Willow que ha vivido dentro de ella los últimos diecisiete años. Es otra persona.
Una asesina.
Una chica que se corta.
Willow se aleja del espejo. Escupir sobre su propia imagen. Eso es pueril, como sacado directamente de una película de serie B. Y, la verdad, así no se consigue nada. Pero cortarse… Eso es otra historia.
Se mira los brazos un momento. Si alguien mirara con atención enseguida notaría las violentas heridas rojas bajo las finas mangas de algodón de su camisa. Pero es algo en lo que casi nadie repara.
Se sube las mangas y examina las heridas más accesibles. Abre el botiquín y saca un tubo de desinfectante. Tiene mucho cuidado en no dejar que se le infecte ninguna herida. No quiere complicaciones. Cathy ya ha empezado a mirarla de una manera extraña. No para de preguntarle por qué le pide camisas de manga larga con el buen tiempo que está haciendo con el veranillo de san Martín. Ella no puede comprender que Willow, a quien antes le preocupaba tanto qué ponerse, ahora elija su ropa con un único criterio: ¿le cubrirá las cicatrices?
Preocuparse de sus cosas ya no es tan sencillo como antes. No puede simplemente dejar su ropa sucia en el cesto de la colada. El otro día tuvo que enterrar una de sus blusas manchada de sangre en el parque. No puede arriesgarse a dejar cosas como esa por ahí. No le supo mal perder la blusa, pero fue terrible tener que escarbar la tierra. Más tarde, de camino a casa, le pareció ver a un rottweiler jugando con ella.
Willow oye el teléfono. Es casi la hora favorita de Markie para llamar. Rápidamente, sin vacilar, se gira y enciende la ducha.
—¿Willow? —Cathy la llama—. ¡Teléfono, para ti! ¡Es Markie!
Se asoma por la puerta del baño.
—¡Lo siento, estoy en la ducha!
Con esto debería valer. Deja la ducha encendida, se quita los tejanos y la camiseta y, sentada en el suelo del baño, se pone un poco de crema antiséptica en las heridas que tienen peor pinta.
Tarda unos diez minutos en acabar con esto pero finalmente termina de curarse las heridas.
—¡Willow! —grita su hermano—. ¡A cenar!
—Ya voy —contesta Willow apagando la ducha. Se pone la ropa y hace una mueca de dolor cuando los téjanos se enganchan con la crema. Sería mucho más lógico colocar algún tipo de vendaje, pero la gasa se notaría a través de la ropa.