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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (3 page)

La expresión de Abu Adil se tornó alegre al vernos a Friedlander Bey y a mí.

—¡Mis viejos amigos! —gritó, cruzando la sala y haciendo poner a Papa en pie. Se abrazaron aunque Papa no abrió la boca. Luego el caíd Reda se dirigió a mí—. ¡Y aquí está el afortunado novio!

Yo no me levanté, lo que constituía un insulto flagrante, pero Abu Adil simuló no darse cuenta.

—¡Te he traído un precioso regalo! —dijo, mirando a su alrededor para asegurarse de que todo el mundo se fijaba—. Kenneth, dale al joven su regalo.

El muchacho rubio me miró unos momentos, escrutándome. Después se llevó la mano al bolsillo interior de su americana y sacó un sobre. Me lo ofreció con dos dedos, pero no estaba lo bastante cerca como para que yo pudiera cogerlo. Sin duda, él lo consideraba una especie de desafío.

Personalmente, me importaba un carajo. Fui hacia él y cogí el sobre. Hizo una pequeña mueca con los labios y levantó las cejas como diciendo: Ya nos veremos las caras más tarde. Me hubiera gustado arrojarle el sobre a su cara de idiota.

Recordé dónde me encontraba y quién presenciaba la escena, de modo que abrí el sobre y saqué una hoja de papel. Leí el regalo de Abu Adil, pero no le encontraba ningún sentido. Lo volví a leer—, pero no lo vi más claro la segunda vez.

—No sé que decir —dije.

El caíd Reda se echó a reír.

—¡Sabía que te gustaría! —luego se volvió despacio, para que los demás pudieran oír sus palabras sin dificultad—. He utilizado mi influencia en el Jaish para conseguirle un cargo a Marîd Audran. ¡Ahora es oficial del Ejército de Ciudadanos!

El Jaish era esa tropa extraoficial de extrema derecha con la que ya me las había visto antes. Les gustaba vestir uniformes grises y desfilar por las calles. En un principio su misión era librar a la ciudad de extranjeros. Con el paso del tiempo, y dado que la mayoría de los fondos de grupos paramilitares procedían de personas como Reda Abu Adil —que había llegado a la ciudad en su juventud—, cambió el propósito del Jaish. Ahora daba la impresión de que su tarea era perseguir a los enemigos de Abu Adil, extranjeros y nacionales por igual.

—No sé qué decir —repetí.

Era una acción increíble por parte del caíd Reda, y por mi vida que no podía adivinar sus intenciones. Sin embargo, conociéndolo, pronto lo vería dolorosamente claro.

—Quedan olvidadas nuestras pasadas diferencias —dijo Abu Adil lleno de optimismo—. A partir de ahora seremos amigos y aliados. Debemos trabajar juntos para mejorar las vidas de los pobres fellahín que dependen de nosotros.

A los convidados allí reunidos les agradó ese sentimiento y aplaudieron. Miré a Friedlander Bey, que se limitó a encogerse de hombros discretamente. Para ambos era obvio que Abu Adil estaba desplegando un nuevo plan ante nuestros ojos.

—Entonces, brindo por el novio —dijo el caíd Mahali poniéndose en pie—. Y brindo por el fin del conflicto entre Friedlander Bey y Reda Abu Adil. Mi pueblo me tiene por un hombre recto, he intentado gobernar esta ciudad con sabiduría y justicia. Esta paz entre vuestras casas facilitará mi tarea.

Alzó su taza de café y todos los demás se pusieron en pie y lo imitaron. A todos, excepto a Papa y a mí, les pareció una reconciliación esperanzadora. Yo sólo sentí un nudo de ansiedad en lo más profundo de mi estómago.

El resto de la velada fue bastante agradable, creo. Después de un rato me sentí harto de comida y de café, y ya había conversado bastante con ricos extraños como para unos cuantos días. Abu Adil no volvió a cruzarse en nuestro camino en toda la noche, pero no pude evitar percatarme de que su rubio compañero, Kenneth, no me quitaba ojo sin dejar de mover la cabeza.

Resistí en la fiesta un poco más, pero el aburrimiento me llevó hasta el exterior. Disfruté de los cuidados jardines del caíd Mahali, aspirando profundamente el aire perfumado, saboreando un vaso de sharab helado. Dentro de la residencia oficial del emir la fiesta aún estaba animada, pero ya me había hartado del resto de convidados, que se dividían en dos variedades: hombres a los que no conocía y con los que tenía poco en común, y hombres a los que no conocía y prefería evitar.

En esta ocasión no habían mujeres invitadas; a pesar de que formalmente era la celebración de mi matrimonio, mi esposa, Indihar, no estaba presente. Había acudido con Kmuzu, Friedlander Bey, su conductor, Tariq, y sus dos guardaespaldas gigantes, Habib y Labib. Tariq, Kmuzu y las dos Rocas Parlantes disfrutaban de un refrigerio junto con los otros criados en un edificio aparte que también servía de garaje y establos del emir.

—Si deseas volver a casa, hijo mío —dijo Friedlander Bey—, nos despediremos de nuestro anfitrión.

Papa siempre me llamaba «hijo» aunque desde nuestro primer encuentro estaba enterado del parentesco que nos unía.

—Ya me he divertido bastante, oh caíd —dije.

En realidad, el último cuarto de hora había estado observando una lluvia de meteoros en el cielo despejado.

—Yo también. Me he cansado mucho. Deja que me apoye en tu brazo.

—No faltaba más, oh caíd.

Friedlander Bey siempre ha sido fuerte como un toro, pero era muy viejo, se acercaba a su tricentenario. Hacía pocos meses, alguien había intentado asesinarle y se había visto obligado a someterse a una sofisticada operación de neurocirugía para reparar el mal. Aún no se había recuperado por completo de esa experiencia, estaba débil y bastante inseguro.

Nos alejamos de los bellos y regulares jardines, y dimos un solitario paseo hasta la sala tenuemente iluminada. Al vernos, el emir se levantó y se acercó, extendiendo los brazos para abrazar a Friedlander Bey.

—¡Has hecho un gran honor a mi casa, oh excelentísimo —dijo.

Yo permanecí a un lado y dejé que Papa se ocupara de los formalismos. Tenía la sensación de que la recepción había sido una especie de encuentro entre aquellos dos poderosos hombres y de que la celebración de mi matrimonio era por completo irrelevante frente a las sutiles conversaciones a las que había conducido.

—¡Que tu mesa sea eterna, oh príncipe! —dijo Papa.

—Gracias, oh sapientísimo —dijo el caíd Mahali—. ¿Te vas ya?

—Es más de la medianoche y soy un hombre viejo. Cuando me vaya, vosotros los jóvenes podréis proseguir con la verdadera juerga.

El emir se echó a reír.

—Te llevas nuestro amor, oh caíd —se inclinó y besó a Friedlander Bey en ambas mejillas—. Ve en paz.

—Que Alá te conceda una larga vida —dijo Papa.

El caíd Mahali se dirigió a mí —¡Kif oo basat! —me dijo, que significa: «¡Buen humor y alegría!» y que trata de resumir la actitud de la ciudad ante la vida.

—Te damos las gracias por tu hospitalidad —le dije—, y por el honor que nos has hecho.

El emir parecía apreciarme.

—Que Alá te bendiga, joven —me respondió.

—La paz sea contigo, oh príncipe.

Retrocedimos de espaldas unos pasos, luego nos dimos la vuelta y nos internamos en la noche.

Había recibido una verdadera montaña de regalos por parte del emir y de los demás invitados. Aún se exhibían en la sala y serían enviados a casa de Friedlander Bey al día siguiente. Mientras Papa y yo salíamos al tibio aire de la noche, me sentía satisfecho y feliz.

Volvimos a pasar por los jardines y admiré los árboles frutales esmeradamente cuidados y sus temblorosas imágenes en el reflejo de la alberca. Casi inaudible por encima del agua llegaba el sonido de risas y oía el líquido tintineo de las fuentes, aparte de ello la noche estaba en calma.

La limusina de Papa se encontraba apostada en el garaje del caíd Mahali. Apenas habíamos empezado a cruzar el patio cubierto de césped, cuando se encendieron sus faros delanteros. El antiguo coche —uno de los pocos vehículos de combustión interna que aún circulan por la ciudad— se dirigió despacio hacia nosotros. La ventana del conductor se bajó en silencio y me sorprendió no ver a Tariq, sino a Hajjar, el corrupto teniente de policía que supervisaba los asuntos del Budayén.

—Entrad en el coche —dijo—. Los dos.

Miré a Friedlander Bey, que no hizo más que un gesto. Entramos en el coche. Es probable que Hajjar creyese tenerlo todo bajo control, pero Papa no parecía preocupado ni lo más mínimo, a pesar de que un tipo grandote nos apuntaba con una pistola de agujas desde el asiento corredizo.

—¿Qué demonios es esto, Hajjar? —le pregunté.

—Os estoy arrestando a ambos —dijo el policía.

Apretó un botón y subió el panel de cristal que le separaba del compartimento de los pasajeros. Papa y yo estábamos solos con el matón de Hajjar, y el matón no parecía demasiado interesado en darnos conversación.

—Cálmate —dijo Papa.

—Esto es obra de Abu Adil, ¿no es cierto?

—Es posible —me contestó Papa encogiéndose de hombros—. Todo se aclarará según la voluntad de Alá.

No podía evitar estar inquieto. Odiaba esa sensación de impotencia. Observaba a Friedlander Bey, prisionero en su propia limusina, en manos de un policía que aceptaba el soborno de Papa y de su principal rival, Reda Abu Adil. Durante unos minutos me dolió el estómago y pensé en las cosas inteligentes y heroicas que haría en cuanto Hajjar nos dejara bajar del coche. Mientras avanzábamos por entre los exiguos callejones de la ciudad, mi mente empezó a buscar alguna pista sobre lo que nos estaba sucediendo.

Pronto el dolor de estómago se hizo más agudo y deseé haber llevado encima la caja de píldoras. Papa me había advertido que llevar mi reserva de fármacos a casa del emir habría constituido una grave afrenta a la etiqueta. Eso me pasaba por haberme convertido en un chico tan respetuoso. Me habían secuestrado y tendría que sufrir cualquier pequeña molestia física que me saliera al paso.

En el bolsillo de mi gallebeya guardaba una pequeña selección de daddies en una ristra. Uno de ellos funcionaba de maravilla bloqueando el dolor, pero no tenía la menor intención de comprobar cual sería la reacción del matón si intentaba meter la mano dentro de mi túnica. No me habría levantado el ánimo oír que las cosas podían ponerse aún más negras.

Después de lo que me pareció una hora de paseo, la limusina se detuvo. No sabía dónde estábamos. Miré al esbirro de Hajjar y le pregunté:

—¿Qué sucede?

—Cállate —me informó el matón.

Hajjar salió del coche y le abrió la puerta a Papa. Yo bajé tras él. Nos hallábamos junto a unos edificios de metal acanalado, que daban a una lanzadera suborbital privada atravesada en una amplia explanada de cemento. Sus luces de control parpadeaban, pero sus tres propulsores gigantes permanecían imperturbables y mudos. Si ése era el aeropuerto principal, nos encontrábamos a unas treinta millas al norte de la ciudad. Nunca antes había estado allí.

Empezaba a preocuparme, pero Papa conservaba una expresión serena en el rostro. Hajjar me empujó a un lado.

—¿Tienes tu teléfono, Audran? —dijo con tranquilidad.

—Sí —respondí—, siempre lo llevo en el cinturón.

—Déjamelo un minuto, ¿vale?

Lo desabroché y se lo ofrecí a Hajjar. Él me sonrió, dejó caer el teléfono al suelo y lo pisoteó haciéndolo añicos.

—Gracias —dijo.

—¿Qué cono pasa? —grité, agarrándolo por el brazo.

Hajjar se limitó a mirarme, divertido. Entonces, el esbirro me retorció ambos brazos por detrás de la espalda.

—Vamos a subir a esa lanzadera —explicó—. Hay un juez que tiene algo que contaros.

Nos subieron a bordo de la lanzadera suborbital y nos obligaron a tomar asiento en la desierta cabina delantera. Hajjar se sentó a mi lado y el matón junto a Friedlander Bey.

—Tenemos derecho a saber adonde nos llevas —dije.

Hajjar se examinó las uñas, simulando indiferencia.

—A decir verdad —dijo, mirando a través de la ventana—, no sé adonde vais. El juez os lo dirá cuando os lea el veredicto.

—¿Veredicto? —grité—, ¿qué veredicto?

—Oh —dijo Hajjar con una sonrisa maliciosa—, no lo adivináis. Tú y Papa estáis siendo juzgados. El juez decidirá que sois culpables mientras os deportan. Este método ahorra al sistema legal un montón de tiempo y dinero. Debí dejarte que besaras el suelo como despedida, Audran, porque no volverás a ver está ciudad nunca.

2

Dulce Pilar es la mujer más deseable del mundo. Preguntad a cualquiera. Preguntad al viejo y arrugado imán de la mezquita Shimaal y él os dirá: «Dulce Pilar, no cabe duda». Tiene el cabello largo y claro, ojos glaucos y transparentes, y el cuerpo más despampanante de los anales de la ciencia antropológica. Por fortuna, ella es accesible. Se gana la vida grabando módulos de personalidad de sí misma en plena actividad sexual. También están Brigitte Stahlhelm y otras estrellas de la industria del pornomoddy, pero ninguna de ellas tiene ni punto de comparación con el vertiginoso erotismo de Dulce Pilar.

En alguna ocasión, para variar, le dije a Yasmin que deseaba ponerme uno de esos moddies de Dulce. Yasmin sonrió y adoptó un papel activo, yo me tumbé de espaldas y experimenté lo que sentiría una mujer fogosa y rabiosamente sensible. Al menos el comercio de moddies ha servido para que un montón de personas vislumbren lo que hace vibrar a los ocho sexos opuestos.

Cuando terminamos de follar, me dejé el moddy de Dulce Pilar enchufado. La bajada de Dulce Pilar era tan fenomenal como sus orgasmos. Sin el moddy, me habría dado la vuelta y echado a dormir. Con él, me acurruqué junto a Yasmin, cerré los ojos y me invadió un bienestar físico y emocional, sólo comparable a un buen pico de morfina. Al estado en que te deja la morfina después de vomitar, me refiero.

Así es como me sentía al abrir los ojos. No recordaba ninguna experiencia sexual supersónica, así que supuse que en algún momento del trayecto me habían suministrado algún fármaco benevolente. Mis párpados parecían pegados y cuando intenté quitarme el pegamento, los brazos no me respondían. Era como tener un brazo postizo de gomaespuma o algo parecido, y no deseaba más que dejarme caer en la arena que me rodeaba.

Muy bien, pensé, ya arreglaré todo esto dentro de un minuto. Me olvidé de mis ojos y me hundí en un delicioso letargo. Un día me gustaría conocer al tipo que inventó el letargo, porque creo que el mundo no se lo ha reconocido lo suficiente. Así era como deseaba pasar el resto de mi vida, y eso es lo que haría hasta que alguien me presentara una buena razón, me limitaría a tumbarme en la oscuridad y a jugar con mi brazo fláccido.

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