Entonces, por sorpresa, me llamó para que hablara. Le contemplé durante un segundo o dos y luego subí a la plataforma. Me detuve ante el micrófono y Abu Adil retrocedió. Un tenso silencio flotaba sobre los hombres uniformados reunidos ante mí, pero detrás de ellos podía ver las multitudes de decenas de miles de hombres y mujeres cuya furia contenida estaba a punto de estallar. Me pregunté qué iba a decirles.
—Compañeros soldados de Alá —empecé, levantando los brazos para incluir no sólo al Jaish, sino también a la muchedumbre que se convocaba detrás—. Es demasiado tarde para cualquier otra acción que no sea la venganza. —Los espectadores lanzaron un fuerte grito—. Como el caíd Reda ha dicho, tenemos un deber sagrado, autorizado en varios pasajes del noble Corán. Debemos encontrar a la persona que acabó con nuestro santo imán y luego debemos hacerle probar nuestra justicia.
Se oyó otro grito, esta vez un sonido extraño, voraz, ululante que me hizo estremecer.
Proseguí.
—Ésa es nuestra tarea. Pero el honor, la fe y el respeto por la ley exigen que controlemos nuestra ira, por temor a que nos venguemos en el hombre equivocado. ¿Cómo, entonces, sabremos la verdad? ¡Amigos míos, mis hermanos y hermanas en el Islam, yo tengo la verdad!
Eso arrancó un grito de la plebe y un sonido de sorpresa a mi espalda, donde estaban Abu Adil y Kenneth. Me desabroché unos botones de mi túnica y saqué la pistola de agujas, levantándola para que todo el mundo la viera.
—¡Ésta es el arma del crimen! ¡Éste es el horrible instrumento que causó la muerte a nuestro imán!
La reacción fue espeluznante. La multitud histérica empujaba hacia adelante y los soldados de a pie del Jaish luchaban por evitar que la gente derrumbara la plataforma.
—¡Yo sé de quién es esta arma! —grité—. ¿Queréis saberlo? ¿Queréis saber quién asesinó al doctor Sadiq Abd ar—Razzaq vergonzosamente a sangre fría?
Esperé unos segundos, sabiendo que el murmullo cesaría. Vi a Kenneth dirigirse hacia mí, pero Abu Adil le cogió del brazo y lo detuvo. Eso me sorprendió.
—Pertenece al teniente de policía Hajjar, un emigrante jordano de nuestra ciudad, un hombre con varios crímenes a sus espaldas que han quedado impunes. No sé cuáles fueron sus móviles. No sé por qué nos arrebató al imán. Sólo sé que hizo algo mal y en este instante está sentado no lejos de aquí, en la comisaría de policía de la calle Walid al—Akbar, satisfecho de su impío crimen, convencido de que está a salvo de la justa venganza del pueblo.
Pensé en decir unas cuantas cosas más, pero fue imposible. En ese momento, la muchedumbre se convirtió en algo terrible. Parecía moverse y ondear y agitarse. A nuestro alrededor proferían gritos, cantos y maldiciones que nadie podía entender. Entonces, en sólo unos minutos, pude comprobar que se producía una sorprendente organización, como si los líderes hubieran sido elegidos y las decisiones tomadas. Lentamente, el animal que era la multitud se alejó de la plataforma y del Jaish. Se dirigía hacia el sur por el exquisito Boulevard il—Jameel. Hacia la comisaría de policía. Iba a buscar al teniente Hajjar.
Hajjar había previsto el comportamiento de la muchedumbre enfurecida. Había previsto el terror de su ira irracional. Sólo se había equivocado en la identidad de la víctima.
Observé fascinado. Al cabo de un rato, me retiré del micrófono. El desfile vespertino del Jaish había concluido. Muchos de los hombres uniformados habían roto filas y se habían unido a la masa enardecida.
—Muy bien hecho, Audran —dijo Abu Adil—. Excelente jugada.
Le miré. Me pareció que era sincero.
—Te costará uno de tus más útiles subordinados —dije—. Las venganzas son unas putas, ¿no crees?
Abu Adil se limitó a encogerse de hombros.
—Ya había despedido a Hajjar. Puedo reconocer un buen trabajo cuando lo veo, Audran, aunque esté realizado por mi enemigo. Pero ten cuidado. Sólo porque te felicite no creas que no haya empezado a planear el modo de hacértelo pagar. Todo este asunto ha sido desastroso para mí.
Sonreí.
—Tú te lo has buscado.
—Recuerda lo que te he dicho: te lo haré pagar.
—Supongo que lo intentarás —dije.
Bajé los escalones traseros de la plataforma. Kmuzu estaba allí. Me sacó del Boulevard, lejos del gentío que empujaba, y nos dirigimos hacia el coche.
—Por favor, quítate ese uniforme, yaa Sidi —dijo.
—¿Qué? ¿Y que vaya a casa en ropa interior? —sonreí.
—Pues, como mínimo, quítate esa túnica. Me pone enfermo todo lo que significa.
Le hice caso y me quité la túnica en un rincón del asiento trasero.
—Bueno —dije, estirándome—, ¿cómo lo hice?
Kmuzu se volvió brevemente y me ofreció una de sus raras sonrisas.
—Muy bien, yaa Sidi —dijo.
Luego volvió a centrar la atención en conducir.
Me relajé y me recosté en el asiento. Me dije a mí mismo que la breve interrupción de mi vida, provocada por Abu Adil, el teniente Hajjar y el imán Abd ar—Razzaq, había acabado y ahora la vida volvería a la normalidad. El caso estaba cerrado. En cuanto al caíd Reda, los planes para darle su merecido tendrían que esperar hasta algún momento del nebuloso futuro, cuando Friedlander Bey se hubiera reunido con Alá en su santo Paraíso.
Mientras tanto, Papa y yo rehabilitamos nuestro buen nombre. Nos reunimos al día siguiente con el emir y le presentamos información y pruebas sobre las muertes de Khalid Maxwell, Abd ar—Razzaq y el teniente Hajjar. No creí necesario entrar en detalles sobre el súbito fallecimiento del sargento al—Bishah en Najran, ni otros puntos pertinentes. El caíd Mahali ordenó a uno de sus delegados administrativos que nos eximiera de los falsos cargos y erradicara cualquier mención del asesinato de Khalid Maxwell de nuestros archivos.
Estaba muy contento de lo rápido que había vuelto a mis actividades rutinarias. Otra vez estaba en mi despacho, revisando información sobre un partido revolucionario que estaba cobrando fuerza en mi hogar, Mauritania. Kmuzu entró en mi despacho y esperó a que me percatara de su presencia. Levanté la vista hacia él.
—¿Qué ocurre?
—El amo de la casa desea hablar contigo, yaa Sidi.
Asentí, no sabía lo que me aguardaba. Con Papa a veces es imposible predecir si te convoca para recompensarte o para castigarte. Empezó a rugirme el estómago. ¿Había vuelto a perder su favor? ¿Me esperaban las Rocas Parlantes para romperme los huesos?
Por fortuna, ése no era el caso. Friedlander Bey me sonrió al entrar en su oficina y me indicó que me sentara a su lado.
—Te pedí que encontraras una solución elegante a nuestras dificultades, hijo mío, y me complace que lo hayas hecho.
—Me alegro de oírlo, oh caíd —dije, aliviado.
—Te ofrezco lo que creo que es una merecida recompensa por todo lo que has sufrido y por la labor que has realizado en mi nombre.
—No pido recompensas, oh caíd.
Bueno, me gustaban las recompensas como al que más, pero era de buen tono rechazarla simbólicamente.
Papa me ignoró. Acercó hacia mí un sobre delgado y una caja de cartón. Le miré interrogativamente.
—Cógelo, hijo mío. Me complace enormemente ofrecértelo.
El sobre contenía dinero, claro está. No en metálico, porque la cantidad era demasiado elevada. Era un cheque bancario por un cuarto de millón de kiams. Lo contemplé unos segundos, tragué saliva y lo volví a dejar sobre la mesa. Luego cogí la caja y la abrí. Contenía un moddy. Por motivos religiosos, Friedlander Bey era un enérgico enemigo de los módulos de personalidad. Era bastante raro que me regalara uno.
Miré la etiqueta. El moddy era una recreación de mi personaje favorito, el detective de Lufty Gad, al—Qaddani. Sonreí.
—Gracias —dije bajito.
El moddy significaba para mí mucho más que un enorme montón de dinero. Poseía una especie de calidez que no acertaría a expresar en palabras.
—He creado este módulo especialmente para ti —dijo Papa—. Espero que lo disfrutes. —Me miró unos segundos más. Luego su expresión se tornó seria—. Ahora dime cómo anda el proyecto de la base de datos. Y necesito un informe sobre la situación en Capadocia. Y otra cosa, ahora que el teniente Hajjar ha muerto debemos decidir un sustituto de confianza.
Meses de tormento aliviados al fin por un solo minuto de buen humor. ¿Qué más podía pedir?
FIN
[1]
Shaitan
: demonio árabe. (N. de la T.)
[2]
Afrit
: demonio, espíritu maligno en la mitología árabe. (N. de la T.)
[3]
Kaffir
: cafre, infiel en árabe. (N. de la T.)
George Alee Effinger nació en Cleveland (Ohio) en 1947 y estudió en las universidades de Yale y Nueva York. Participó en el taller literario de Clarion en 1970, publicó sus primeros relatos el año siguiente y desde entonces se ha dedicado profesionalmente a la escritura. Su trabajo de mayor resonancia hasta la fecha ha sido la trilogía de temática ciberpunk que venimos presentando al lector castellano.
Una bibliografía sucinta del autor comprende los libros siguientes:
TRILOGÍA CIBERPUNK:
1987 — When Gravity Fails (Cuando falla la gravedad, Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficción, Barcelona, 1989).
1989 — A Pire in the Sun (Un fuego en el Sol, Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficción, Barcelona, 1991).
1991 — The Exile Kiss (Ed. Martínez Roca, en preparación).
NOVELAS:
1972 — What Entropy Means to Me.
1973 — Relatives (Hermanos, Ed. Andrómeda, col. Más Allá, Buenos Aires, 1976).
1975 — Nightmare Blue, con Gardner Dozois.
1976 — Those Gentle Volees.
— Felicia (narrativa general).
1978 — Death in Florence (también publicada como Utopia 3).
1979 — Heroics.
1981 — The Wolves of Memory.
1985 — The Nick of Time.
1986 — The Bird of Time.
1988 — Shadow Money (narrativa general).
RECOPILACIONES DE RELATOS:
1974 — Mixed Feelings.
1976 — Irrational Numbers.
1978 — Dirty Tricks.
1983 — Idle Pleasures.
NOVELIZACIONES:
1974 — Man the Fugitive (serie El planeta de los simios).
1975 — Escape to Tomorrow (id.).
— Journey into Terror (id.).
1976 — Lord of theApes(id.).
1990 — The Zork Chronides (sobre el juego de ordenador).
PREMIOS:
— Nébula por «The Schródinger Kitten».
— Hugo y Theodore Sturgeon Memorial por «The Schródinger Kitten».